Estar enferma y con las defensas por los suelos no se combina bien con pensamientos en exceso. Toda mi vida, desde que recuerdo, he sido juzgada por mi apariencia física a los pocos segundos de que alguien me conociera. Luego vendrían los insultos y las peripecias personales que transformaron mi cuerpo por fuera y por dentro, sin pensar en ese momento que jamás iba a poder remediarlo. No es que los niños y adolescentes sean más crueles, es que la crueldad se recibe más duramente cuando eres niño o adolescente.
Por este motivo uno de mis propósitos vitales ha sido siempre no ser prejuiciosa. Tener la mente abierta, tolerar, intentar comprender lo más descabellado si viene de un humano como yo. Esto a veces me conduce a hablar de más, pues hay veces que el consejo no debe venir de otros, sino de mí misma.
Toda mi vida he luchado contra el impulso de prejuzgar y darme al insulto fácil, y a veces, creedme, resulta agotador. He llegado a estar en el abismo de ¿si no lo hicieron conmigo, por qué debería hacerlo yo? Pero pensar en esto me lleva inmediatamente al puro dolor de sufrir lo que sufrí, y no quiero que ese sufrimiento sea traspasado a nadie. Prefiero que se quede en mí, en mis recuerdos y en mi inseguridad irreversible. Por eso lo intento cada segundo de mi vida.
Pero estos días estoy oyendo todos sus gritos en mis oídos y vuelvo a dudar sobre lo que sería considerado prejuzgar. Oigo los gritos de tantas y tantas víctimas que, mereciéndolo o no, murieron o perdieron sus sueños para siempre. Viene a mí la voz de mi madre hablando del miedo que sentía ella y toda su familia, siendo muy pequeña. Viene a mí la percepción de demasiada injusticia, y siempre acabo en la misma pregunta. ¿Qué habría sido de mí si, con mi mentalidad actual, me planto en esos turbulentos tiempos?
Habría muerto mi cuerpo, o mi alma. Estoy segura. Podría haber sido una de las mujeres que expiraron junto a la tapia de cualquier cementerio, o una de aquellas que tuvieron que esperar cuarenta años para cumplir un sueño, sin querer ver que entonces, cuando todo acabara, iba a ser demasiado tarde.
Son tan diferentes las percepciones... El hambre, lo que tenían, lo que sufrieron. Creo que en cualquier investigación medianamente seria y neutral, una cosa está clara: el Franquismo no trajo paz. El silencio y la represión no son sinónimos de paz. Unos dicen que no pasaron hambre, otros cuentan que la autarquía económica, del año 45 al 57, no pudo sostener decenas de vida que murieron de inanición.
Yo sé que somos muchos. Y de cada uno de nosotros surge una idea, una perspectiva. Pero me he esforzado toda mi vida en ser tolerante, por eso duelen cosas como negada de mente. Por eso duele que no quiera recordar las palabras de una persona a la que quiero tanto y con la que quiero hacer tantas cosas. Porque si las recuerdo todos esos deseos de hacer mil cosas se disipan. Se van y sólo me queda una incomprensión profunda e hiriente, porque aunque me esfuerzo en comprender cómo una persona puede afirmar tal cosa, mi esfuerzo sólo me lleva a una tristeza que me asola entera. No lo entiendo, y cada vez que lo intento duele más. No lo entiendo, y esto no se me presenta como un obstáculo... Sino como un vacío.
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