viernes, 24 de enero de 2014

Elegí tener una vida que me perteneciera sólo a mí.

Tengo una vida. A veces me estresa e incluso puede hacer que me sienta agobiada, pero tengo una vida. De vez en cuando se me juntan los ensayos de teatro con las prácticas de la universidad, algún reportaje al que le quedan las últimas pinceladas, unas fotos que tengo que retocar, las clases de francés o la llamada que le debo a una amiga. Por eso puedo llegar a agobiarme, pero, ¿no sería horrenda la total ausencia de todas esas cosas?

Tengo una vida. Como también la tenía cuando decidí irme a Irlanda con una beca porque si no no habría podido vivir en Dublín durante casi un mes y volví con el espíritu nuevo. También la tuve cuando una agencia de noticias me contrató como becaria y pasé el verano aprendiendo y recorriéndome ruedas de prensa. Cuando ahorré para comprarme una cámara. O cuando tomé una de las decisiones más difíciles de mi vida y me quedé un año más en la capital. 

Tiene tantas cosas buenas como malas. ¿A quién le podría gustar trabajar en algo que no es lo suyo, perdiéndose en los almacenes subterráneos de un Alcampo para montar un stand de cartón y pintándome la raya y los labios sólo porque debo ir así a trabajar? Pero, meses después, pude coger un avión que me llevó a Manchester y de ahí al oxígeno del norte. Porque así lo quise.

Escogí tener una vida en lugar de refugiarme en el rencor y el desencuentro constante. Decidí sacudirme el polvo de tristeza y comenzar una vida, la mía pero otra, y encaminarla para que no pudiera volver a tropezar dolorosamente. O, al menos, no de la misma manera. En esta vida que tengo, puedo mirar atrás sin arrepentirme y sin espantar a la sombra que me sigue a todas partes, cosida a mis zapatos como siempre.

Podría arrepentirme de esos tres años que entregué a alguien que no lo merece, pero tengo la claridad suficiente como para saber que ese tiempo me hizo ser como soy ahora. Y no me arrepiento de la persona que soy. Porque reflejados en los pozos de mis ojos veo a los míos; ellos también son parte de lo que soy. Porque al igual que tengo una vida, elijo quién entra en ella. Y quién se queda. Como aquellos que van a recorrer metros o kilómetros sólo para conocer una parte tan esencial de mi existencia. A ellos podré mirarlos a la cara y saber que su sonrisa es sincera.

No podría imaginarme sin mis pasos apresurados a un ensayo de Ícaro, o sin las cervezas de después, las risas cuando alguien espera hacerte llorar, el cielo de Madrid o el viento inigualable de Zaragoza. Porque todo eso es mi vida. Sólo soy yo quien puede decidir si convierte en mofa un intento frustrado de sufrimiento infligido o si alguien duerme esta noche en mi cama.

En lugar de quedarme en el hastío y en culpar al universo de un complot contra mi felicidad, decidí que -tal vez- era yo la que debía hacer algo. Por eso lo hice. Elegí tener una vida que me perteneciera sólo a mí.

martes, 21 de enero de 2014

(Se seca una lágrima)

JULIA: ...Siento asco de mí. Sé todo el daño que os he hecho y siento asco de mí.

(Silencio. Pitidos largos. JULIA se pone de pie frente a la ventana.)

TINA: Me parece que ha llegado el momento.

Versos amebeos.

                 II

He aquí que, tras la noche,
llegas, día.
Golpea hoy con tu gran aldaba de luz mi pecho,
entra con todo tu espacio azul en mi corazón
    ensombrecido.
Que levanten el vuelo los pájaros dormidos en mi alma,
que llenen con su alegre griterío la mañana del mundo,
de mi mundo cerrado
los domingos y fiestas de guardar
secretos indecibles.

Hágase hoy en mí tu transparencia,
sea yo en tu claridad.
Y todo vuelva a ser igual que entonces,
cuando tu llegada
no era el final del sueño,
sino su deslumbrante epifanía.

