Atesoramos nuestras historias. Muchas veces podemos intentar relatarlas, pero jamás nadie las va a conocer como las vemos nosotros, proyectadas en las paredes internas de nuestro cráneo.
Supongo que a veces nos da rabia no poder transmitir alguna vivencia. Porque para nosotros es tan clara y está tan llena de energía que queremos contagiarla, hacer vivir a nuestro interlocutor cada centímetro de esa electricidad. Pero al final siempre cunde un pequeño desánimo, una decepción basada en que nunca podremos expresar con fidelidad lo que nos hace sentir un recuerdo grabado en la memoria.
¿Por qué? Por subjetividad, primero; el filtro que aplicamos al escoger las palabras y el lenguaje corporal no es casual y ya está moldeando la percepción de aquel que nos escucha.
¿Por qué más? Porque son sólo nuestras. Existe una especie de celo primigenio que las protege, porque son sólo nuestras, de nadie más, las vieron nuestros ojos, las sintieron nuestra piel y por eso no hay nadie más digno que nosotros mismos para enarbolar la bandera de ese momento.
¿No os da miedo, en ocasiones, ser tan vulnerables ante la falta de seguridad en aquello que otros nos cuentan? Si mis historias son mías, ¿acaso no son suyas las suyas, y de nadie más? Atesoramos nuestras historias, y también escogemos a quién contárselas, y cuándo, y cómo.
Sin embargo, ¿qué ocurre cuando se nos demanda una información que no queremos compartir? ¿Cómo manejamos ese cruce del límite que no viene de nosotros mismos?
Me empeño tanto en proteger mis historias y las del resto, y no presionar a nadie para que no se sienta obligado nunca a contarme nada que no quiera, que tal vez por eso me gusta inventar tantas ficciones. ¿Estaré nombrando inconscientemente interlocutores a todos los protagonistas de esas líneas en las que vierto tiempo e imaginación? A ellos los conozco; sé lo que piensan, sé cómo son, sé lo que sienten aunque a menudo me sorprenden guiándome de manera rebelde, pero sus cuerpos no dejan de estar hechos del material que yo elijo.
A ellos puedo controlarlos, pero no a los demás. Con los demás revivo ese pequeño vértigo, esa mirada oscura que escudriña el rostro que tengo delante, que descansa si confío y se eriza si algo no me convence. Ese pequeño vértigo que siento siempre cuando las historias no son mías y, a pesar de todo, quiero conocerlas.
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