Lo que ocurre con el feminismo y algunos seres queridos es como una historia de desgaste. Al final las risas y la mofa constante de amigos y familiares derivan en una desgana selectiva; esa, esa persona que en una cena con amigos vuelve a reírse a gritos de que sea feminista a pesar de que en privado me respete o finja hacerlo, esa, justo esa persona, acaba fuera de mi círculo más íntimo.
Y para mí se trata de una pérdida. Y toda pérdida, máxime si tiene que ver con la gente a la que quiero, duele.
Pero se trata de preservar mi salud mental. No entiendo, a veces no entiendo. No entiendo por qué un hombre considera tan ofensiva la reivindicación feminista cuando respeta otras como la racial o la homosexual. En fin, quiero decir... Sí lo entiendo, pero no quiero aceptar que personas a las que quiero y respeto cumplen esos motivos porque, de nuevo, me resulta decepcionante.
No obstante, como casi todo en la vida, se trata de sobrevivir, y yo no me considero defensora de la igualdad para aleccionar a aquellos que, aunque me quieren, no se paran a pensar si me están haciendo daño o no con su inseguridad disfrazada de bravuconería. Hay un error generalizado que consiste en creer que nos declaramos feministas para educaros.
De mis seres queridos, espero comprensión y, al menos, una oreja abierta para escuchar mis motivos. Pero si eso no ocurre, de manera sistemática, acabo apartando a esa persona de una parte esencial de mí, y me pierde, nos perdemos, pero es que no conozco otra manera de sentirme a salvo y de mitigar el malestar que cuando esto ocurre surge en medio del pecho, justo encima de la boca del estómago. Creo que es allí donde habita la tristeza más honda.
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