Los táperes de salmorejo y albóndigas están en la nevera. A mis padres les preocupa que no coma, y hoy mi madre y mi tío han venido con la ofrenda alimenticia antes de irnos a pasear por su barrio de niños antes de sentarnos a tomar un café. El gesto me arrulla y me da paz, a pesar de que es un ámbito de mi vida que ya no descuido nunca porque ya lo desatendí demasiado en el pasado. Controlar lo que puedo respecto a mí misma, como me ocurre con la alimentación, se ha convertido en un mantra que repito a diario porque si hay alguna prioridad que puedo seguir ejerciendo es la de esforzarme y seguir sana aunque deba adaptarme a las circunstancias.
Se agolpan los mensajes: "¿Cómo estás hoy?", y yo respondo cuando puedo y pienso en las intermitencias. Comencé a pensar en ellas algunas semanas atrás, cuando volvíamos de Miño de Medinaceli con la mente y el corazón cargados de una convivencia feliz y en armonía. Yo pensaba entonces en mi disociación, en que habría momentos del fin de semana que no sería capaz de recordar, y en la extraña coexistencia de estos tiempos tan turbulentos con los oasis de amor y disfrute que aportan las amigas y la familia. Cómo es posible, me decía, que en un momento así, en el que cada pequeña cosa me supone un esfuerzo titánico, pueda ser capaz de soltar todo el lastre y entregarme al bienestar durante 48 horas. Lo reflexionaba pero no lo negaba, ni me cuestionaba si lo vivido había sido real. Claro que lo había sido, aunque los encajes y las asimilaciones posteriores corrieran a cuenta de cada una.
Intermitencia es una palabra que siempre asocio a Las intermitencias de la muerte, la novela de Saramago que habla de un país en el que, a partir de un 1 de enero, nadie muere. A pesar de que hace años que la leí y mi memoria la habrá desdibujado, recuerdo este hecho tan repentino y cómo los habitantes lo celebran, sintiéndose triunfadores ante la muerte, para después destapar toda una serie de problemáticas que tienen que ver con la interrupción de la naturaleza viva y cómo esto sirve para poner a la lectora de bruces ante su propia humanidad.
Pienso en que ahora vivo un poco entre esas intermitencias. Hace no mucho alguien me dijo que al final siempre acababa escribiendo sobre las personas; que retorcía cualquier emoción o sentimiento universal para relacionarlo con aquellas que tengo alrededor. Creo que es así porque no podría ser de otra manera. Ahora mismo, ese salmorejo, un abrazo de mi padre, mi hermano al otro lado del teléfono, Sergio viniendo a casa con un helado, Astrid y Cris escuchándome en silencio, las personas que esta noche cogerán un tren para venir a mi ciudad, todas esas montañas de abrazos virtuales y paciencia calma a través de whatsapp, cada momento que robo observando a desconocidas por la calle... son como mis intermitencias. No tienen nada que ver con un país en el que nadie muere, pero sí con la discontinuidad, con la rotura frecuente de los síntomas más grises que abotonan mi piel estos meses.
Con la humanidad que me rodea y me abraza, ante mis ojos o a distancia, que también forma parte de aquello que sí puedo controlar y me construye a pesar de que en ocasiones la vida te quiera empujar a habitar solo ruinas. Como dice una canción que he vuelto a escuchar mucho desde ayer, hay ahí algo, al fondo, entre las sombras, la luz ha dibujado una frase. Todavía soy capaz de leerla, aunque ahora, hasta que la tormenta deje de querer arrastrarme, quizás me toque confiar en la aparición de esas intermitencias y en cómo impiden que me hunda bajo la arena.
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