Labios cortados. La pintura de los ojos difuminada. El pelo hecho un desastre. Un abrigo horrible que desdibuja la figura pero que sí abriga. El cuello siempre tapado porque si no me muero de frío. Amante en silencio de la Gran Vía de Madrid (es el lugar donde salen a relucir los sueños que se relacionan con escenarios). El corazón lleno de remiendos, como es normal. La sonrisa a punto. Miedo a que me vengan a limpiar y no poder estar en la habitación tranquila. Setenta hojas desparramadas por el suelo mientras subía las escaleras, viniendo de reprografía. Ineptitud con casi todo lo musical, pero disfrute con la gente que sí que son unos artistas en ese sentido. Ganas de no hacer nada. El zierzo casi debajo de las uñas. Las uñas por cortar. Los ojos cansados. Las pupilas, a escondidas, atrevidas. Poca relación con la elegancia. Manías que perjudican casi siempre. Chocolate. Lo acordes de una canción determinada, despertando el mismo sentimiento siempre que suenan. La barbilla en el hueco de la mano izquierda. Ganas locas de escribir algo que haga sentir sin más. La tripa sonando. Pocos minutos para la marcha. Pensamientos. Minutos perdidos que tanta falta hacían. El tictac de siempre, pero de manera distinta. Frases sueltas. Silvio Rodríguez. Cómo me haces hablar en el silencio. La calle y de mis cascos saliendo vida. Envidia de esas películas que me hacen soñar con ser parte de ellas. Sueños. Como siempre. Que un día acabarán conmigo. Pero hasta entonces... Voy a terminar de prepararlo todo, no vaya a ser que me entren a limpiar.
martes, 25 de enero de 2011
En muchas ocasiones fantaseo con la idea de abandonar mi vida al completo. Al principio me parecía algo horrendo, pero ahora he llegado a la conclusión de que todos tenemos la libertad -aunque no la habilidad- de deshacernos de nosotros mismos por unos instantes. A veces es, incluso, necesario para purgarnos por dentro.
A lo largo de todos estos años me atrevo a decir que sólo sigo fiel en un aspecto. En esa tontada enorme de eso, de fantasear constantemente, de tener un archivo de sueños al que raro es el día que no acudo. Hay días en los que me cuestiono si no estaré siendo egoísta. Al fin y al cabo todos tenemos una vida. ¿Es tan difícil conformarse?
Unos en Irlanda, Malta, Portugal, Francia, Bélgica, Holanda, Alemania y yo... Yo aquí. Estornudando en mil partes distintas del mundo, pero sin moverme de la silla de mi cuarto.
Si no encuentra el hueco el corazón se vuelve loco.
sábado, 22 de enero de 2011
El martes cumplí años. A algunos no os veía desde Nochevieja. He ido de propio a ver si os veía pero no ha podido ser, así que nos hemos marchado mientras las manos que me sujetan os decían "os llamamos luego." Os hemos llamado luego. Ya os habíais marchado.
En el Duende ha sonado el cumpleañosfeliz de rigor, el de siempre. Pero el bar estaba vacío. Hugo ha sonreído y Astrid cantaba en bajito. Rubén sonreía pero sé que por dentro seguía encendido de rabia. Porque me había visto llorar de decepción, al comprobar cómo mi mente se había equivocado. Porque pensaba, sin más, que bajo el cúmulo de circunstancias al principio descritas tal vez vosotros también quisiérais pasar la noche conmigo, tanto como yo deseaba pasarla con vosotros. Porque el martes cumplí años. Y a algunos no os veía desde Nochevieja.
Sin embargo, la canción ha sonado fría en el bar. Porque ya os habíais marchado, y lo peor es que ni siquiera os dais cuenta de vuestros actos.
jueves, 20 de enero de 2011
Mientras leo en la abarrotada sala de espera pienso que la vida tiene que antojarse dolorosamente maravillosa cuando sabes que se te escapa poco a poco. Que en ese momento tiene que desaparecer cualquier situación que nos parece trascendente en nuestra rutina. Ya no existen cumpleaños, exámenes, confusiones amorosas o cualquier otro acontecimiento, porque sólo estás tú y el tiempo. El tiempo. Cada segundo que pasa es como un latigazo que te va levantando lentamente la piel de la espalda.
