Al fin y al cabo lo último que nos queda somos nosotros mismos. Dueños absolutos de todo lo que nos concierne, jamás va a conocernos nadie tan bien como nos conocemos nosotros, pese a que veces nos resultemos completos desconocidos. Sé que siempre insisto en el tema, pero es que me parece profundamente fascinante: nosotros, nuestro yo y nosotros mismos, condenados a vivir el uno con el otro para siempre. Es lo único que considero eterno dentro de este tiempo limitado que nos ofrece la vida. Porque, después, ya se verá.
Por eso mismo, no seríamos nosotros sin nuestras cosas. No sería yo sin mis olvidos o mi masoquismo consentido respecto al hecho de darle mil vueltas a las cosas. No sería yo sin mis arrebatos de egoísmo que odio, y que odian, y tampoco sin mi mala hostia momentánea, que a veces brota de repente y otras va escalando mi espalda hasta que enciende mi lengua con su calor envenenado. ¿Qué me queda, entonces, sin todo lo que me define? Sin todo lo que me rodea y que es sólo mío.
Tampoco sería mi persona, o sea, yo, si no estuviera metida en esto que me parece un agujero del que quiero salir pero en el que sólo consigo hundirme más y más. Porque, como sabemos, el tiempo se agota, y más el tiempo de esta etapa que me está conduciendo a un final inminente, y que me pide a gritos una decisión. No sería yo sin mis dudas ni mis equivocaciones, sin este miedo que siempre crece cuando me quedo demasiado en este rincón de mis pensamientos. Qué voy a hacer, qué me va a servir, qué me va a gustar, cómo puedo saberlo.
No sé. Pero sí sé que de ninguna de las maneras sería yo sin el estremecimiento de desesperanza que siento cuando el arte me llama, me llaman las tablas de ese escenario y las frases subrayadas en amarillo, y oigo de nuevo que eso es algo secundario, que lo primero es lo primero y que con el teatro no se va a ningún sitio. ¿Y si no tengo claro qué es exactamente lo primero? ¿Y si me duele que me duelan sus palabras? Porque esto empieza a ser un lastre demasiado pesado para mis pasos.
Por eso me enciende tanto que decidan por mí, que sientan por mí, que hablen por mí, que actúen por mí. Que escuchen mis oídos palabras que describen lo que me pasa adentro, y yo tenga que guardar silencio, sin estar sentada en ningún diván ni haber aflojado el dinero para escuchar eso, cosa que me parece absurdo si me permitís el apunte. No puedo soportarlo. Porque soy la única dueña de mis tormentas y mis calmas, y no hay más. Nadie escarba en mis adentros porque no puede, al igual que yo no puedo escarbar en los de otro. Si acaso siento a alguien que se mueve dentro, pero que si está ahí es precisamente porque mi cuerpo, mi ser, se lo permite. Y sé que no hablará por mí si no lo ve necesario.
Me dejan destrozada estas reflexiones que no sirven de nada, tan solo de avivar el fuego de mi angustia, mientras me hundo, un poquito más, y observo el sol cada vez más lejos. Tendré que escupirme en las manos, a falta de algo mejor, y tallar la roca si hace falta con mis gritos para ir ascendiendo, poco a poco, hasta sentirme en paz.