martes, 29 de agosto de 2017

Yo empezaría con un: ¿Qué tengo que hacer para vivir al día? Y dejar de pensar en los días que se me comen, como si ya estuvieran aquí, que parece que los tengo merendándose las costuras de los bajos de mi pantalón.

¿Qué busco? Qué busco, me pregunto sin cesar. El otro día me desperté queriendo escribir algo que ya escribí en diciembre de 2010, cuando mi corazón estaba convulso y mi inexperiencia a punto, pero mi pecho quería llenarse de experiencias a pesar de que tuvo que pagar el peaje de permanecer más de un año cerrado y oscuro.

El texto fue este:

¿Qué queremos exactamente? ¿Qué es lo que nos mueve a buscar? Buscamos alguien para liberarnos una noche, o alguien para caminar con él de la mano. Buscamos un instante de consuelo etílico o evitar beber para que no podamos decir ni hacer nada de lo que luego podamos arrepentirnos. Buscamos redimirnos e intentar pensar en no salpicar a nadie de dolor o hacer lo que más alivie nuestra angustia, que crece, independientemente de quién esté por medio. Buscamos el hogar de aquí, o el hogar que dejamos reposar hasta Enero, sintiéndonos extraños.
Qué buscamos exactamente. Yo no sé si busco unos labios o los míos propios cortados del cierzo. Busco no hacernos daño y no enturbiar nada de lo vivido. Quitarme esta pesadez de encima y curarme un poco más las ojeras, porque tal vez si me duele menos por fuera también dolerá menos por dentro. Busco un tiempo muerto, una regresión en la memoria, para no tener tantos nombres y tantos rostros que me bailan mezclados con humo y sabor a ron. Busco momentos que ya viví, que se consumieron, y que me están abriendo las cicatrices. Para que no olvide que siguen ahí.

Recuerdo el dolor que vino poco después. El amor y el dolor, el crecimiento obligado, mi alma arrastrándose por cada esquina como si no supiera seguir adelante sin anhelo, sin otro cuerpo, sin otros ojos que me prestaran su luz.

El dolor y el amor. ¿Qué busco? ¿Qué queremos exactamente?

¿Mi ansia por la cercanía de los días es un reflejo de la desorientación? Es un error considerarse valiente. Me he acostumbrado tanto a mi palacio de cristal que aunque sé que es una ilusión permanecer aquí me aterra abandonarlo. ¿Cómo pueden tener tanto poder las cicatrices? Ya tienen mi piel, ¿por qué quieren tener también la extensión de mi presente?

Es extraño saber lo que busco pero tener miedo a pronunciarlo en voz alta si esa certeza incluye otras personas que no soy yo. He pasado años grabándome a fuego la distinción entre lo que es y lo que me gustaría que fuera y ahora me siento perdida ante la realidad que no me pertenece. Para mí es un campo minado aventurarme más allá de la mano de alguien. Y no me dan miedo los impactos, ni la sangre, ni el riesgo a que la tierra explote de repente... Entonces, ¿qué ocurre? ¿Qué busco? 

Supongo que me asusta la incomprensión. No poder llegar al nivel de entendimiento que a mí me gustaría porque la experiencia me ha enseñado que para muchos siempre es más fácil la mentira que la empatía. Supongo que eso es. Que, en lo que amor y dolor se refiere, me acostumbraron tanto a que mi palabra no sirviera para nada que ahora antes de abrir la boca ya estoy pensando que lo que voy a decir no tiene sentido para la persona que tengo delante. Y por eso me desgano y me callo, me hundo, levemente, cada vez un poquito más, y acabo preguntándome si funciono al revés. Si tendría que replantearme mi significado de lo auténtico y sobre todo de lo vital que resulta algo así para mi existencia.



jueves, 24 de agosto de 2017

Islandia.

Estoy sentada en una terraza de Olimpia (hay millones en toda Grecia), hablando sobre Guatemala con una viajera argentina. Observo las escasas ventanas encendidas en este pequeño lugar entre montañas y mitos, y mi mente se desplaza a los días de junio que pasé en la isla del fuego y el hielo, en todas sus cascadas y sus volcanes, sus glaciares y sus fumarolas y sus carreteras kilométricas que recorrían algunos paisajes también inhóspitos. Esto tiene que ser la vida; Islandia, Grecia, Guatemala o cualquier sitio dispuesto a dejarse descubrir.

lunes, 21 de agosto de 2017

viernes, 4 de agosto de 2017

VI.

