viernes, 25 de febrero de 2011

He oído muchas veces que las desgracias nunca vienen solas. Pero también pienso que qué más dará. El caso es que llegan. Que te invaden casi siempre de repente y arrasan lo que pillan a su paso por alguna razón que no entendemos. A veces toca, sin más. Hay que conseguir empequeñecer el corazón para que duelan menos; a pesar de que acaban doliendo siempre, pero eres tú el que controla tu propia regeneración.

Algo que soy incapaz de soportar son las desgracias ajenas. Sobre todo cuando afectan a corazones demasiado grandes y piensas que por qué hay gente que se salva sin que se lo merezca, y hay otra que sufre algo que ni en el peor de los mundos le correspondería. ¿Exageración? Mala suerte, buenos ojos, un nudo en el estómago, quizás. El caso es que no soy yo la que puede controlarlas, ni tampoco tengo ni tendré ese derecho. Es horrible justo esa incertidumbre, porque en el fondo es obvio que es terreno que no se debe pisar.

Sólo puedo esperar y prestar un par de pupilas atentas. Los brazos dispuestos a un abrazo rápido o lento, el silencio que permite pensar y disimular los segundos, que parece que se clavan, como si nunca fueran a volver.

3 comentarios:

Euforia dijo...

Por supuesto :) Siento mucho no haberme pasado por aquí. Es: mrsruiz.8@gmail.com

Un beso enorme!

galmar dijo...

buen fin de semana :)

Roberto Corrales dijo...

Yo también pienso que las desgracias ajenas son las peores. Sobre todo cuando les suceden a personas como tú que siempre se preocupan por los demás.
Un besico