Apenas sé mucho de él. Creo que en diecinueve años he oído historias vagas, su nombre, sus fotos, pero nada más... Nada tan concreto como ahora.
Que se afilió a la CNT cuando era muy joven, cuando fue legal, cuando no lo fue. Que él, con más camaradas, cruzaba el Ebro para acudir a las reuniones clandestinas, guardando la pistola debajo de la boina, para que el agua dulce no penetrara en ella. ¿Tendría de verdad el sentimiento latente, creería en el cambio, soñaría con él?
Que con los tiempos grises que anunciaban una próxima Guerra Civil, la empresa donde trabajaba, Ford, le ofreció irse a Estados Unidos porque conocía sus afinidades. Que aceptó, hasta que la guerra estalló en Zaragoza, dominada por los nacionales, y recibió un ultimátum: luchar por la patria, o ver a toda su familia asesinada. Desapareció Estados Unidos, y así fue como un afiliado a la CNT luchó los tres años de guerra en el bando nacional. No obstante, su trabajo le permitió huir parcialmente de la barbarie de apretar el gatillo contra a saber quién: oficial de mecánico, su cometido era reciclar los camiones bombardeados para poder construir otros a partir de las piezas salvables.
Pasó la guerra. Pasaron muchas cosas de las que dicen apenas hablaba. Se casó, tuvo una hija, enviudó. Conoció a una muchacha dieciocho años menor que él, con la que se volvió a casar. ¿Un escándalo? Sí. Pero y qué. El tiempo narraría que dos tíos de esa mujer fueron asesinados durante la guerra por el bando nacional, uno fusilado y otro atropellado mientras iba en bicicleta. Otra tía, a su vez, consiguió ejercer de maestra en la Segunda República, siendo de las pioneras en el país. Un año más tarde, al ser republicana reconocida, fue encarcelada y su licencia invalidada. Nunca más volvió a impartir clases. En los años 80, durante la transición, fue indemnizada... Pero ya había pasado toda una vida.
Como decía, volvió a casarse. Nació mi padre, mi tío -el que más se parecería a él física e ideológicamente- y mi tía. Lamentablemente la vida le guardaba más sorpresas desagradables, y una simple muela acabó con él. Alérgico a la penicilina, lo descubrió justo cuando se la inyectaron en el dentista y mientras su hijo mayor -mi padre- lo llevaba a urgencias por su terrible reacción, mi abuelo notaba que se le escapaba la vida. Se le iba. Y así fue cómo, mientras mi padre conducía, le encomendó a su hijo mayor, aquel que tendría que sacrificar sus estudios y sus ansias por esta promesa, que cuidara de sus hermanos.
No soy capaz de imaginar con nitidez las manos de mi padre aferradas al volante con su padre en el otro asiento. Se me hiela la sangre sólo con la aproximación de esa imagen.
Pero lo consiguió, de alguna manera. Su hija estudió para ser maestra y su hijo, aquel que tanto se parecía a él, se licenció en Historia Contemporánea después de algún que otro encontronazo con su orgullo.
Días después de su muerte, mi padre tuvo que acudir a la delegación de la CNT de la época para darle de baja. Después de todo, todavía seguía afiliado.