                                                                           ÁG.

miércoles, 15 de enero de 2014

Colinas.

- Te pasas el tiempo quejándote de una vida normal, y, cuando por fin eso cambia, rechazas lo que te está ocurriendo. Es curioso, ¿no?

Arturo contemplaba a su amigo Andrés con expresión seria. No supo muy bien cómo reaccionar, así que se limitó a poner su mano en la espalda de Andrés, y esperar a que siguiera hablando. Pero no volvieron a salir palabras de la boca de su amigo, quien se había quedado con la mirada perdida en un punto fijo, arrasado por el torrente de los recuerdos actuales, esos que ocurren en el momento preciso en que se piensan, y ante cuyo acoso nadie puede hacer nada. Sólo tragar saliva.

- Ya no puedes hacer nada, Andrés. No te machaques por eso...
- No es justo, ¿sabes? Quiero decir... ya sé que no debería lamentarme... que preguntarme si es justo o no, pero...

Entonces es cuando Andrés rompió a llorar. Sus hombros comenzaron a convulsionarse y Arturo lo notó en su abrazo. Los sollozos ahogados en seguida se conviertieron en un llanto desesperado que Arturo no sabía cómo parar. Andrés se tapó la cara con las manos, fuertes, a pesar de su aspecto trémulo.

- Pero, ¡no es justo! - continuó con la voz entrecortada colándose a través de las rendijas que dejaban sus dedos. - Somos gente buena, no hacemos daño a nadie, tenemos una vida normal, sencilla, y sin embargo...

Arturo intentó calmarlo pero fue inútil. Se inquietó ligeramente por si estaban armando escándalo pero al segundo decidió que no tenía importancia, que había cosas más importantes que una tranquilidad perturbada cuando en sus manos se estaba deshaciendo el corazón de un amigo y se sentía incapaz de remediarlo. La vida a veces dicta pruebas que pillan a uno desprevenido incluso cuando se tratan de algo tan cotidiano y tan real como la muerte.

A Arturo nunca le había gustado la muerte. Cuando tenía cinco años su abuela paterna había muerto de un infarto y después de que unos trescientos tíos lejanos le revolvieran los rizos morenos y casi socavaran su cráneo decidió que cualquier velatorio se parecía más al recuerdo de un circo que al de un ser querido. Sus padres no le dejaron ver el cadáver de su abuela pero años después sigue prefiriendo no verlos porque no quiere que la garra de la dama de negro distorsione el sonido de la risa de esa persona que él atesora en la memoria. Se sentía preparado para la muerte, para afrontarla. Sin embargo, para Arturo había algo peor que la muerte que estruja el alma: aquella que no destroza el alma propia, sino la de alguien cercano. Nunca sabía cómo manejar esas situaciones. ¿Cómo se podían poner palabras a algo tan visceral, tan básico, tan natural, contra lo que no se podía hacer absolutamente nada? ¿Qué sensatez cabía? ¿Qué consuelo? 

Por eso él siempre quería estar solo cuando algo así ocurría; para que nadie tuviera que encargarse absurdamente de él. Pero aquella mañana su teléfono había sonado y la voz helada de Andrés no le hizo dudar ni un minuto. Así que allí estaba. En un circo más, sin rizos morenos porque ya no llevaba el pelo largo, pero con la misma sensación de deshumanización que le había embargado cuando solamente tenía cinco años.

Andrés ya se había calmado un poco mientras Arturo rememoraba todo esto. Los dos amigos estaban sentados en un banco cercano a las puertas de cristal negro del velatorio. Era una inusualmente soleada mañana de diciembre, y en ese sol que apagaba un poco el frío del invierno Andrés quiso ver en vano una señal de aliento. ¿Cómo iba a continuar su vida normal así? ¿Cómo se sale adelante cuando pierdes la mitad de tus adentros? En los ojos azules de Arturo clavados en él con preocupación supo leer, a pesar del Valium, que sabía lo que estaba pensando.

