Nunca me he parado demasiado a pensarlo, porque siempre acabo concluyendo que hay demasiados problemas estando vivos como para preocuparnos por lo que pasará cuando no sea así. Pero esta noche he deseado que existiera el cielo. El cielo, el paraíso, o cualquier trozo de espacio en el que se concentren aquellos que nos dejan desgarrados de dolor. A aquellos que esperamos, en vano, pues sabemos que sólo vamos a poder tocarlos en el aire etéreo de los sueños.
Lo he deseado de verdad, con todo mi encogido corazón, mientras sollozaba sin poder evitarlo abrazada a ti. Me has gritado desesperada que quieres que vuelva, que no aguantas más, que debe volver. Y desde el temblor de mis huesos he podido afirmarte que si, como has dicho, te deshaces en trozos, nosotros los recogeremos. Por un instante -puede que el único en toda mi vida- te he creído cuando me has dicho que, cuando dejes tú este mundo, lo verás. Verás a tu padre, a tu Jefe, a tu Señor, a la sangre que te mantiene brava, en pie aunque por dentro sólo haya ruinas.
Y que el reencuentro será amargo porque liberarás todas esas broncas que le guardas desde hace seis noviembres. Por iros. Por dejaros y dejarte. Por convertirte en la mujer férrea que eres ahora, a ratos niña y a ratos una femme fatale.
He sentido desde el tuétano que es cierto, y esa verdad ha llegado desde tus ojos a los míos, y he notado la sangre un poco más tibia. Nunca me he parado a pensarlo, pero en verdad... Si tú lo ves, yo te creo. Como también creo que aunque duela y pese siempre, y los brazos de tu padre nunca dejen ya de ser etéreos, tú seguirás en pie. Porque las promesas que haces las cumples, y esta... Esta es la que más parte de ti se lleva.
Juro que lo he sentido, he creído en eso por un instante. He sabido que había algo tras expirar, un lugar donde reencontrarse. Un cielo azul, soleado, libre de nubes, libre de reglas naturales y del paso del tiempo. Un espacio de justicia y esperanza. Donde volverás a estar junto a él.
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