Es eso. La vida. Como una gran llanura que se extiende ante tus pies y de la cual sabes que no vas a poder cubrirla nunca. Es esa rabia, esa rabia tan estúpida, de decir ¿qué hago ahora yo?
Nunca he tenido miedo a la muerte, lo que me aterra de verdad es dejar de existir, dejar de disfrutar de tantas y tantas cosas que me hacen sentirme viva ahora. Dejar huérfanos de mí a los míos, y ni siquiera poder estar presentes para abrazarlos, besarlos en el cuello, e intentar introducir en sus arrugadas almas un segundo de consuelo. Siempre diré que es la situación más injusta de todas cuanto conozco.
Entre estas reflexiones levanto la vista del libro que estoy leyendo -el cual, justamente y de esa manera mágica que tienen la literatura y la música, habla de lo que me asusta, de irse para no volver- y me encuentro con que la sala de espera del hospital se ha ido vaciando poco a poco, y estoy casi sola. Se me encoge el corazón y se me llenan los ojos de lágrimas al ser consciente de qué cerca está siempre, y qué poca cuenta nos damos.
Entonces se abre la puerta, una voz femenina dice mi nombre, y de repente me siento inexplicablemente tranquila. Porque cuando hay cosas que escapan al poder de nuestras manos... ¿qué sentido tiene intentar luchar si la rebelión todavía no depende de ti?
lunes, 17 de enero de 2011
Dormirte la noche anterior a tu cumpleaños con lágrimas en los ojos podría ser un principio maravilloso para una película que hablara del interior de alguien, de su vida gris, y que al final todo acabara bien. Con mucho brillo repentino en la imagen y en la última escena un primer plano de ese alguien sonriendo.
Pero es algo más cotidiano. Más real, más como soy yo, que elijo los mejores momentos para congelarme las facciones. Pero mi cabeza piensa, irremediablemente. Piensa que mañana, por fin, acabo los exámenes y que en Zaragoza, en mi tierra, alguno que otro ni siquiera se ha enterado de que los he empezado.
Aquí he conocido un concepto de amistad diferente. Al fin y al cabo, estamos solos, huérfanos, y el único calor que tenemos es el que nos damos. Vivimos juntos, y eso se nota. Pero yo no puedo evitar pensar en términos, en concepciones, en mil amistades distintas. Y en mi mente se desibuja el Actur, el Duende, la Asociación, la plaza del ambulatorio... esos sitios donde siempre nos vemos, donde siempre nos hemos visto. Sin embargo, es inevitable que me duela. Porque llevo, salvo excepciones, días sin saber de vosotros. Aunque de vez en cuando me salta una ventanita en el messenger, o en algún otro chat, con una pregunta.
¿Estás en Zaragoza o ya en Madrid?
sábado, 15 de enero de 2011
miércoles, 12 de enero de 2011
Hoy he pensado en él. Tal vez porque al salir de la biblioteca de la universidad y ver a la gente de últimos años y de posgrados me he sentido muy pequeña. Y he pensado que él se debe de sentir así todo el tiempo.
Se siente perdido cuando las temporadas de fútbol descansan, porque no sabe qué hacer. Por las noches suele escuchar la radio a escondidas para que mi madre no le eche la bronca porque no duerme. Siempre, siempre madruga (y nadie sabe, en realidad, cuánto tiempo ha dormido). También a escondidas, y cuando pasea por la tarde, se compra aperitivos y tiembla de la cabeza a los pies si por algún motivo nos encontramos con él por la calle. Sus ojos se llenan enseguida de lágrimas si se frustra, o siente que no entiende algo, pero sobre todo si siente la cercanía de un hospital inminente; fue un hospital el que se llevó a su padre. Tararea canciones por las calles en voz alta, y la gente se gira a mirarlo, pero a él no le importa (mi madre siempre le dice que no lo haga). A veces va con manchas, con la camisa mal puesta o con el gorro de invierno como si fuera un gaitero, pero no le importa. Apenas se fija en esas cosas. Es un fan empedernido de los toros, y cuando son fiestas y tiene corridas todos los días sólo hay que verlo, porque por todos sus poros desborda alegría.
