A Isabel le gustaba viajar en metro. Sin embargo llevaba tiempo fijándose en que el cine retrataba a los viajeros de metro y tren de cercanías como personas infelices, fracasadas y sin suerte. Se dio cuenta de que, para el séptimo arte, una manera fácil de hacer saber que alguien lleva una vida poco satisfactoria es, por lo general, hacerlo viajar en metro.
Por eso Isabel comenzó a fijarse en los rostros de sus compañeros de vagón. Vislumbró alguna pareja enamorada y alguna sonrisa consecuencia de una ocurrencia de un niño pequeño. También se topó con gente de apariencia feliz mientras hablaba por Whatsapp o escuchaba música con unos cascos muy grandes. Vio jóvenes y ancianos, gente de edad media, algunos con el abrigo en los brazos y otros con él todavía puesto a pesar del calor por la pereza de no llevarlo encima y tener que volvérselo a poner al salir al frío invernal. Pero lo que más observó Isabel fueron rostros cansados.
Se chocó con las ojeras de decenas de personas que a pesar de tener aspecto agotado corrían al salir del vagón porque llegaban tarde a trabajar o porque querían estar cuanto antes en su casa. Isabel sintió un frío extraño en el pecho cuando se dio cuenta de que todas esas personas sí tenían aspecto infeliz, aunque ella nunca sabría si se sentían o no fracasadas. Sin poder evitarlo, aprovechó la oscuridad de un túnel para mirarse reflejada en el cristal de en frente y escudriñó sus propios rasgos en busca de un ápice de felicidad que rompiera ese cliché tan feo que había creado el cine.
Isabel no vio apenas nada. Fue en ese momento cuando pensó que mientras habría gente que se estaba poniendo sus mejores galas para acudir en coche con chófer a un palco del Teatro Real y disfrutar del espectáculo de esa noche ella no quería más que llegar a casa, desmaquillarse antes de ducharse y ponerse el pijama para descansar e intentar curar su dolor de riñones. Eran las nueve de la noche de un sábado pero Isabel no tenía ganas de salir porque estaba demasiado cansada. Agotada. Su vista estaba fija en sus propias ojeras cuando el tren salió del túnel y la escasa luz rompió el improvisado espejo.
Tras salir de la estación de Atocha el tren se paró unos instantes mientras Isabel trasteaba en su reproductor de música intentando hallar una canción que le levantara el ánimo. De nuevo distraída después de sus vanas reflexiones, levantó los ojos y se quedó mirando un cartelón de publicidad que se podía ver iluminado tras el cristal que tenía a la espalda. Era de un banco, o de un supermercado, Isabel no lo supo bien, porque sólo fue capaz de centrarse en la pintada que alguien, tal vez una noche de rebeldía, había hecho con trazo grueso en una esquina del cartel. Isabel la leyó.
Tu vida es una puta mierda (y lo sabes)
Y se dejó caer un poco más en su asiento.
1 comentario:
Creo que todos hemos vivido algo así. La pintada yo no la he visto, pero dame tiempo...
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