Tan preocupada como estaba en convencerme, no me he dado cuenta del miedo. No sé si son secuelas de la última historia, pero lo noto. Lo noto porque ya estuve ahí. Es una ligera inquietud, un agitamiento leve, que torna la mirada distraída y el espíritu ausente. Y yo lo noto. Lo siento. Y no quiero enfrentarme a ello.
Debería dar más de mí, pero mi alma se niega, se mantiene dormida, porque sólo así sabe que permanecerá en calma. Después de todo el hielo, todavía le quedan témpanos que la atraviesan. Lo más duro no es tener que calmarme yo misma los temblores, sino volver a salir ahí fuera. Salir. Salir con una esencia desilusionada que se niega a ilusionarse. No nos engañemos, a veces estoy hasta los huevos de este ridículo escudo de autoprotección del que no me puedo deshacer.
De eso, y de la desconfianza. De que me he vuelto tan mía que de todo sospecho, nada me convence, cualquier cosa ajena me tuerce la sonrisa y por cualquier circunstancia me molesto y quiero dejarlo todo. Me he aferrado de tal manera a mis propias entrañas que muy fuera de ellas estoy perdida. Sobre todo si me sobreviene esa sensación, que emana de alguien que no soy yo, de ese alguien clave, y pienso que sería y es totalmente normal. Porque cuando el corazón no se despereza después de tantos meses, es normal que aquel que espera decida seguir su camino.
No dejo de repetírmelo: yo no soy así. Yo me ilusionaba, yo estaba llena de ganas, yo soñaba con hacer el amor a todas horas, yo daba mucho más de mí, yo no era tan hosca, yo no dudaba tanto, yo hacía a las personas mucho más felices. Pero después de tanto tiempo... Después de tanto tiempo, tal vez toque replantearme que he cambiado. Total y definitivamente. Aunque en lo más hondo de mi ser haya una voz que grite que no. Que jamás.
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