Pensaba en ti mientras estaba en la silla del dentista. Así, tumbada boca arriba y con la mandíbula bien abierta, con los ojos cerrados para que no me salpicara ninguna esquirla de la batalla y rodeada de sonidos mecánicos que estaban operando en mis dientes. Pensaba en ti y tenía tu imagen en frente, tu expresión tranquila y seria, la que pones cuando estás observando lo que pasa a tu alrededor y simplemente absorto en tus articulaciones internas. Pensaba en ti y también pensaba en que apenas me permito hacerlo; pensaba en escribir este texto con esa primera frase y ya sabía que no iba a concederme escribir sobre la forma insondable de tus ojos y su forma de clavarse en las personas sin pretenderlo, el par de segundos que pasan antes de que comprendas una ocurrencia y te eches a reír o las líneas que surcan tu piel blanca, las mismas sobre las que a veces bromeas porque no te gusta que revelen tu edad pero que en realidad te hacen ser quien eres. He aprendido a pensar en ti sin escribir sobre ti, sin pensar mucho en ti. Es algo que ha permeado en mis adentros sin apenas fisuras, sin tener que empujarlo ni forzarlo para que tomara forma. Sin embargo hay momentos en los que me gustaría escribir un poco más sobre ti y no dejarte supeditado a apuntes dolorosos en mis cuadernos en los que se colaba tu inicial y de los que nunca sabrás nada, aunque sé que podría contártelo sin problema. A veces orbitas en torno a mí sin acercarte, pero el efecto de esa fuerza gravitatoria me deja queriendo pensar un poco más en ti, sin darme el permiso a mí misma para hacerlo. Todo esto pensaba, con timidez y algo de derrotismo, mientras estaba en la silla del dentista.
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