Aunque eso le ocurre casi siempre: la alegría. La alegría de la infancia, sin un ápice de maldad, sin nada que pueda enturbiar su mente. Es una persona totalmente pura, pues en su cabeza es primavera casi siempre, y la rutina no le hace daño porque es lo que más le gusta del mundo. No sabe ser cruel, malintencionado o malvado, ni ninguno de esos adjetivos, porque simplemente no le sale. No está en su naturaleza.
No obstante, los demás sí sabemos ser crueles, por lo general. Su alma pequeñita ha tenido que soportar muchas burlas, muchas malas miradas y también muchos comentarios de gente que cree que lo suyo le debe de causar también sordera. Por suerte él siempre vuelve a su vida de ensueño, a su propia realidad, y recupera la sonrisa, sin costarle apenas. Ni rencor, ni ganas de venganza. Simplemente sonríe.
Tiene 43 años y es mi tío, hermano de mi madre. Vive con nosotros desde que mi abuelo, su padre, murió y lo más curioso es que, conforme mi hermano y yo hemos crecido, él se ha convertido en nuestro hermano pequeño. Ha tenido que oír muchísimas veces cómo lo llamaban subnormal, retrasado y todas esas delicias que no hacen más que describir de manera despectiva una mala suerte que lo marcó a él como nos pudo marcar a cualquiera. Sin embargo, y pocas cosas sé con tanta certeza, puedo asegurar que es de las mejores personas que conozco.
lunes, 10 de enero de 2011
-No puedo...
Y él apenas la escucha con la música estridente de la discoteca. La observa esquivar a la gente y perderse entre las cabezas que se mueven de manera similar. Piensa si es mejor resignarse del todo y quedarse ahí, fingiendo que de verdad está escuchando la canción que suena ahora y que disfruta de ese ambiente pese a estar devastado por dentro, o intentarlo una vez más. Sólo una vez más. De todas formas, intenta recordar cuántas veces ha dicho lo de sólo una vez más.
Ella, por otra parte, abre la gran puerta de metal y aspira el aire fresco de la madrugada. El corazón le late de una manera que no debería ser la habitual. No sabe lo que quiere, y lo peor es que debería tenerlo claro. Muchos deberías que se agolpan en su ser y la empujan a sentarse en el bordillo de un portal cualquiera, dejando sin más que pase la noche.
-Oye.
Ella lo mira, un segundo, porque no quiere volver atrás.
-No puedo, de verdad que no puedo, coño.
Y hace ademán de levantarse, para marcharse, para volver a su habitación o a mezclarse con la música; cualquier cosa que les impida estar a solas. Porque, en verdad, apenas han estado a solas. Siempre con más gente, buscándose con la vista, en clase, riéndose de la misma broma, huyendo a veces de ese juego peligroso. Y es que el juego era verdaderamente peligroso.
Ahora o nunca, se dice él.
Impide que se mueva. Coloca su brazo de manera que ella no pueda avanzar, pero sabe que sus tacones se detendrán del todo si se acerca demasiado a su rostro. Eso sí lo sabe. Y así lo hace, de golpe, de manera brusca, de una manera que no es nada suya, pero totalmente desesperado. La calle entera se detiene un instante y ellos se miran a los ojos. Ella en realidad no quiere marcharse, y por eso se siente la peor persona del mundo.
-Déjame, en serio.
Se arma de valor y se intenta zafar de él, que la intenta besar, y por un momento ella nota esos labios por fin, e implora a sus pestañas que sean fuertes, que no se cierren para que el juego continúe. Se va, en el último segundo se va, y la calle se pone en marcha de nuevo para devolverle a él el eco gastado y nervioso de sus tacones. ¿Por qué no, se dice él, si en las bocas de los dos vibra un sí? Déjame, en serio, se repite en su cabeza.