Pasa... Te estaba esperando.
Vaya frase, ¿verdad? Suena a frase hecha de una manera desalentadora, pero es verdad, te estaba esperando. Por eso la puerta abierta, por eso esta tranquilidad que ahora presencias. Tú... Tú... Pasa, pasa, no te quedes ahí. Este lugar es tan tuyo como mío.
No, no pongas esa cara, no... Tú eres una de las criaturas más extrañas que han pasado por mis manos. Pero al conocer tu composición, al estudiarla, pude entenderlo... Tú... Tenías que llegar. Para mí es un honor que hayas venido. Lo contrario me habría decepcionado. Ven. Acércate.
¿Ves todo esto? ¿Lo ves? ¿No te parece maravilloso? Vaya... No puedo cansarme de contemplarlo.
Míralos. Mírate. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué precindir de materia prima? ¿Por qué eliminar a tu enemigo si puedes convertirlo en tu herramienta? ¿Qué hay más grandioso que conseguir que tus enemigas construyan tu imperio?
No fue fácil, no... Tuve que dejar de sentir muchas cosas para poder comenzar a separar esas pieles, esa carne, a remover sobrantes, añadir... Ah, las pruebas. Erais seres imperfectos por aquel entonces. Y ahora... Míralos, son todos excepcionales, a pesar de que muchos vienen de una materia podrida. Sí, podrida. Sí... Vosotras... Vosotras ya no aportabais nada bueno. Ah, nada... Nada...
¿Qué persona antes había conseguido evitarse la gestación? ¿Quién ha sido tan brillante para poder prescindir de esa parte de la supervivencia? En el fondo, erais carne y hueso, como todos. De la carne al metal hay poco, muy poco, y sólo fue cuestión de tiempo. Pero tú... Tú... Contigo no funcionó. ¿Por qué? Por qué... Supongo que no podía ser todo perfecto en la Superficie. Sí, supongo... Supongo... Te estaba esperando. Sabía que vendrías. No podía ser de otra forma. Y ahora... Ahora...
Has venido a matarme, ¿verdad? Quieres matarme. Por eso has subido hasta aquí. Por eso saliste de tu agujero en llamas. Porque estabas llena de rabia, sí... Porque tú... Tú... Tú tienes el Elemento. Tú lo tienes. Por eso no funcionó contigo. Querías mucho a tu abuela, ¿verdad? Verdad... Y... Sus historias, las historias que te contaba, algunas... Algunas eran...
Crees que vas a matarme. Tienes miedo, pero vas a hacerlo porque es lo único que te mantiene con vida. Sí... Acércate, puedes hacerlo, no quiero que te quedes atrás.
Mírate... Eres perfecto. Perfecto. Como todos... Sin embargo, por dentro... El Elemento. Tú. Podías no existir y, sin embargo, estás aquí. Queriendo rebanarme el cuello aunque la idea de quitar una vida humana te provoque náuseas, ¿eh? Sí... He dicho vida... He dicho humana.
Pasa, pasa, de verdad... Ven hacia mí. ¿Ves lo que llevo colgando del cuello? ¿Lo ves? Vas a necesitarlo si quieres volver a lo que eras antes. ¿Quieres? O, tal vez... Contémplalo... ¿Has visto todo esto? Podría ser tan tuyo como mío. Pero aquí estás... Aquí... Y, primero... antes de nada, sin falta... Tienes que matarme.

El Silencio.

A mis padres, Marcos y Ana, víctimas inocentes
de la guerra y sus consecuencias.

A mi hijo Marcos, y a su madre, Vida Sender.

A las nuevas generaciones en cuyos surcos
hemos sembrado nuestra historia.

A mis camaradas de cautiverio y a todos los hombres
y mujeres del mundo que lucharon
y siguen luchando por la libertad.

(MA)


He comenzado las memorias de Marcos Ana y no he podido evitar que me doliera el pecho al imaginar cómo tiene que ser pasar más de media vida en la cárcel por tus ideas políticas y culturales. No lo entiendo. ¿Cómo pueden tener ideología la muerte y la memoria?

A menudo le doy vueltas al dolor implícito en el hecho de que cada vez estoy más segura de que las instituciones están esperando a que los últimos supervivientes de las masacres de la Guerra Civil mueran. Cada vez quedan menos, y en cuanto su voz se extinga, habremos perdido cualquier testimonio en primera persona de las atrocidades que tanta gente tuvo que sufrir durante más de 40 años.

¿Pero cómo es posible que se siga defendiendo lo indefendible? ¿Cómo es posible que las vidas humanas sean una herramienta de los poderosos? Me hierve la sangre cuando pienso en el castigo de las cárceles y del paredón, y en cómo ese castigo no ha cesado porque con un par de disparos la carga pasó a sus familiares: ¿sabrían ellos que no les dejarían enterrar a sus muertos?

Nací cuando, en teoría, en España la paz cabalgaba a lomos del progreso. En mi libro de texto de Historia de España contaban que la Transición fue un periodo modelo, que se alcanzaron pactos por la paz que querían cerrar las heridas de décadas oscuras en el país. Aparecían fotos de líderes dándose la mano en el Congreso. Sonreían, posaban, parecía que habíamos hecho todo bien.

Pero más allá de esos párrafos lo que se me grabó de esos años de estudio fue una frase de mi profesor que introdujo en mí un cambio de enfoque absoluto.

