jueves, 29 de noviembre de 2007

Los suspiros se entremezclan con las ganas de pedirle que eleve la voz. Que sus palabras se tornen ensordecedoras y sorprendan provocando manos raudas que corran veloces a tapar oídos para seguir viviendo en la más triste y, al mismo tiempo, feliz ignorancia.

Creer que es suficiente con cerrar los ojos mientras se nota el olor del élixir de las venas, peligrosamente lejano, ahogando cualquier resquicio de cordura y consciencia que antaño luchaban por vencer las barreras y rebelarse en una danza poco atractiva pero necesaria.

Parece que se ha ido. O que los ojos dictan que su ausencia es palpable y no se le echa en falta. Parece que la luz va tiñendo de dorados la frente de aquel que descansa vencido por el vaivén hipnótico de una respiración acompañada de sueños. Esos dorados se enfrentan al gris que va legando la tarde, envolviéndose en una relación íntima e inevitable, mientras el amor y el odio son compartidos a partes iguales como el cuerpo y la mente, condenados a ser uno solo a pesar de que muchas veces se repulsen por sus diferencias y se amen hasta lo absurdo por la fascinación de las funciones de cada uno; es en estos momentos de disputa cuando Alma se toma la licencia de infundir tranquilidad.

Parece, de nuevo, que se marcha pero esta vez con voluntad propia. Se lleva las mantas que protegían a ese corazón del frío, así como esa mirada que irradió luz no hace mucho. Se marcha y se nota su falta aunque en realidad se sepa que jamás ha estado allí. Se lleva una parte de ti y lo único que queda es esperar a que te sea devuelta, mientras se aguarda con la expectación palpitante y aferrándose a la ilusión de que esos incorpóreos labios no hayan olvidado el movimiento que provocan las sílabas de ese nombre.

Pero se marcha y se sigue deseando que los susurros corran libres a entremezclarse con el aire. Se marcha y olvida que su bálsamo es lo esencial para que los suspiros escapen y se lancen tras su rastro. Una vez más, se comprueba que Inspiración es demasiado caprichosa como para que dispongas siempre de ella, aunque cuando sus caricias llegan a llenarte de calma, todo lo dicho anteriormente queda subsanado. Y, por fin, suspiras.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