Y vuelve a entrar a la discoteca, con un yo es que no puedo atravesado en la garganta.
viernes, 7 de enero de 2011
Quería que recibiera algo especial. Algo diferente. Y como a todos nos gustan que nos hablen de nosotros, en el buen sentido, eso decidí. Porque sé que ha sufrido mucho, al igual que mi padre y que su otro hermano, aunque estos dos últimos lo lleven más en silencio. Porque también sé que no le solemos decir cuánto la apreciamos, porque la mayoría de las veces prima su despiste, ese que le da un aire tan juvenil.
Sabía que se iba a emocionar. Porque la conozco, porque nos parecemos aunque ella sea más sentida y menos de piedra, porque en el fondo tiene mis dieciocho años. Sabía que se iba a emocionar poque todavía notamos la ausencia fresca de su madre, de mi abuela, y en las cenas de estas fiestas al tragar a todos nos dolía ligeramente, porque la verdad más difícil de aceptar es la de la muerte. Porque fue con la primera con quien rompí a llorar cuando me enseñó las pulseras que mi prima y yo le habíamos regalado, porque a pesar de su temblor me intentó consolar y porque también sé cuánto valen a veces las palabras.
Me esperaba sus lágrimas, pero no las de mi padre. Pero hoy, en un desaire más de la biblioteca, he sabido por qué. Porque me he marchado, y en la carta a mi tía, a mi madrina, hablaba precisamente de la familia, de ella, de todos, de la falta que me hacen porque son mi sangre y como tal palpitan dentro de mí. Porque no lo digo nunca, pero los necesito tantísimo como sigo necesitando a mi abuela, o simplemente una situación cotidiana en el salón de mi casa.
Porque son mi familia, y me emociono al pararme a pensar cuánto los echo de menos. Como también me emociono cuando pienso en ti, y en tu padre, después de haberte leído, y cómo me gustaría tener por un instante el poder mágico que te hiciera conocerlo. Que dejara de ser un vago recuerdo infantil de los tres años, y te abrazara, paliando todo el sufrimiento de crecer sin él, sin un padre que apoye tus pasos.
No obstante, además de la más difícil la más absoluta verdad es la de la muerte. Al menos a mi parecer. Y sí, en estas fiestas parece que se hace más presente, que nos pesa más en la piel. Pero también pesa más la compañía, el cariño, las risas de aquellas personas que por una suerte involuntaria van a estar siempre contigo. Por eso también yo voy a estar contigo.
domingo, 2 de enero de 2011
-Buenas noches, pequeñita.
La frase sonó atropellada y el gesto fue algo tosco. Le acarició la parte izquierda de la cara como con prisa, huyendo, sin llegar a deternerse en la mejilla para sacarle lustre a las yemas de sus dedos. Como siempre hacía, lentamente, para desafíar de manera leve al tiempo. Ella se revolvió agitada, pero sonrió, porque en los ojos de él había total sinceridad.
Sin embargo, subió las escaleras hasta su casa algo turbada. Sentía una quemazón en la mejilla, que se quejaba porque también estaba asustada. Tonterías, se dijo. Porque ella misma era tan tonta que creía en las señales, en el lenguaje corporal, en las pequeñas pistas que iba dejando el futuro. Se desvistió en silencio y cuando se soltó el pelo frente al espejo de su cuarto se acarició la cara, con sus manos frías, y en su mente resonó esa frase. Buenas noches, pequeñita.
Y se arrebujó en las sábanas, segura de su voz, y atendiendo a su deseo. Buenas noches. Se durmió sin dificultad, pero esa noche sus sueños fueron grises. Temblorosos. Y temió que ese gesto más bruto de lo normal fuera precisamente una de esas señales, un ápice de destino que se torna premonición en su mente adolescente.
Se despertó contrariada, con ganas de besarle y asegurarse de que no iba a escapar. Se propuso llamarlo, taparse con su presencia y así poder soñar en contraposición a los sueños turbios de la noche. Corrió temprano a su casa, para sorprenderlo. Nerviosa aguardó en su portal a recibir una respuesta que acallara todas las malas voces. De manera involuntaria se echó la mano a la mejilla de nuevo y sintió que su estómago desfallecía.
No lo quiso creer, pero en el fondo sabía que era cierto. Él, dándole la razón a la irracionalidad de un gesto mal repetido, se había ido.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)