Me dijo "Si muriera hoy, moriría feliz. ¿Tú morirías feliz?", y yo le dije que sí con esa voz de atontada que dice mentiras, la misma voz con la que hacía tiempo le dije "yo también" después de decirme que me quería, aunque yo a él no, pero sí había querido a otros muchos, y había deseado a otros muchos, también después de conocerlo a él. Le dije que sí todas las veces, le dije que yo también en todas las ocasiones, y él se dormía tranquilo, feliz de verdad, dispuesto a morirse en paz. Yo no lo entendía pero cerraba los ojos y acababa sumida en ese sueño tan extraño, tan eléctrico, que por aquel entonces todavía estaba empezando a conocer. Por eso, cuando dos días después de hacerme esa pregunta, el teléfono de la casa sonó y desde el contestador automático me notificaron su defunción, sólo pude pensar en si él habría sabido, al final del todo, que yo le había mentido todas las veces.
Me vestí de negro, esquivé las miradas y me planté en el cementerio. Asistí a mi primera ceremonia y esperé, esperé largos minutos a que algo se agitara en mi interior, a echarlo de menos, a lamentar haberle mentido a pesar de que mi deber era hacerlo feliz a cualquier precio. No pasó nada, salvo el tiempo. Cuando todos se habían ido me quedé allí, rebuscando entre todas esas piedras tan absurdas, y me senté en la hierba. Observé su color y sentí su levedad, como si de verdad pudiera apreciar todo eso, y el aroma a calma de aquel lugar me erizó la piel trayéndome los recuerdos agitados de todas esas noches en las esquinas de los bares, en las sábanas de otros, preguntándome, después de la extenuación, si de verdad había sido programada también para eso.
En teoría, él me encargó para hacerlo feliz. Yo lo hacía feliz, tanto que me decía una y otra vez que podía morirse ese mismo día. "¿Y yo?" era una pregunta que yo no conocía, que yo no podía hacer, pero sin embargo me asaltaba cada vez con más frecuencia, y desentrañarla me llevaba a los brazos de otros, de otras, que sí me encendían, me volteaban, me suplicaban que me quedara con ellos. "¿Y yo?", parecían preguntarme con los ojos, cuando les decía que pertenecía a otra persona, que mi sitio estaba con él. Y yo, afirmaba yo, en mi fuero interno, en esa cavidad que, en verdad, debía estar sólo llena de nada, y, por el contrario, cada vez se llenaba de más, de tantas cosas que, aunque no conseguía echarlo de menos, me estaba empezando a alegrar de que se hubiera marchado al fin.