El Otoño me trae ganas de desgarrame la piel en llanto. De sofocar mis inquietudes gritando en mitad de un lugar que no roce los oídos de nadie, haciéndole saber al vacío que mi voz y la decisión de seguir prevalecen por muchos árboles e ilusiones que vayan quedando desnudos.
El zierzo que esta estación me trae corta mis labios y me ensancha el alma cuando me enervo porque sus susurros alborotan mi pelo de una manera incontrolable. Pero me acaricia la piel por debajo de las ropas que me protegen del frío, consiguiendo que me sienta suya y que arrastre la incertidumbre que está encadenada a mi tobillo izquierdo. Esa incertidumbre misma que regresa a mí cuando el viento se topa con la puerta y el calor gobierna mis mejillas y me incita a cambiarme rápidamente de ropa. Allá queda el cierzo, mi zierzo, colgado en el armario, en la puerta de la derecha, con el abrigo que me acompaña en las tardes de escapismo.
Contemplar el Otoño, sin disfrutarlo, me trae ganas de desgarrarme la piel en llanto. Y más aún si esa satisfacción también me es negada, si tengo que bajar los ojos de nuevo a esa hoja cuadriculada y olvidarme de que el Otoño toca en mi ventana con nudillos envejecidos pero fuertes, resistentes.
Es el silencio que apacigua las tardes - que no mis entrañas - el que se burla de mis anhelos de Otoño. Porque quiero por fin que me posea y salga al exterior en forma de surcos transparentes que tiemblen con la luz del atardecer. Que cumpla esas ganas.
Porque quiero gritar y no ser oída pero sí escuchada. Porque, de nuevo, necesito esconderme de esta prisión de obligaciones, de promesas a una misma que acaban por astillarse y clavarse debajo de mis uñas. Una tras otra. Esperando que con el dolor recuerde que esperan ser cumplidas.
Porque le pido a Otoño que venga y me desgarre la piel en llanto. Pero que me acune. Que me abrace mientras, a poder ser.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Al acercarte podías sentir que sus aguas eran de un extraño azul que creías cristalino, pero si te aventurabas hasta casi rozarlas te dabas cuenta de que de cristalinas tenían poco: un tono gris te hacía creer que lo que se escondiera en aquel fondo no merecía la pena. Pocos eran los que decidían, aún ahuyentados por su apariencia, surcar la superficie de esas aguas con las yemas de los dedos. Pocos, que no nadie. Esos pocos que decían ser los más valientes, los más decididos a romper la monotonía y la inquietante quietud de ese lago cenagoso.
Cuando tenías la certeza de que lo habías conseguido, el nudo de tu alma se desataba en alivio y decías que, ahora ya, no era importante que el agua helara las entrañas o te encendiera los ojos. Algunos de esos pocos valientes se iban con la alegría de haberlo conseguido pero, no obstante, sin dejar la marca íntima que el lago necesitaba para contarlo entre sus recuerdos. Muchos se iban, pero otros no. Esos otros que miraban con recelo hacia atrás intentando que nadie los observara en su osadía.
Era entonces, y sólo entonces, cuando las aguas se revolvían de la excitación de sentirlos. El gris se abría para dar paso a parte de los secretos que escondían, dejando atónitos a aquellos, a esos algunos de esos pocos, que habían sido vencidos por la inercia de arriesgarse. Unos huían ahora que estaban a tiempo, los pocos que quedaban, en cambio...
En cambio se convertían en parte de esas aguas, de ese lago cenagoso que despertaba recelo y desconfianza en los que bordeaban sus orillas. Sin saber si su cuerpo seguía allí o no, sin percatarse de que el fondo cada vez quedaba más y más cerca.
El lago había decidido mostrarle todos sus secretos, arriesgarse él esta vez. Aunque ello implicara desnudarse y dejar a la vista lo vulnerable de sus adentros. Porque el gris de sus aguas se apagaba para dar paso al cristalino de sus pensamientos, de todo lo que intentó guardar antaño y que lo libera. Lo libera. Y se enreda en esos cuerpos que han caído en su trampa, aun sin trampa alguna en la que caer, y se sorprende de que hayan decidido encontrarse con él. No como esos otros, esos muchos.
Las aguas vuelven a cerrarse y el metálico se adueña de ellas. Nadie lo ha visto, parece ser. Parece ser que esas aguas aguardan tranquilas y en total quietud. Dispuestas a que alguien las ayude a liberarse.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Creo que ya es la hora.
La hora de que tú y yo nos sentemos a hablar de una jodida vez. Sí, mírame, no me vuelvas la cara como haces siempre. Como siempre me dueles y me dejas a solas con mis pensamientos punzantes. ¿Me escuchas? Quiero que nos digamos todas las verdades aunque acaben mordiendo, al fin y al cabo es lo único que te pido directamente cuando en verdad te debería mandar a tomar viento, ¿no te parece?
No sé si tú tendrás temor pero yo, ahora mismo, estoy muerta de miedo. He decidido enfrentarme a ti, sí, pero eso no quita que se me anude la garganta. Aunque, qué coño, quiero que me tengas delante, a ver si así te atreves a meterte en mi alma y turbarme otra vez, arrasando las ilusiones a tu paso. ¿Vas a atreverte o quizás huyas de mí como intento yo en vano contigo?
No es justo, al menos eso creo. Sigues presente en mí cuando menos te necesito, cuando haces falta pero tu arrogante mirada se me hace insoportable. Déjame de una vez, déjame. Quiero evitar tus envenenadas caricias en mi espalda, recorriendo mi columna, la línea de mi existencia. Que tu risa no vuelva a mezclarse con mis lágrimas, jamás. Expulsarte siempre, siempre, siempre. No necesitar volver a pronunciar la palabra siempre refiriéndome a ti.
Porque, ¿sabes?, no sé cómo puedo odiarte. Y amarte, a partes iguales. Odiarte porque sé que tienes razón, que me asaltas cuando bajo mis defensas, aprovechándote. Te tengo rencor, ¿para qué esconderlo? Es la puta verdad. Y ya he dicho que hoy sólo quiero verdades. Y una de ellas es que te odio por cierta, por dolerme, por amarte. Amarte porque son tus gestos y tu trato lo que me hace levantar la cabeza y seguir adelante, al darme cuenta de que tus provocaciones no superan las ganas que tengo yo de superarte a ti.
Mírame, deja que vea tus ojos. ¿Son lágrimas o es el reflejo de las mías? Cada vez que nos encontramos acabamos igual, atrayéndonos de un modo incomprensible y que hace arder mi calma, mis sueños. Escúchame, pues es a ti a quien me dirijo.
Quiero que me hables aunque duelas.
Háblame, Frustración, dime por qué me llevas con dulzura de la mano para acabar clavándome las uñas.

