¿He normalizado
este vacío?
No lo sé.
O, tal vez,
sí
lo sé.
Lo que ocurre es que
no
estoy preparada para seguir
con el análisis,
el aislamiento,
las lágrimas,
los nervios en la tripa,
el peso en el pecho,
y la pena
-honda,
tan honda que llega hasta mi infancia-
que me produce saber que
no
tengo la llave para
salir
de aquí.
No,
al menos,
completamente.
Pero me siento
anciana
en el cansancio.
Triste
en la repetición.
Agotada
en la escucha.
Sin ganas
de tener ganas
de confiar una vez más
(sólo una más,
sólo una más quinientas veces más).
Entonces, ¿estoy normalizando
este vacío?
Pero, ¿qué vacío?
Si sigo
llenando frases sin sentido,
folios que cuando era niña sangraban y
me aguardaban
escondidos detrás del lavabo
de nuestro baño pequeño.
Ya no araño el papel
sino que
arrastro
el lápiz,
con resignación pero
sabiendo
que no puedo parar.
¿Será que lo que quiero es
al fin
vacío?
Un vacío
con cierto rastro de alivio,
que me diga,
a susurros -mientras finjo
que estoy dormida
y que no comprendo
los gritos que se producen
en ese salón de mi pasado-,
que papá está curado,
que se acabó la guardia,
que podemos irnos a dormir manteniendo la sonrisa,
que las conversaciones ahora son diferentes,
que ya no me altera el sonido de la puerta,
o de una lata abriéndose,
que ha habido un parpadeo clave,
un clic,
y todo ha cambiado.
Que ahora
todos esos cajones,
armarios,
esas cajas de cartón viejas,
o esas de plástico que compramos en el todo a 100,
esos rincones,
mil,
millones,
de esta casa tan bonita
que fuimos llenando con dolor
y miedo
ahora,
al fin,
están vacíos.
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