Como guiadas por el hilo de los pensamientos de ambos, las puertas mortecinas del complejo se movieron y de ellas salió corriendo una figura menuda y nerviosa, de apenas un metro, que saltó sobre Andrés y clavó sus pequeñas garras en su espalda para que nadie pudiera llevárselo de ahí. Andrés rodeó su cuerpo con un brazo y con el otro se secó las lágrimas del rostro mientras Arturo se apresuraba a darle un pañuelo de papel.

- No te encontraba... No te encontraba y tenía miedo, papá. No me dejaban venir a buscarte.

Andrés lo abrazó con una fuerza mayor y en ese gesto encontró una fuerza bien conocida que lo ayudó a ponerse en pie. Le hizo un gesto a Arturo pero éste le dijo que entraría más tarde, que fueran ellos por delante. La expresión de los dos amigos se unió momentáneamente por una medio sonrisa y Andrés se alejó con su hijo. Se quedó unos minutos con la vista fija en el verde brillante de las colinas y no supo si la visión era esperanzadora o siniestra. Definitivamente ese no era su sitio. Arturo se frotaba las manos de manera mecánica para entrar en calor sin poder dejar de contemplar ese brillo casi fantasmal. Pero el frío estaba adentro, más adentro.

(...)

lunes, 13 de enero de 2014

Hace ya demasiados años conocí a Ángel González. No sé adónde iría, pero el caso es que él estaba apoyado en el cristal del autobús. Fue el primer poema que le conocí, en un folio pegado a la ventana con un dibujo que ya no logro ver en la memoria. Recuerdo que me sorprendí por que el ayuntamiento de Zaragoza hiciera algo que promoviera la cultura. Leí el poema y lo guardé. Y aquí sigue. Sigue en parte para hacerme ver cómo depende la percepción de lo que siente uno mismo, así como de cómo es en dicho momento. La mindundi adolescente y enamorada que cogió ese autobús hace años leyó Amor en las palabras de Ángel González. Cómo iba a leer otra cosa, claro, si en aquella época la pobre tenía que amar por dos, ante el pasotismo y la incompetencia del otro. Todos hemos sido jóvenes, muy jóvenes, y todos hemos cometido amargos errores cegados por la ilusión y la mentira. Hoy, sin embargo, leo otras cosas. Más que Amor leo Pasión y Lujuria, Frío, Represión y Soledad. Y me leo a mí. Una Elena de otro tiempo.


Inventario de lugares propicios al amor

Son pocos.     
La primavera está muy prestigiada, pero
es mejor el verano.
Y también esas grietas que el otoño
forma al interceder con los domingos
en algunas ciudades
ya de por sí amarillas como plátanos.
El invierno elimina muchos sitios:
quicios de puertas orientadas al norte,
orillas de los ríos,
bancos públicos.
Los contrafuertes exteriores
de las viejas iglesias
dejan a veces huecos
utilizables aunque caiga nieve.
Pero desengañémonos: las bajas
temperaturas y los vientos húmedos
lo dificultan todo.
Las ordenanzas, además, proscriben
la caricia (con exenciones
para determinadas zonas epidérmicas
-sin interés alguno-
en niños, perros y otros animales)
y el «no tocar, peligro de ignominia»
puede leerse en miles de miradas.
¿A dónde huir, entonces?
Por todas partes ojos bizcos,
córneas torturadas,
implacables pupilas,
retinas reticentes,
vigilan, desconfían, amenazan.
Queda quizá el recurso de andar solo,
de vaciar el alma de ternura
y llenarla de hastío e indiferencia,
en este tiempo hostil, propicio al odio.
Ángel González

jueves, 9 de enero de 2014

La escritura me ha dado muchas cosas; algunas buenas, otras no tan buenas, otras engañosas, otras curiosas. Cuando uno escribe para que alguien lo lea suele entusiasmar el hecho de que alguien responda que el texto le ha ayudado o se ha sentido identificado. Pero lo que nunca podría haberme imaginado es que la escritura me iba a dar unas palabras de aliento de alguien que se hizo llamar, sencillamente, Anónimo. Entonces se convirtió en El Anónimo de mi espacio. Meses después dirigí unas palabras exclusivamente a él, con la esperanza vaga -porque era poco probable-, de que me leyera y lograra saber quién era.

