lunes, 8 de septiembre de 2025

Talón de Aquiles.

Mi psicóloga dice que las personas que padecemos trastornos de ansiedad siempre vamos a tener un talón de aquiles. Que, con el trabajo de lo que a veces supone muchos años (años con muchas eses), ese talón de aquiles puede acabar difuminándose pero que siempre estará ahí. La aceptación, de nuevo. Y el trabajo que supone, sobre todo si eres alguien de extraordinaria autoexigencia.

Yo sé cuál es mi talón de aquiles. Ella también, porque lleva viéndome crecer seis años. Y cuando la escucho sacar otra vez el kit de emergencia y decirme que lo que me está pasando no depende de mí, ni de mi esfuerzo, ni de mis aciertos o desaciertos, que no es que fracase o que me equivoque al hacer algo, que tampoco tiene que ver con que no esté haciendo lo suficiente... Cuando la escucho hablarme con firmeza porque siente todo mi sufrimiento se me desborda la realidad a través de los ojos y solo logro llorar, en silencio, sin dejar de escucharla, mientras una frase se me tatúa en el pecho: Siento tanto dolor.

Es un dolor que viene del amor que me tengo a mí misma, aunque pueda sonar contradictorio. También la escucho decirme que por favor no caiga en la desolación, y yo quiero decirle aunque solo me salgan monosílabos que no quiero caer en ella, que por eso esta batalla tan dura, que por eso vuelvo a pensar: la aceptación, de nuevo.

A veces en el camino de hacer para mejorar puedo olvidarme de que antes de todo tengo que estar yo bien. Y parece una lección básica, algo que todas tenemos integrado, pero no es tan fácil. La línea divisoria entre las cosas que hacemos para mejorarnos y mejorar profundamente, desde el espacio que solo nosotras compartimos con nosotras mismas, ese espacio de conexión, puede ser muy endeble. Y eso no significa que todas esas cosas, esa lista de rutinas y disciplinas que sabemos que nos hacen bien, no tengan peso o validez. Es distinto. Es complicado. Es esencial, también, tal y como lo veo ahora mismo.

Yo sé que mi talón de aquiles siempre va a estar aquí. Siempre aspiro a conjugarlo, a no olvidarme de que existe intentando que tenga espacio en los esquemas que tenemos que llevar a cabo para que la vida y el sistema no se nos coma, pero supongo que me llevará tiempo (todavía, más aún) limpiar todas las esquirlas de la pelea.

La aceptación, de nuevo.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Con Calmiña.

Ayer, de repente y cuando salíamos de la farmacia, me dijiste: «Me das mucha paz». Fue una de esas frases que se dicen sin aviso ni contexto; supongo que en tu cabeza tenía sentido mientras que en la mía tardó unos segundos más en hacerse hueco.

Desde que te conozco, he pensado mucho en la calma, aunque menos en la paz. He pensado en la ausencia de prisas y de ansias, y de cómo llegaste en el momento en el que, probablemente, menos tiempo tenía al alcance. Pero sí seguía existiendo espacio, aunque estuviera en parte rodeado de barreras.

Hace unos días, en Escocia, abrí las notas de mi móvil para escribir una única frase. Abrí una nueva que titulé Espacio mental y apunté: «Ya no recuerdo en qué pensaba antes de pensar en ti». Y asumo ese espacio ahora ocupado como un terreno que se ha construido con tranquilidad y con ganas, a base de miradas, preguntas, brindis, conversaciones que no pensé que podría tener y despertares en los que me pego a tu espalda después de estudiar brevemente si hoy puedo hacerlo o no (a veces fallo, lo sé, estoy trabajando en ello).

Tal vez esa falta de tiempo me hizo ir sin prisa, aunque suene contradictorio. Estos meses ese pensamiento ha acudido a mi mente en varias ocasiones, y, aunque puede que sea cierto, no quiero dejarlo todo en mis manos y quiero también darte el mérito que te mereces en esto. Creo que en algún momento empezaste a ser capaz de observar mis engranajes, unos engranajes que ahora giran en un sentido que parecía que habían olvidado, y que van poco a poco, sin perder un paso pero sin apresurarse para que uno se atasque y haga que el resto dejen de funcionar. Esa quietud de las pizzas entre semana y los ratos en el sofá con Café o en tu cama con Perdidos han sido perlas robadas a un tiempo tormentoso, salpicado de angustias y deberes por hacer.

