No siempre el dolor viene de repente, como en un golpe; hay veces que gotea, de manera irreparable. Es como un eco sordo que se va haciendo hueco entre las clavículas, como esos momentos en los que sientes que el pecho quiere estallar pero por algún motivo tus ojos no responden y ni siquiera puedes desahogarte como te gustaría. Lo sé porque es entonces cuando siento que me estoy resistiendo a caminar hacia atrás, después de que se me activen las alarmas y mi cuerpo me diga que huya, que me sacuda cualquier compromiso, que no sea tonta, que me proteja yo misma antes de que no lo haga nadie más.
Es lunes. Dejo atrás una semana agotadora y la certeza de que lo mejor para un fin de semana, de nuevo, es no tener ningún tipo de expectativa.
¿Debería huir? La urgencia apenas me dura unos segundos, enseguida sé que no, que no quiero deshacer mis pasos, pero no puedo evitar que mientras dura esa sensación, tan clara y tan intensa, acabe aterrada y confusa y, después ya, cuando todo se ha ido, irremediablemente triste.
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