viernes, 10 de abril de 2009

No supo qué decir o qué hacer. O qué sentir. Después de tantos años temiéndolo y temiendo de alguna manera desearlo, había ocurrido y no sabía cómo reaccionar.

Son traicioneros los recuerdos. Sobre todo si te asaltan cuando bajas las defensas, o la puta lluvia de mierda y el no salir de casa te baja las defensas porque sí. Es increíble cómo se puede amar la lluvia aún viéndola como tu condena. Y eso pensaba ella, que eran traicioneros los recuerdos, porque si pasas años sin reemplazarlos acaban distorsionados y eso repercute en la realidad. Sí, se distorsiona, tu propia realidad, y acabas confundiendo el delirio con el sueño y todo se vuelve un bucle del que te ves incapaz de salir.

Por eso se había pasado tanto tiempo intentando evadirlos, porque le mordían el alma y acababa supurando agua y sal por todas las heridas. Porque su pecho le imploraba parar ese dolor si no encontraba una jodida explicación de una vez. No hay nada que acuchille más que las preguntas sin responder que se suplen con falsas palabras de aliento.

Al principio creyó que no era cierto y los primeros meses fue como ver una película en el cine. Luego pasaron los años y jamás se acostumbró a esa ausencia en espera, a la fe absurda y a los chillidos de sus manos porque se estaba agarrando a un clavo al rojo vivo. Y ahora... ¿ahora qué se supone que debía hacer? ¿Acallar su dolor, echarle un cerrojo a toda su vida, intentar olvidarlo, sentirse satisfecha?

No. No...


-Señora, lo siento, pero tiene que acompañarnos para reconocer el cadaver.
-Cla-claro.

Claro. Su hijo sólo llevaba diecisiete años desaparecido. Claro, podría reconocerlo sin problemas. Sabiendo que vivió y creció y ella no lo vio, y ahora que sus ojos van a reencontrarse los de él estarán apagados, oscuros, sin vida.

1 comentario:

R dijo...

Jamás unos padres deberían enterrar/encinerar a un/a hijo/a.

Que tristeza, en fin.

Cuídate mucho señorita.