La magia existe y por eso acabé conociéndolo. A El Anónimo de mi espacio. Y años después he reído y llorado con él, se me ha cargado a la espalda en muchas ocasiones, le he dibujado, he compartido cafés, sonrisas y cervezas, nos hemos distanciado, pero... Pero siempre vuelve. Siempre volvemos.

Por eso quería interrumpir la línea habitual que sigue este espacio. Porque fue a través de la palabra como te encontré (aunque más bien me encontraste tú a mí) y vas a estar siempre ligado a ella, de una manera u otra.

Felices 24, Anónimo -amigo- de mi espacio. Esta sonrisa es tuya (aunque es infinitamente mejor tu sonrisa de payaso).


viernes, 3 de enero de 2014

Time can bring you down
Time can bend your knees
Time can break your heart
Have you begging please,
begging please.

lunes, 30 de diciembre de 2013

I.

Claudia se sentía intranquila. Introdujo tres veces la cucharilla en el tarro de azúcar y dejó caer el polvo blanco en el café repitiendo el gesto de manera mecánica y distraída. Mientras le daba vueltas a la mezcla edulcorada sentía que la cucharilla socavaba su propio pecho. Claudia volvía a notarse ese agujero que se extendía de entre sus clavículas a su estómago, y no quería beberse el café porque significaría ampararse en una rutina simulada, embustera.

Miraba una y otra vez el reloj de la cocina al tiempo que los minutos eran como bofetadas en sus mejillas temblorosas. Respiraba entrecortadamente, el frío estaba presente en sus manos, no sabía cómo hacer que el tiempo corriera más deprisa. O que se detuviera. Claudia no sabía nada; había vuelto a ese dolor silencioso y confuso que le deja a uno en la estacada, provocando que pierda todas sus facultades medianamente racionales. Tenía miedo, el dolor le traía miedo... Pero también se encontraba muy cansada.

Luis debía haber vuelto hacía una hora. Había salido temprano porque quería jugar un partido de pádel pero una llamada de Pedro, su compañero en los escarceos deportivos, había provocado que a Claudia le oprimiera de nuevo el corazón la garra del desasosiego. Luis no había ido. Pero tampoco había vuelto a casa.

Claudia entonces bebió un sorbo del café remontándose a años atrás, con la misma escena, y pensando que en otras ocasiones una lágrima suya se habría mezclado con ese líquido marrón y despierto. Sin embargo, esta vez ya no había lágrimas ni lamentos porque Claudia estaba infinitamente agotada. Estaba intranquila, porque no sabía dónde estaba Luis, pero ya se había cansado de llorar. Los sollozos nunca habían solucionado nada.

Fue en ese momento de regresión vana cuando se escuchó la puerta del ascensor y acto seguido una llave buscando la cerradura de casa. Claudia permaneció inmóvil, y tampoco se movió cuando por fin la puerta se abrió y Luis apareció en el umbral rehuyendo la mirada de su esposa. No necesitaba ninguna palabra porque el olor que acababa de irrumpir en casa era, por desgracia, el mejor de los testimonios. Luis no dijo nada. Se limitó a esperar unos segundos allí plantado para después ponerse en marcha y dirigirse al dormitorio de invitados. Claudia lo escuchó trastabillar por el pasillo un par de veces. Su mente se llenó de gritos y recuerdos y se vio a sí misma suplicándole a Luis que jurara por sus hijos que no había vuelto a hacerlo y también vio a Luis jurándolo una y otra vez, aunque fuera mentira.

