Durante casi cuatro años luché contra una obcecación dolorosa, provocadora de discusiones y malentendidos que acababan en crueldad y en lágrimas. Algunas otras veces, también en abrazos. La obcecación, de vez en cuando, era mutua. Pero es duro amar a alguien a quien le cuesta tanto escuchar y, derivado de ello, comprender, reflexionar, razonar. La mente humana es una barrera que hay que saber tirar abajo desde tus entrañas simplemente para poder entender a los demás.
Pero, ¿debo seguir luchando? Cuando una persona desaparece voluntariamente de tu vida, y te somete a la aceptación de ese hecho, ¿es justo que intente reaparecer? Ya no soy la encargada de luchar contra tu muro, y pareces empeñado en que algunas cosas, como esta, no han cambiado. Claro que han cambiado. Han cambiado porque crecí bebiendo de tus palabras y ahora las rehuyo. Las rehuyo porque no puedo seguir expuesta al agotamiento que supone hacerte comprender, repetirte las cosas cientos de veces, luchar contra los juicios injustos que derivan de las películas de ficción que montas en tu mente y que para ti son axioma sagrado.
Esa ya no soy yo. La lucha le pertenece a otros, a otros a los que no les niegues parcialmente la entrada a tu vida y a otros que no tengan miedo de cómo vayas a reaccionar porque ya no se fían de tu comportamiento. Otros que sigan creyendo en tus palabras, otros que, a diferencia de mí, no las hallen malgastadas, reiterativas hasta la tortura, injustas. Sin validez.
Creí en ti ciegamente, y luché por que tú creyeras en mí del mismo modo. Pero, ahora, desde esta nueva óptica, me acosa la idea de que jamás llegaste a conocerme; sólo conociste la idea que te hiciste de mí. Hace casi doce meses pensaste que mi regalo perfecto sería un reloj de lujo, cuando siempre he desechado toda clase de lujos porque a mi juicio son innecesarios.
No tiene sentido librar una batalla con el pasado. Tampoco tiene sentido intentar incorporar en tu presente algo cuya fecha de caducidad expiró hace tiempo. Tal vez sí hubo un momento en el que pudimos ser amigos, normalizar la relación, charlar y reír juntos... Pero lo único claro es que ese momento pasó de largo y no sé si nos dimos cuenta.
Es duro, pero honesto. Yo no puedo opinar sobre cómo eres y en lo que te has convertido porque me acostumbraste a que tu persona estuviera fuera de mis posibilidades. Sencillamente, ya no me interesa cuestionarte, cuestionarnos o cuestionarme respecto a ti. Porque no quiero exponerme a otra caída y porque, no nos engañemos, ya no es lícito. Ni tendría sentido, porque ya no sé si nos conocemos actualmente... Sólo sé que para mí eres un fantasma del ayer. Porque así, los dos, lo hemos querido o hemos debido quererlo.
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