Hoy me he preguntado si eso es sentir esa paz que me dijiste. Creo que sí. Es extraño quererte sin ansiedades ni pesares, porque creo que nunca he podido empezar a querer a alguien así. No nos han educado para ello, y esa ausencia de latigazos podría parecer una señal de alarma, pero no lo es. Ahora mismo te recuerdo y siento el sosiego de llegar a la orilla después de pelearse con un mar embravecido. Tengo tu imagen en mi cabeza, achinando un poco esos ojos castaños y oscuros que destellan cuando te ríes, mirándome con algo de seriedad y simplemente diciéndome: «Con calmiña».

martes, 5 de agosto de 2025

Las Sillas.

Cualquier persona que sienta o haya sentido en su vida temprana cierta introversión o timidez coincidirá conmigo en el pequeño atisbo de terror que se siente cuando, en el contexto de comer o cenar en un grupo más o menos grande, llega el momento de elegir una silla para sentarse a la mesa. Al menos en mi cabeza se suele crear una radiografía instantánea del instante y de las posibilidades que pueden sucederse. El orden por el que entramos al restaurante si el espacio es estrecho y solo se puede caminar en fila india determinará la capacidad de elección del asiento. También con quién estuviera hablando justo antes, porque no voy a separarme bruscamente sin explicaciones. ¿Podré sentarme cerca de aquellas personas que siento más seguras, con las que sé que voy a estar tranquila? ¿O me tocará en el extremo opuesto de la mesa y tendré que esforzarme con energía extra para estar a la altura de las conversaciones y resultar una persona lo suficientemente interesante?

El otro día, sentada en una terraza de una placita de Tarragona, evoqué esta anticipación distanciándome de ella. Pensaba en todo esto poniendo el foco en la certeza de que con ellos ya nunca me pasa. Me da igual dónde sentarme. No importa cuál sea la silla que me toque, porque sea la que sea sé que voy a estar bien.

No me veo obligada a hacer cuentas mentales ni dar pasitos cortos para ralentizar el ritmo e intentar manipular el azar, porque de alguna manera hemos conseguido ser un grupo más o menos grande y encontrar una sintonía común que nos hace sentirnos en calma. Todas las conversaciones estarán bien, elegiremos la comida sin fallo, y si alguien tiene que moverse de sitio será para compartir un plato vegetariano o una botella de vino blanco (o tres) con mayor facilidad.

Es uno de esos detalles nimios, con apariencia de intrascendentes, que de repente cobran significado dentro de mí y completan el sentido de lo que llevo tiempo sintiendo. Les contaba a Johnny y a Luis, poco después de comentarle lo mismo a Juan, que cada vez que nos juntamos siento antes la sombra de la tristeza de separarnos. No como algo que me amarga o que apaga las horas que todavía nos quedan por exprimir, sino como un pensamiento que convive con la certidumbre de que estar con ellos reinicia mis sistemas, pone todo lo importante en su sitio y refuerza cada red interna a la que me agarro cuando no me queda otra que caminar por el borde del precipicio.

«El año pasado, si no hubiera sido capaz de apreciar todo lo bueno que tengo, en lo que entráis vosotros, me habrían tenido que venir a buscar al fondísimo del pozo», le dije a Luis en un momento a solas, cuando Johnny se había ido en busca de un baño. Es sobrecogedor tener un espacio donde pararse a descansar cuando tienes cosas que celebrar y también cuando tus mecanismos están asediados por el dolor y la pesadumbre. Es una suerte que ese espacio dé igual, porque lo importante es que está compuesto por personas con las que charlar largamente de sobremesa, tumbarte al borde de la piscina, hablar en la barra de un bar con la música amortiguada por las palabras, a las que besar antes de ir a dormir lo poco que podamos o alcanzar en la orilla del mar mientras amanece para mojarnos los petetes.

El mediodía iba cayendo con la lentitud de un domingo de vacaciones, mientras las moscas nos asolaban debajo de ese árbol y yo observaba a mis amigos elegir el plato que pedir, hablar entre ellos y reírse como lo llevábamos haciendo desde el jueves. Y yo solo pensaba en que ya no me importaba en qué silla me tocaba sentarme; cualquier hueco iba a ser a su lado y eso significaba que en ese espacio de tiempo, a pesar de las heridas que podamos albergar dentro, todo iba a estar bien.