Lo había vuelto a hacer. Claudia escuchó la puerta cerrándose del dormitorio y en el silencio de esa prisión de reiteraciones e insuficiencia se levantó y tiró el café por el fregadero de la cocina. Miró el reloj. Sin decir nada, abrió el grifo y metió los dedos debajo del chorro de agua caliente hasta que lo sintió templado. Sin más, se puso a fregar los cacharros de la cena y del desayuno mientras en su pecho seguía ese latido nocivo. Pum-pum, pum-pum, pum-pum. Claudia llevaba años sintiendo cómo le dolía el corazón.

viernes, 27 de diciembre de 2013

   ...¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo? Me parece que estoy tratando de contar un sueño... que estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor de revuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia de los sueños.
    Marlow permaneció un rato en silencio.
  - ...No, es imposible; es imposible comunicar la sensación de vida de una época determinada de la propia existencia, lo que constituye su verdad, su sentido, su sutil y penetrante esencia. Es imposible. Vivimos como soñamos... solos.
(Joseph Conrad) 

jueves, 26 de diciembre de 2013

Los pasos apresurados de Carlos resonaron en el pasillo como cuando se perturba la paz de un cementerio. Había estado horas dudando acerca de si ir o no al hospital, y al final se había decidido como un loco sintiéndose imbécil por no haber tomado la decisión antes. Por eso corría. Por eso y porque se estaba sintiendo intimidado por el silencio y el aspecto inhumano de aquel lugar.

- Joder, no hay ni dios.

Tenía el número de la habitación adonde se dirigía apuntado en el dorso de la mano y mientras lo volvía a mirar una vez más sus ojos se tropezaron con su objetivo. Vio a María, caminando hacia él con el paquete de tabaco en la mano, y a los segundos sintió sus brazos rodeando su cuello con esa serenidad tan tierna y tan distante. Tan de María.

- ¿Pero por qué has venido, idiota?
- ¿Tú no habías dejado de fumar, flipada?
- Estoy de los nervios. Si no fumo estoy de un mal humor insoportable. Además así me escapo diez minutos con excusa.
- ¿Vas a la calle?
- Qué va, voy a la escalera. Que les den a todos, que parece que hoy aquí no trabaja ni Cristo, lo cual es hasta gracioso.
- Anda, te acompaño.

María lo miró un breve segundo debatiéndose entre el agradecimiento y la intriga. No podía negar que había deseado que alguien viniera y lo habría dicho a gritos en mitad de ese sitio lúgubre y artificial si no se hubiera autoconvencido para mantener la compostura. Guió a Carlos hasta la escalera en ese laberinto de habitaciones, lloriqueos, horas de espera y pitidos rítmicos e insoportables. Una vez allí buscó con manos temblorosas el mechero y se encendió un cigarro mientras observaba el exterior a través de la ventana. Un aparcamiento en mitad de la noche, apenas con coches; María se preguntó si eso sería buena o mala señal.

- ¿Qué tal está tu hermano?
- Bueno, ya sabes cómo es... Se ha ido hace un rato a darse una ducha, y así veía a los críos un poco antes de que se fueran a dormir. No dice palabra, lo lleva a su manera. ¿No has hablado con él?
- ¿Eh? Sí, sí, claro - se apresuró a aclarar Carlos-. Pero por saber cómo lo veías tú.
- Pues ya lo conoces. Sobrevive. Como todos.

No se oía a nadie en el hospital. Eran las doce de la noche de un día extraño.

- Dame un pitillo, anda.

María amagó para acabar dándole el cigarro a la tercera y mientras sonreía le preguntó que si no tenía familia o qué, a esas horas en el hospital.

