domingo, 12 de noviembre de 2017

Tierra.

Soy consciente de que suelo caminar al borde de un límite peligroso. Hace varios años comprendí que cuando más segura me sentía era cuando estaba sola. Es verdad. Puedo hacerme la valiente e ignorarlo (qué cobarde, por otra parte) pero hay un segmento de mí que siempre se mueve al borde de la soledad escogida porque mi yo más cabezón insiste en que así estaré a salvo.

Y en parte es cierto. ¿Cuántas veces hemos intentado hablar de cómo nos sentíamos y hemos topado con incomprensión o desinterés con un dolor parecido al del can cuando su dueño le atiza en el morro con un periódico enrollado? En esos momentos, al menos yo, huyo al sitio más calentito de mi interior, aquel en el que no penetra nadie que no sea yo misma, donde el pensamiento se alarga infinitamente y me cubro de silencio. Y ahí reside el peligro. Es tentador quedarme ahí, sentada ante la lumbre de mi autorreflexión.

Estuve años allí. He estado durante años allí. A periodos, largos o cortos, envuelta en la misma manta.

Pero todo es un engaño. Un engaño recubierto de egocentrismo.

Lo sé porque luego me choco con los ojos de alguien a quien aprecio y mi carne se vuelve trémula y mi pecho arde, hambriento y furioso. Sé que ese es mi yo más yo, el que se derrite ante las hogueras de otros, y durante años también negué que fuera cierto y me empeñaba en echar el candado todas las noches. Nunca funcionó; no creo que el aislamiento le funcione a nadie nunca. Suele ser uno de los engaños más comunes, pero no funciona.

Sin embargo, como digo, es tentador volver a esa habitación sin puertas ni ventanas, recluirme creyéndome herida y comprobar que estoy a salvo. Sola y a salvo. O sola pero a salvo. No lo sé. Es difícil comprender y aceptar que un territorio tan inhóspito me hace sentir tan segura.

1 comentario:

R dijo...

Cuánto me alegra saber, después de tanto tiempo por mi parte, que sigues escribiendo (Brempa)
=)