La diferencia de los crímenes del Franquismo con los de cualquier otro conflicto o bando, es que esas muertes estaban institucionalizadas, nos dijo.

Comprendí que una firma tenía el poder de arrebatar varias vidas de golpe, en apenas segundos, y empecé a ser consciente de que vivo en un país construido sobre los escombros de la vergüenza y de la sangre. Que todo son esquirlas y baldosas mal puestas, y si levantas una encuentras lo que de verdad siembra la tierra de España: cadáveres sin nombre, arrojados a fosas comunes, gritos ahogados de los muertos y sollozos silenciados de las familias que exigen una justicia que cada vez las leyes bloquean con más fuerza.

¿Cómo es posible? De verdad: ¿cómo es posible? ¿Cómo podemos sentirnos con derecho a elegir sobre la vida de otros?

Grito de nuevo la misma pregunta: ¿cómo pueden tener ideología la muerte y la memoria?

Miro a mi alrededor y se me rompen los nervios al darme cuenta de que vivo en un sistema orquestado para olvidar e indultar a los que tienen las manos manchadas de sangre. Tenemos unas fuerzas armadas y de seguridad a las que no les temblaría el pulso contra su propio pueblo con tal de proteger a los que se refugian en sus despachos y les prometen un plato caliente diario y unas buenas vacaciones cuando llegue el momento. Vivo rodeada de personas que educan a sus hijos para que señalen con el dedo a los perdedores (como si alguien ganara en una guerra) y griten con el brazo en alto el nombre de un dictador que no es más que el rostro visible de un sistema podrido, asesino y que sigue perdurando disfrazado de una falsa democracia.

Luego los peligrosos somos nosotros. Siempre nosotros. Los que hablamos de cunetas y Lorca, los que nos negamos a olvidar porque somos unos pesados y no queremos pasar página, los que exigimos que todo el mundo tiene derecho a la memoria porque para la libertad ya es demasiado tarde. Qué asco. De verdad. Luego los peligrosos somos nosotros, por rechazar esta puta dictadura del silencio.

Como animales hambrientos.

Echo de menos los inviernos sin prisas en Zaragoza. De verdad. La noche cerrada y temprana, los rincones para escapar del frío, caminar a paso rápido por las calles apagadas. Echo de menos los días entre semana, el tiempo más allá de un fin de semana tembloroso. Lo pienso y mi cuerpo se resiente. Tengo algo, agazapado adentro, que me manda señales, cada vez más fuertes. Cada vez más constantes.

miércoles, 2 de agosto de 2017

El vértigo.

Atesoramos nuestras historias. Muchas veces podemos intentar relatarlas, pero jamás nadie las va a conocer como las vemos nosotros, proyectadas en las paredes internas de nuestro cráneo.

Supongo que a veces nos da rabia no poder transmitir alguna vivencia. Porque para nosotros es tan clara y está tan llena de energía que queremos contagiarla, hacer vivir a nuestro interlocutor cada centímetro de esa electricidad. Pero al final siempre cunde un pequeño desánimo, una decepción basada en que nunca podremos expresar con fidelidad lo que nos hace sentir un recuerdo grabado en la memoria.

¿Por qué? Por subjetividad, primero; el filtro que aplicamos al escoger las palabras y el lenguaje corporal no es casual y ya está moldeando la percepción de aquel que nos escucha.

¿Por qué más? Porque son sólo nuestras. Existe una especie de celo primigenio que las protege, porque son sólo nuestras, de nadie más, las vieron nuestros ojos, las sintieron nuestra piel y por eso no hay nadie más digno que nosotros mismos para enarbolar la bandera de ese momento.

¿No os da miedo, en ocasiones, ser tan vulnerables ante la falta de seguridad en aquello que otros nos cuentan? Si mis historias son mías, ¿acaso no son suyas las suyas, y de nadie más? Atesoramos nuestras historias, y también escogemos a quién contárselas, y cuándo, y cómo.

Sin embargo, ¿qué ocurre cuando se nos demanda una información que no queremos compartir? ¿Cómo manejamos ese cruce del límite que no viene de nosotros mismos?

Me empeño tanto en proteger mis historias y las del resto, y no presionar a nadie para que no se sienta obligado nunca a contarme nada que no quiera, que tal vez por eso me gusta inventar tantas ficciones. ¿Estaré nombrando inconscientemente interlocutores a todos los protagonistas de esas líneas en las que vierto tiempo e imaginación? A ellos los conozco; sé lo que piensan, sé cómo son, sé lo que sienten aunque a menudo me sorprenden guiándome de manera rebelde, pero sus cuerpos no dejan de estar hechos del material que yo elijo.

A ellos puedo controlarlos, pero no a los demás. Con los demás revivo ese pequeño vértigo, esa mirada oscura que escudriña el rostro que tengo delante, que descansa si confío y se eriza si algo no me convence. Ese pequeño vértigo que siento siempre cuando las historias no son mías y, a pesar de todo, quiero conocerlas.