- No seas capulla. He cenado con ellos, pero estaba inquieto... Quería venir y punto.
- Ay, cacho de pan... Muchas gracias por venir. - Esta vez fue Carlos el que sonrió, pasándole el brazo por encima a María.- Me estaba a empezando a volver loca. Te lo digo en serio. Más días aquí y, en fin...
- Ya, tiene que ser difícil. Por eso quería ve...
- ¿Difícil? No sé, Carlos, y perdona que te corte... No es porque sea Navidad ni moñadas de esas. No sé. Me meto a Facebook desde el móvil o miro Whatsapp y todavía me pongo de más mala hostia. Veo que la gente se queja, se queja, se queja, y me hacen sentir como el culo por quejarme de unas putas navidades en el hospital mientras mi madre se muere porque pienso que si estos gilipollas se quejan y me ponen mala seguramente alguien se ponga malo al ver mis quejas de mierda. Dios.

Carlos no dijo nada porque sabía que María iba a seguir. Cuando comenzaba a soltar todos los monstruos que llevaba dentro era mejor dejarla hasta que acabara exhausta pero tranquila. Había tenido demasiados momentos similares con ella como para conocerla.

- Tío, no sé... ¿Por qué me enfado tanto? Me paso el día enfadada y acabo agotada de todo. Pero es que veo cómo hablan de sus resacas, de la noche de fiesta que se van a pegar, que suben fotos de los platos que había encima de la mesa... Hostias, y encima se quejan. ¿Pero por qué se quejan, Carlos? ¿No estamos en Navidad? ¿No es hoy la puta noche de Nochebuena? ¿Qué más quieren?
- Pero, a ver, María, no te fíes de lo que escriben en Facebook, si ya sabes que la mitad es por aparentar.
- Ya, pero no sé... ¿Tienen que ser más pedantes por que sea Navidad? No entiendo por qué me ponen tan furiosa. Supongo que porque en el fondo me gustaría estar escribiendo las mismas chorradas que ellos y subir una jodida foto mía con una diadema de reno. Yo qué sé... No te rías, coño.
- Me río porque eso no te lo crees ni tú. Tú no eres así de simple.

María pensó unos segundos en las últimas palabras de Carlos e incluso le jodió que tuviera razón. Ella no era así. A ella siempre le habían pesado más estas fechas, era la típica a la que le daba por deprimirse el día 25 de diciembre pensando en la hipocresía de la gente y en por qué no podía pensar en otra cosa y simplemente disfrutar de la familia que le quedaba.

- Carlos, es... es... esta rabia de mierda. - Dio una calada. Paladeó el humo como quien paladea una idea que pugna por romper el equilibrio que uno mismo se ha marcado.- Que me destroza la vida. Te juro... que me la destroza.

Carlos vislumbró el reflejo de la luz de la escalera en un par de lágrimas que corrían por las mejillas de María. Se quedó mirando ese cristal terrenal. En parte entendía a María, entendía su ira, pero no podía compartir esa tristeza de la que siempre se embebía María en Navidad. Era obvio que este año la alegría no podía habitar las paredes de aquella habitación de hospital que llevaba escrita en el dorso de su mano, pero María siempre... Siempre se dejaba enterrar por la pesadumbre. Ella decía que era porque no le gustaba aparentar como había hecho su madre, que le daba pavor convertirse en una autómata sonriente, pero a veces Carlos quería agarrarla de los hombros y agitarla para que despertara y viviera un poco más. Para que dejara de cargarse con las miserias de todo el mundo que le rodeaba y riera un poco más. Solamente un poco más.

- ¿Hace cuánto que conozco a tu hermano, María?
- Pues... no sé-. Se secó los ojos con cansancio-. Desde que teníais veinte años o así, ¿no?
- Sí... Eso creo.
- ¿Por?
- Porque entonces debo de llevar como seis u ocho años enamorado de ti.

En ese momento, que Carlos había dibujado tantas veces en su cabeza, justo en ese momento, a María le dio por reírse.

