Me coge de la mano y, al ver que me suelto bruscamente, me hace gestos para que lo siga igualmente. Lo hago, y acabamos en un laberinto de galerías lleno de vidrieras protectoras. Es como si fuera un museo.
- ¿Ves? -me dice-. Aquí está todo. Te lo enseño.
Y me conduce por cada pasillo ofreciéndome una breve descripción de cada estampa atrapada detrás de los cristales. Mira, me dice, allí fue donde te desplomaste y caíste de rodillas, ¿te acuerdas? Justo al lado está el banco donde firmamos nuestra sentencia de muerte y, un poquito más a la derecha, tenemos el interior de tu portal, cuando cogiste mi cara entre tus manos y me suplicaste que no siguiera diciendo que se había terminado.¿Ves? ¿Lo reconoces todo? Ah, y mira allí: están los trenes de cercanías y el edificio desconocido donde te dieron esos ataques de ansiedad. Los he tenido que reconstruir, porque, como no lo viví... En esta estantería de aquí, justo aquí en la esquina, están todos los insultos que te proferí. Los he separado en tres facciones: en la primera están las frases que te decía para que leyeras entre líneas, en la segunda están las palabras que te dije literalmente, casi nunca con tu carne y tu hueso presentes, y, por último, en la tercera, están todas las mentiras que les conté a mis amigos. ¿Has visto? Lo tengo todo perfectamente ordenado, para que no te pierdas si quieres venir a verlo.
Me freno en seco. ¿Qué es todo esto? Su intención es seguir adelante, pero yo no tengo ningún tipo de interés en continuar esta visita macabra. Así se lo digo, y él sonríe y agita la cabeza, diciéndome que no sea impaciente, que todavía queda lo mejor.
¿Lo mejor? Casi me arrastra cuando me conduce a la siguiente habitación.
¿Ves todo esto? Sé que esto te va a gustar más. ¿Te has fijado en la luz que he elegido? Es más cálida, ¿verdad? Sabía que te fijarías en estos detalles. Mira, mira: aquí están nuestros viajes. He construido un contador de kilómetros, y lo he puesto ahí, justo al lado de los tarros con la arena de todas las playas que visitamos. ¿Y eso? ¿Te gusta? Son los carteles de todas las películas que vimos. No, no es casualidad que estén todos al lado de la lista de nuestros restaurantes favoritos. ¿Te gusta? Ahí están todas las sábanas que nos arroparon y los colchones que soportaron el peso de nuestros cuerpos. ¡Ah! ¡Y mira, mira esto, por favor! Siento predilección por esta parte. Ven. Fíjate: son frases. Frases que te dije, frases que me dijiste. Algunas son de canciones, otras de tus textos, y otras de tantos momentos a dos milímetros de distancia... ¿Te gusta? Quería enseñártelo.
Está esperando a que yo diga algo, pero no se me ocurre nada que decir. No es un silencio sorprendido; es un silencio totalmente vacío. Sin embargo, tengo que hacerle una pregunta para que oiga su propia respuesta dicha en voz alta:
- ¿Por qué me enseñas todo esto?
Piensa unos segundos. Me mira y, al final, dice:
Eres la única persona del mundo a la que puedo enseñarle todo esto. ¿Tú no tienes nada que enseñarme?
No puedo evitar sonreír. Ladeo la cabeza y, con la vista fija en su figura, le digo que no, que hace mucho tiempo que no conservo nada y, que si tuviera unas habitaciones tan maravillosas como estas a mi disposición, las utilizaría para otra cosa muy diferente. ¿Nada?, me dice. Nada, le digo. ¿Qué sentido tendría? Pero, ¿y mis señales? Le digo que soy consciente de cada una de sus señales y llamadas de atención, y que no es casualidad mi ausencia de respuesta. "Deberías redireccionarlas a las personas que de verdad comparten tu presente", quiero decirle, pero la frase muere en mi garganta porque hace meses que dejé de hablar en esa segunda persona. Agacha la cabeza y no dice nada. Parece que le ha invadido una pequeña decepción. ¿O tristeza? No lo sé. No me importa especialmente.
Este sitio da escalofríos. Es como si fuera un mausoleo. Me doy la vuelta para marcharme. Conozco el camino de vuelta. Oigo su voz. ¿Adónde vas? No me vuelvo, pero le respondo:
- No lo sabes.
Esa respuesta queda ya fuera de sus galerías.
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