sábado, 10 de noviembre de 2007

Ya ni se sentía tiritando. Su cuerpo entero se convulsionaba de una forma inhumana pero ella hacía mucho rato que no era consciente de sus temblores. A decir verdad, no sentía absolutamente nada. Era como si su cuerpo hubiera decidido dejarla ir y así hubiera sido. No era capaz de moverse. Ni siquiera sabía si estaba respirando o no.
Poco a poco, iba introduciéndose en un sueño temible a la par que reparador. Luchaba para que sus párpados no se cerraran, pero el calor iba aumentando conforme cerraba la persiana de sus ojos y se concentraba en la negrura que le esperaba en su interior. Era curioso que estuviera alejándose tan vertiginosamente de la realidad pero que siguiera siendo consciente de todo lo que se arremonilaba en sus adentros. Sus pensamientos iban pesando como argamasa, pero seguía luciéndolos. Y por ello el miedo la acuchillaba. No podía pensar en otra cosa. Tan solo, miedo.
La luz iba volviéndose opalina, como su piel.
Un recuerdo iba tomando forma en su mente, llenándola de un calor contrarrestante con sus dedos rígidos como témpanos de hielo. Se acordó de unos dedos derrochando fuego que acarciaban sus labios agrietados, mientras una voz melodiosa la mecía, incitándola a tranquilizarse pero que en verdad lo que intentaba era que el temblor de sus sílabas desapareciera para que ella no se percatara. Rememoró unas manos duras que la sacaban de allí con angustia, como si temiera que el cuerpo de ella fuera a desquebrajarse por momentos. Añoró sonrisas, pues no había ni una sola en esa visión gastada que iba cubriéndola por dentro. Siguió alimentándose de ese recuerdo hasta que la oscuridad fue haciéndose palpable y se sublevó del todo. Lo último que logró recordar fue el tacto cálido de gotas de agua salada que se derramaron en sus mejillas. Se sintió turbada hasta que comprendió que las lágrimas no eran suyas, sino de aquel ser que se arrodillaba junto a ella en su recuerdo. Entonces cayó en la cuenta de que era la realidad misma lo que se le había antojado como una acción ya pasada.
Y, sólo entonces, comprendió que la muerte se colaba entre sus entrañas, invitándola al viaje eterno. Y cálido. Ante todo, cálido.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Vosotros, los que leéis, aún estáis entre los vivos; pero yo, la que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Y es esa profunda certeza la que me oprime el pecho y hace que los suspiros expiren en mi boca. Voy a morir. Lo sé. Y escribo esto por si dentro de muchos años, cuando mi cuerpo no sea más que cenizas enjauladas en podredumbre y ya nadie conserve mi rostro en sus despreocupados recuerdos, alguien decida leer y sea precavido. Que no le pase lo que a mí. Que no crea. Que no enloquezca.

La lluvia golpea con rencor en la ventana que cubre mis temblorosas espaldas, invitándome a descorrer la cortina y que mis lágrimas de horror se mezclen con la tormenta. Pero no puedo, pues mi tiempo se agota y temo que estos latidos que rasgan el silencio y van a hacer explotar mis tímpanos decidan tomarse una tregua y me abandonen. ¡Igual que hizo mi cordura tiempo atrás! Si pudiera surcar los pantanos de mi mente y recordar tiempos en los que dormía tranquila...

Allí está. Noto su presencia y parece que me llama. ¿Cómo adivinó mi nombre? Me pongo a tiritar cuando oigo ese seductor susurro de nuevo colándose entre mis entrañas. Tengo miedo. Un miedo tan puro y tan exultante que sé que va a ser mi último miedo. El más feroz, el más horrendo, el que me arrebate la vida.
Escucho su llamada de nuevo. Me quema, ¡me quema! Y me trae retazos del recuerdo de la primera vez. Qué alma tan inocente. Qué sonrisas tan dulces sabía dedicarle a los demás. Y ahora, los labios agrietados y cicatrices candentes danzando en mi piel, espero el momento en el que el tic-tac que rige mi existencia se agote.

Me llama. Los golpes de esa voz me aprietan la garganta. El frío es palpable pero su presencia me quema. Y se acerca. Lo noto. Lo sé. Igual que sé que estas palabras van a ser mis últimas. Ya noto su aliento en mi nuca. No puedo moverme: temo que si lo hago me clave los ojos, arrancándome el corazón de un soplido. Puedo notarlo leyendo por encima de mi hombro. Las sílabas me astillan, no tengo control sobre mí. ¡Me quema, me quema!

Ya es tarde. La sangre se agolpa en mis sienes. Temo que pose su mano en mi hombro. Ya no susurra mi nombre, pero sigue ahí, disfrutando de mi inercia, de mi miedo. Miedo. Jamás pensé que podría acuchillarme de esta forma.

Ya no llueve. El exterior aparece en calma. Ha dejado de llover igual que se han secado mis lágrimas. Voy a morir. Y sola, loca, sola. Quiero lluvia que me apacigüe pues su presencia me quema, me quema... Pero es tarde. Y ahí está. Aguardándome.

[En cursiva, palabras de Edgar Allan Poe]


PD: Cágome en los dobles intros ¬¬