- ¿Enamorado? Anda, que no tienes cuento tú.
- ¿Qué?
- Pues que qué dices de amor, vamos a ver. ¿Amor? Pues vaya drama de vida, ¿no? Enamorado y viéndome hasta en la sopa.
- Joder, María...
- ¿Te he roto el momento de peli de Hollywood?
- Si lo sé no abro la puta boca.

María apartó sus ojos de la ventana y se volvió hacia Carlos, que ahora evitaba su mirada mientras apuraba el cigarro con el ceño fruncido de disgusto. Entonces lo abrazó colocando su cabeza debajo de su barbilla como había hecho miles de veces desde que no era más que una cría que empezaba a vivir por sí misma. Si echaba la vista atrás y recorría sus recuerdos, los que habían permanecido entre la maraña de vivencias, ahí estaba Carlos.

- No me lo tomo a broma, Carlos - le dijo María mientras notaba cómo le devolvía el abrazo con fuerza-. Creo que lo sabía antes de que me lo dijeras, como creo que tú sabes que también siento cosas. Siempre hemos tenido algo, aunque estuviéramos con otras personas - aclaró al notar que Carlos se había sobresaltado.- Será posible... De todos los momentos que hemos podido tener eliges este, qué original eres, eh...

Carlos la separó un poco de sí y la miró intentando desentrañar sus pensamientos. María solía ser un enigma. Allí, en ese abrazo robado al sinsabor de un hospital, supo por qué le dolían siempre las frustraciones y los dolores de ella.

- Carlos.
- ¿Qué?
- Te puedo besar ahora porque tengo ganas de besarte, y seguramente mañana también las tendré, y el día siguiente y... y si pasa algo... algo malo estoy segura de que querré que estés conmigo, pero...
- ¿Pero qué?
- Ya me conoces. Esto no es buena idea. Ya sabes cómo soy, tú has visto qué les ha ocurrido a los tíos con los que he estado.
- No me jodas, María, qué tendrá que ver.
- ¿Que qué tendrá que ver? Ya dije que no quería volver a hacerle daño a nadie. Si tuviera que escoger a una persona para romper esa promesa, ¿cómo te voy a elegir a ti? ¿Estamos locos? Eres de las mejores personas que tengo, Carlos.
- ¡Pero mira que eres pesada! Ven.
- ¿Me vas a felicitar la Navidad a lo Love Actually?
- ¡A callar!

María se separó entonces de Carlos y lo cogió de la mano mientras su mirada iba de la ventana a la puerta que daba a los pasillos del hospital. Pisó el cigarro que acababa de tirar.

- Carlos, Carlos...
- ¿Quéeee?
- Vamos a la calle mejor, anda. Está prohibido fumar aquí.

miércoles, 25 de diciembre de 2013

Le froid

La Navidad es para las películas, susurró mientras se acomodaba bajo las mantas. La cama seguía igual de vacía que los meses anteriores.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Es la felicidad lo que hoy lamento.

No el dolor verdadero,
que enmudece;

sino esa sutil forma de tristeza
que no es apenas nada
más que ausencia de dicha.
(AG)


miércoles, 18 de diciembre de 2013

- Oye...
- ¿Sí?
- ¿Sabes cómo se siente un pelele?
- No...
- Exacto.
I want you
to be
left behind those empty walls,
told you
to see
from behind those empty walls.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Que uno piense que el amor, por el momento, no es para él no significa que no crea en el amor. Que haya dejado de creer en ese sentimiento tan aislado y tan inherente que parece que te sale directamente del estómago cuando aparece, como si hubiera formado parte de ti desde siempre. No tiene por qué significar que no se pueda ver la esperanza de soslayo en unos ojos en los que el impacto de la luz provoca que los veas como nunca los habías visto antes, a pesar de haberlos observado decenas de veces.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Periodismo.

