La Navaja de Ockham es un principio que, a grandes rasgos, estipula que la explicación más simple y suficiente suele ser la más probable. Cuando me pierdo en razonamientos que se ramifican, a menudo acudo a esta afirmación, una guía más que una regla, y me obligo a desandar un trecho para pensar de la manera más sencilla posible.
También cuando siento que estoy perdiendo la visión entre tantas brumas que yo misma provoco y que casi siempre vienen acompañadas de jaqueca. Así que, de nuevo, allá voy, a lo más simple:
A la pregunta de si quiero estar contigo, respondo sí.
Y eso me es suficiente para respirar hondo un par de veces y pensar que, pase lo que pase, estoy en la dirección correcta, la que me conduce a ti y a los días contigo. Y así, cuando voy desenmarañando los miedos, soy capaz de sonreír cuando te recuerdo tosiendo por un pendiente rebelde o me calmo casi inconscientemente al despertarme en mitad de la noche para buscar a tientas tu sudadera y volverme a dormir abrazada a ella.
No diré que no soy perfecta, porque la afirmación va mucho más allá: soy muy, muy torpe. Soy torpe y me han hecho daño, como a casi todos en este planeta, y si me quitaran la palabra escrita mi capacidad de expresión se vería reducida considerablemente. Quiero escribirte porque todavía la tengo, la palabra, y porque para mí es la manera de mostrar por qué y por quién y quiénes laten los ritmos en mis venas.
Puede que esté perdida pero sí sé que necesito notar tu frente junto a la mía, y que me divierto cada vez que buscándote cerca choco con tus gafas y quiero atravesarlas para poder zambullirme dentro de tus ojos calmos, pacientes, que saben mirarme para hacerme saber que nada tiene que salir mal. Que nada tiene por qué volver a salir mal.
Voy a repetirlo, que no viene mal, y así me duermo con estas palabras sobrevolando mi consciencia:
A la pregunta de si quiero estar contigo, respondo sí. Sin dudarlo ni una milésima de segundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario