Perdí todas las notas que había estado tomando en nuestras semanas recorriendo Cuba después de un robo nocturno. Lo recuerdo porque fue lo que más me dolió. Me propuse entonces que, en algún momento, tenía que reconstruir nuestro viaje. Todavía no lo he hecho.
Sin embargo, llevo unos días volviendo de manera recurrente al magnetismo que me produjo La Habana. Había escuchado de todo, como ocurre, creo yo, con todas las ciudades que se escapan de la norma: que la amaban, que olía mal, que no era para tanto, que era una maravilla. No sabía qué me iba a encontrar, y lo que encontré me pareció una suerte excepcional.
La Habana me dio la impresión de ser, ante todo, presente. Hay una parte en la filosofía vital de muchos cubanos de la que deberíamos aprender los que hemos sido criados en el capitalismo, y es esa sensación de presente, de aceptación.
Tenían razón en que hay personas que en cuanto ponen un pie en la capital de Cuba se sienten decepcionados y disgustados. Supongo que son los mismos que acaban refugiándose en hoteles y restaurantes lujosos. Por mi parte, he estado revisitando las fotos de La Habana y siento una emoción extraña.
Sé que a todos puede ocurrirnos que visitamos un lugar al que sabemos que volveremos y a mí me pasó con esta ciudad enigmática y amable. Ahora mismo, parece que estoy viendo mis chanclas pisando sus suelos de asfalto irregular, mojados, llenos de carreras de niños y de gritos de vendedores ambulantes y conductores de diversa índole. En La Habana la gente combate el intenso calor de agosto en las calles, haciendo guardia en la puerta de sus casas o de sus vecinos, saliendo al patio interior del edificio (si lo tiene) y sacando sillas a las calles para sentarse y ver la vida pasar, también desde sus balcones. Creo que me volví adicta a los balcones de La Habana, siempre con movimiento, siempre con vida, siempre alguien tendiendo la ropa, alguien hablando por teléfono, alguien observando el resto de ese micromundo que es Cuba, más concretamente su capital.
Los paseos se acaban convirtiendo en una mezcla de cemento y música, pues rara es la esquina sin una radio que viene de algún lugar, la música que se escucha salir de un paladar o alguien agazapado en una escalerilla tocando la guitarra o alguna percusión improvisada. Se habla del baile pero se debería hablar, también, de cómo parece que por la sangre de sus gentes corre la música, más por genética que por contemporaneidad.
Escribir sobre La Habana desde una casa tan lejos de allí es extraño, sobre todo si miro por la ventana, porque me faltan el gris salpicado de todos los colores, las conversaciones a gritos con el vecino, la que vende guayaba justo debajo o ese calor tostado que acaba reflejándose en cada calle que gira y te invita a seguir empapándote de ese lugar mágico e indescifrable.
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