Ahora es monologuista. De tanto reírse de su futuro negro en la cola del INEM, al final acabaron pagándole por ello.

domingo, 1 de diciembre de 2013


We're all in this thing together
Walkin' the line between faith and fear
This life don't last forever
When you cry I taste the salt in your tears.

viernes, 29 de noviembre de 2013

- ¿Por qué has venido ahora? ¿No habíamos quedado luego?

Se pone una camiseta con torpe rapidez. Es la primera que ha pillado, pero ni le da tiempo a mirarla. Piensa en peinarse un poco pero acaba concluyendo que eso va a provocar que parezca todavía más estúpido. Espera su respuesta mientras le late el pulso en las sienes con ese frenesí de una situación incómoda y que le llena a uno de culpabilidad. Incómodo y lleno de culpabilidad, en eso se ha quedado el orgasmo.

- Ya. Pero prefería venir ahora. Ya me marcho.

Ella abre la puerta de casa y antes de que pueda irse él sale a su paso y le corta el paso.

- ¿Por qué? ¿Pero qué cojones haces?

Ella sonríe ligeramente. Es una sonrisa amarga pero entera. Una sonrisa que no esconde nada.

- Quería ver esa vergüenza. Quería ver cómo la sentías. Así puede ser que la próxima vez que me eches en cara que me tiro a otros mientras intentamos arreglarnos te lo pienses dos veces y recapacites. Y al menos te calles. Porque si tienes dos dedos de frente, y sé que los tienes, sabrás que sé que no puedes exigir nada que tú no quieres ofrecer. Ahí está tu problema. En que crees que no tienes dueño pero que, ante todo, sigues siendo el mío. Cuídate. Y mis cosas puedes quedártelas-. Rápido vistazo. - Incluida esa camiseta; te queda a ti mejor.

Y se va. Él, perplejo entre el salón y la cocina, se rasca la cabeza mientras en su pecho se va abriendo un vacío hondo, lacerante, implacable. De su ensimismamiento lo saca otra voz femenina; esta segunda proviene del dormitorio.

- ¿Qué ha pasado? ¿Qué quería esa loca?

jueves, 28 de noviembre de 2013

Soy piel y huesos. Soy una sonrisa burlona devuelta por el espejo. Un aliento más, el pecho hinchado de vacío. Soy un fracaso que duele. Un fracaso que enseña. Soy la penúltima nota de un violín que arranca desde sus cuerdas una melodía rota. (No) soy la chica de 15 años que se enamoró casi sin razón y respiraba pasión en el invierno más frío. (No) soy la chica que se enamora. Soy los resquicios de lo que algún día fui. (Cómo pude ser) así. Soy algo diferente, evolucionado, envejecido, desganado. (Ya no) soy esa chica. Soy la misma piel y los mismos huesos. Soy la incredulidad de quien ha sentido el sufrimiento en el estómago y la tristeza profunda agazapada en lo más primigenio, sin que quisiera marcharse. Soy un verano negro y de lágrimas. Soy las cenizas de las que volví a nacer. (Todavía) soy esas cenizas barridas debajo de la alfombra más gruesa. Soy resignación, ausencia de paciencia, ausencia de impaciencia. Soledad, ansias de viajar, independencia. Soy el silencio de quien no tiene que darle explicaciones a nadie. Soy aquella que camina rápido con una maleta y que no quiere que venga a recogerla nadie al aeropuerto. Soy la que sonríe por amabilidad aunque sea un día de mierda. (Ya no) soy Tina Leone. Soy otra ilusión que parece diluirse. Soy ese espejo. Esa chica que me mira desde el otro lado. (Ya no) esa chica que me mira desde el otro lado.

Soy ausencia de carne ahora, hoy, en este segundo. De espíritu. De alma. De esperanza. Sólo piel y huesos.
Y juras otra vez que no quieres volver
a despertar muerta de sed
y con un puñal hundido en el pecho.