martes, 5 de agosto de 2025

Las Sillas.

Cualquier persona que sienta o haya sentido en su vida temprana cierta introversión o timidez coincidirá conmigo en el pequeño atisbo de terror que se siente cuando, en el contexto de comer o cenar en un grupo más o menos grande, llega el momento de elegir una silla para sentarse a la mesa. Al menos en mi cabeza se suele crear una radiografía instantánea del instante y de las posibilidades que pueden sucederse. El orden por el que entramos al restaurante si el espacio es estrecho y solo se puede caminar en fila india determinará la capacidad de elección del asiento. También con quién estuviera hablando justo antes, porque no voy a separarme bruscamente sin explicaciones. ¿Podré sentarme cerca de aquellas personas que siento más seguras, con las que sé que voy a estar tranquila? ¿O me tocará en el extremo opuesto de la mesa y tendré que esforzarme con energía extra para estar a la altura de las conversaciones y resultar una persona lo suficientemente interesante?

El otro día, sentada en una terraza de una placita de Tarragona, evoqué esta anticipación distanciándome de ella. Pensaba en todo esto poniendo el foco en la certeza de que con ellos ya nunca me pasa. Me da igual dónde sentarme. No importa cuál sea la silla que me toque, porque sea la que sea sé que voy a estar bien.

No me veo obligada a hacer cuentas mentales ni dar pasitos cortos para ralentizar el ritmo e intentar manipular el azar, porque de alguna manera hemos conseguido ser un grupo más o menos grande y encontrar una sintonía común que nos hace sentirnos en calma. Todas las conversaciones estarán bien, elegiremos la comida sin fallo, y si alguien tiene que moverse de sitio será para compartir un plato vegetariano o una botella de vino blanco (o tres) con mayor facilidad.

Es uno de esos detalles nimios, con apariencia de intrascendentes, que de repente cobran significado dentro de mí y completan el sentido de lo que llevo tiempo sintiendo. Les contaba a Johnny y a Luis, poco después de comentarle lo mismo a Juan, que cada vez que nos juntamos siento antes la sombra de la tristeza de separarnos. No como algo que me amarga o que apaga las horas que todavía nos quedan por exprimir, sino como un pensamiento que convive con la certidumbre de que estar con ellos reinicia mis sistemas, pone todo lo importante en su sitio y refuerza cada red interna a la que me agarro cuando no me queda otra que caminar por el borde del precipicio.

«El año pasado, si no hubiera sido capaz de apreciar todo lo bueno que tengo, en lo que entráis vosotros, me habrían tenido que venir a buscar al fondísimo del pozo», le dije a Luis en un momento a solas, cuando Johnny se había ido en busca de un baño. Es sobrecogedor tener un espacio donde pararse a descansar cuando tienes cosas que celebrar y también cuando tus mecanismos están asediados por el dolor y la pesadumbre. Es una suerte que ese espacio dé igual, porque lo importante es que está compuesto por personas con las que charlar largamente de sobremesa, tumbarte al borde de la piscina, hablar en la barra de un bar con la música amortiguada por las palabras, a las que besar antes de ir a dormir lo poco que podamos o alcanzar en la orilla del mar mientras amanece para mojarnos los petetes.

El mediodía iba cayendo con la lentitud de un domingo de vacaciones, mientras las moscas nos asolaban debajo de ese árbol y yo observaba a mis amigos elegir el plato que pedir, hablar entre ellos y reírse como lo llevábamos haciendo desde el jueves. Y yo solo pensaba en que ya no me importaba en qué silla me tocaba sentarme; cualquier hueco iba a ser a su lado y eso significaba que en ese espacio de tiempo, a pesar de las heridas que podamos albergar dentro, todo iba a estar bien.



No hay comentarios: