Hemos estado horas caminando por la noche temprana del noviembre madrileño y después más de lo mismo delante de unas cañas. Pero sin embargo es de nuevo en la estación donde acabamos reencontrándonos de nuevo, ya a solas, con la presencia constante y discreta de una gotera. El bullicio impide que escuche cómo impacta contra el agua que hay en el cubo que va recogiendo todas esas gotas, pero sí alcanzo a oír los efectos de su pie jugueteando con él y amenazando peligrosamente con volcarlo. Yo ya lo habría volcado; soy torpe, es un hecho.
La gente va y viene y yo lanzo vistazos rápidos al panel que describe los minutos que le quedan a mi tren. Se oyen a lo lejos los pitidos de las puertas de los cercanías que se cierran; testigos, aunque nosotros no lo notemos, de que el tiempo pasa.
Parece que tenga algo esta estación. O puede que simplemente sea que representa nuestro punto de separación, y solemos ser habituales de dejar las cosas para el final. Acaba siendo en Atocha donde nos ponemos más trascendentales, donde hablamos de los nudos que deberíamos deshacer, donde lo veo angustiarse y su aflicción me llega desde sus ojos claros, donde lo encuentro distraído vistiendo traje y corbata, donde siempre llegamos tarde y donde también podemos reírnos a pesar de todo mientras yo espero el tren que va hacia Parla.
Donde no somos más que dos chavales ahí plantados, mientras la mayoría camina con prisa.
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