jueves, 7 de junio de 2018

Cementerios.

- Mónica.

La voz de Alberto me pilla desprevenida y vuelvo de súbito a la realidad; hace muchísimo frío de repente.

- Dime –le digo, con dificultad.
- Cuando… –Alberto toma aire–. Cuando ocurrió lo de mi madre, de alguna manera pensé “Nunca más. Nunca más…”

Trago saliva. Creo que es la primera vez después de su muerte que Alberto me habla de su madre. Noto un nudo en el estómago.

- Y me centré en otras cosas, en hacer lo que me gustaba, me fui al extranjero, disfruté de vosotros… Siempre con cierta distancia, siempre acordándome de ese “nunca más”, prometiéndome que no volvería a pasar por algo como aquello.
No digo nada. ¿Qué puedo decir?
- Y, sin embargo…

Alberto gira levemente la cabeza y roza su nariz con mi mejilla. Inclina la frente y se apoya en mí, concentrando en normalizar su respiración. Yo tengo la vista fija en el frente, pero cierro un poco más mi brazo para que tenga algún tipo de respuesta por mi parte.

- Vuelvo a tener miedo –añade.

Y noto en mi piel un tacto tibio que viene de los ojos de mi amigo y que me contagia de un pesar infinito que me vuelve a calentar las ganas estúpidas de ponerme a gritar contra todo el universo.

- No puedo con esta sensación de sentirme impotente. Otra vez no…
- No digas eso –le digo, y la voz se me quiebra, pero continúo–: No puedo decirte mucho porque me parece que de poco serviría, pero sí puedo decir que aquí no hay lugar para la impotencia, Alberto. Eso no.

Se acurruca un poco más contra mi cuerpo.

- No entiendo nada –me dice, y sus respiraciones se vuelven más profundas y sus lágrimas más amargas.
- Yo tampoco… –le respondo con una sinceridad tan fiera que me asusta, tan brutal que me hace sentir muy inútil, y rompo a llorar otra vez intentando controlarme, para no montar una escena.

Noto el cuerpo de Alberto temblar junto al mío. El nudo de mi estómago se va deshaciendo poco a poco, y no entiendo muy bien por qué.

- Deberíamos volver y estar con Marta –me dice, en voz muy baja.

Me doy cuenta de que tiene razón y por primera vez en toda la mañana me pongo en el lugar de mi amiga. No la considero en absoluto una persona egoísta o caprichosa; alcanzo a comprender que si ha decidido hacer las cosas así es porque existen motivos de peso que sostienen sus razones, y detrás de esa idea comienza a asomar la certeza de que no ha tenido que ser nada fácil rompernos así y hacernos enfadar después de estos días juntos. En mi interior comienzan a arremolinarse un montón de preguntas mezcladas con el sentimiento de culpabilidad por haber salido corriendo otra vez. Siempre me ha ocurrido: cuando me he enfrentado a una realidad complicada y dolorosa, una de mis reacciones más comunes ha sido salir corriendo, tanto literal como figuradamente. Recuerdo una vez en la que mi abuela se desmayó en mitad de la calle y mis padres tardaron horas en encontrarme. Yo apenas recordaba nada cuando lo hicieron.

Alberto y yo sabemos que tenemos que movernos, pero aun así tardamos unos minutos en ponernos en marcha. Hemos acomodado nuestros pesos y nos apoyamos el uno en el otro. Percibo que se mueve para levantarse y lo libero del abrazo. Se pone en pie y me tiende una mano, que agarro sin dudarlo. Al levantarme quedo a su altura, muy cerca de él, y le abrazo apoyando la cabeza en el hueco que queda entre su barbilla y su pecho.

- Ayúdame con todo esto. Quédate por aquí, conmigo –me oigo decir, como si la voz que da forma a esas palabras no fuera mía.
- Vamos a ayudarnos los dos –me dice, apretándome con fuerza.
- No quiero correr más –añado, totalmente segura de lo que digo.

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