- ¿Cuántos años tiene? -me preguntó en cuanto apagué la grabadora.
- ¿Quién? ¿Yo? -le respondí, apurando las últimas notas.
- No, tonta. Él. El cámara -me dijo, haciendo un gesto con la barbilla en dirección a mi compañero, que se acababa de marchar a recoger el equipo en el coche.
La miré, entre curiosa y asustada. Allí, apoyada en en esa esquina de la calle, al lado del portal donde ella nos había explicado que trabajaba, me parecía la mujer más enigmática que había conocido en los últimos años. El arrojo que destilaban sus ojos me parecían la marca inequívoca de quien las ha pasado putas y ha decidido plantar cara a todo el mundo.
- Pues... -comencé, intentando sonar despreocupada, que mira que se me da mal- creo que tiene unos cuarenta y cinco.
Mentí, claro. En unos meses él iba a cumplir cincuenta, pero no los aparentaba.
- ¿Por qué? -añadí, para que la conversación no se congelara, consiguiendo sonar sospechosamente ambigua.
Ella se rió.
- Él no me interesa. Sólo estaba pensando.
Miré en dirección al coche mientras ella se encendía un cigarrillo y me ofrecía otro, que yo acepté.
- Estar con un hombre mucho más mayor que tú no es como te imaginas -me soltó, sin mirarme a los ojos.
Me enderecé como si me hubiera llevado un calambre. Por un segundo, me atemoricé ante la posibilidad de que fueran evidentes los juegos y las frases con puntos suspensivos tangibles que acabábamos de tener él y yo en el coche, de camino a la entrevista.
Pensé en la maravillosa intensidad de lo prohibido, y la miré mientras paladeaba el humo en mi boca. Decidí no responder. Mi cara desencajada hablaba por sí sola.
- He visto cómo te mira, y he visto esa mirada tantas veces. No sé si él a ti te gusta, pero podrías acostarte con él perfectamente.
- ¿Qué dices?
- Vamos, pareces una tía lista. Seguro que tú lo sabes también.
El lenguaje de los cuerpos. Los gestos y las pequeñas señales que se nos apoderan, que lanzamos queriendo sin querer, el tiempo hecho presencia y el deseo destilado en cada roce premeditado. Claro que lo sabía.
Yo la observaba fumar y pensaba en lo estúpido que era el encanto del fumador, pero era. No podía dejar de mirarla.
- No lo sé. Creo que hay una barrera que no quiero cruzar -respondí finalmente, sin anestesia.
- Bueno, piénsalo.
- ¿A qué te referías con lo de que no es como te imaginas?
Ella pareció pensárselo unos segundos.
- Porque todo ese rollo de que la experiencia es un grado no existe. En fin, supongo que sí, pero en otro sentido. Ellos están asustados, piensan que no van a estar a la altura -. Parecía saborear cada palabra. - Se mueven inseguros pero firmes. Te tratan con delicadeza pero con decisión, para que no les notes que están tan nerviosos como tú. También te miran mucho, buscan una conexión en los ojos. No suelen ser egoístas, porque quieren quedar bien. No sé. Es como si quisieran envolverte para que te sintieras segura con ellos.
La escuché embobada. No podía desmarcarme del sentido que para mí tenía su trabajo y su vida, pero aun así casi disfruté su explicación. Creo que me sonrojé, porque me miró y volvió a sonreírme, casi maternal.
- Piénsalo, nena. Te lo vas a pasar bien seguro.
Dio una última calada y tiró el cigarro, manchado de carmín.
- Me subo ya. Ya me irás diciendo cómo sale el reportaje, y cualquier cosa que necesites cuenta conmigo.
Me dio un abrazo, abrió el portal y se marchó. Creo que escuché el viento silbar detrás de su figura, en un efecto casi teatral.
- ¿Vamos? -me preguntó él, que ya había vuelto.
Nos esperaban casi dos horas de camino de vuelta. Y yo supe que quería otro cigarro, otro con ella, y que lo iba a querer todo el viaje, y pensé en todos los cigarros que ella se habría fumado en esa cama, con sus clientes, o tal vez con alguien más. Pero ninguno conmigo.
1 comentario:
Los encuentros nocturnos suelen ser los más reveladores (!)
Publicar un comentario