viernes, 27 de junio de 2014

A veces puedo verte en las esquinas de Torino

Que las noches con sus lunas y las lunas con sus huesos nos secuestren a los dos.
Que las lluvias y los soles y las hojas en el suelo nos encuentren a los dos.
Que los años y el presente nos sorprendan a los dos…

lunes, 23 de junio de 2014

A veces la música en aleatorio daba en el clavo respecto a su estado de ánimo. Algunos de sus amigos se empeñaban en confeccionar listas de reproducción minuciosas que iban empleando según cómo se sintieran. Pero a Isabel le gustaba escuchar su música en aleatorio, sobre todo cuando cogía el metro, arriesgándose así tanto a la más grata sorpresa como a la más desagradable caída de su estómago.

Esta tarde no se sentía agotada, pero sí algo desconcentrada, alejada de la burbuja en la que procuraba protegerse a diario. Ni siquiera tenía ganas de escudriñar los rostros de sus compañeros de vagón; el temor a verse reflejada en alguna de esas caras cotidianas de cansancio y vida normal la echó para atrás esta vez. Y justo sonó la canción.

Lo primero que le vino a la mente fue por qué seguía estando allí. Por qué no la había borrado.

Lo segundo que supo es que iba a ser incapaz de saltarla, de ignorarla y meterse con la siguiente. Así que dejó que las notas le levantaran silenciosamente la piel mientras se preparaba para el chaparrón de ese día tan seco de Julio. Y tan lleno de nada.

Cerró los ojos sintiendo su peso cansado coronando sus mejillas y se dejó ir mientras a su cabeza volvían los interrogantes y esa voz ligeramente rasgada le traía con acento argentino una historia que se repite, el azar del que a veces parece depender una situación tan sencilla y tan compleja. La caída de la moneda. La cara de la soledad.

El pitido de la próxima parada aflojó la garra que notaba en ese momento en el pecho. Como un autómata, se levantó mientras se le caía el teléfono móvil al suelo y los cascos se le resbalaban de las orejas. Lo recogió sin apenas mirar y se colocó delante de la puerta. En el cristal se vio a ella misma. No necesitó ningún rasgo de vida normal. Mientras las puertas se abrían, se colocó de nuevo los cascos y echó a andar. En sus oídos, muy lejos de allí, unos siete años más o menos, sonaban las últimas notas. El dedo de Isabel pulsó el botón de repetición. Suspiró y siguió adelante.

miércoles, 18 de junio de 2014

No lamenta que dé malos pasos,
aunque nunca desea su mal.
Pero a ratos con furia golpea el piano
y hay algunos que le han visto llorar.

miércoles, 11 de junio de 2014

Atocha.

- Es una de esas personas que es mejor tenerlas cerca, como tú.


Las palabras de Astrid me hacen pensar. Me hacen pensar en una marquesina frente a la estación de Atocha en los inicios de una madrugada más en Madrid, una de esas que no conocen calles vacías siempre que uno no se mueva del centro de la capital. Entre los tonos amarillentos de luz artificial se me mezclan reflejos verdes que no son más que la mirada perdida en una lata de cerveza. De Mahou. Reflejos de incertidumbre y de ese malestar que provoca la apatía amarga de conocerla siendo tan jóvenes, estando tan llenos de vida y de oportunidades y, sin embargo, sintiéndonos tan deshabitados. Parece que los ruidos de la noche madrileña se amortiguan mientras en nuestras cabezas no resuena más que el vacío, y mi mente fija una instantánea del momento aunque no lo esté viendo exactamente.

No sé adónde nos conducirá esta desidia. A alguna decisión importante -quiero pensar-, a algo que nos haga mantenernos fieles a nosotros mismos pero que nos aleje de esta desgana que se nos antoja crónica sin serlo. No sé dónde estaremos en cinco años, pero coincido con Astrid. Una de esas personas que es mejor tenerlas cerca. Como tú.

domingo, 1 de junio de 2014

En los huesos.

Yo miraba cómo jugaban al futbolín. Sin más. Por aquel entonces, mis tardes solían reducirse al bar de siempre, futbolín y poco más. Yo no era mucho más que una chica de 15 años con vaqueros y camisetas de rallas casi siempre, el pelo largo y sin recoger y el semblante tímido. Ellos jugaban y yo observaba. Eso era todo. Pero estaba bien, me estaba entreteniendo.

De repente se acercó a mí y supongo que me daría un beso. Tal vez en la mejilla. No recuerdo exactamente eso. Se colocó a mi lado porque no le tocaba jugar y observó a la chica que estaba jugando en ese momento. La miraba esperando a que yo interceptara esa mirada, aunque yo no iba a decir nada. Los ojos eran libres, hasta donde yo sabía.

- Tú eres más guapa... Pero ella tiene mejor cuerpo. Está más buena.

Me giré y lo miré con el rostro entre la vergüenza y la interrogación. Esa es una de las cosas que nunca me perdonaré: que me avergonzara. De mi cuerpo, de mi ropa ancha, de mi cara lavada, de mi estómago cayendo en picado. De mí misma.

No dije nada. Creo. Mis palabras no las recuerdo bien. Conociéndome durante esos años, seguramente no dije nada.

- Ay... - dijo con una sonrisa enorme porque al parecer era lo que le inspiraba ese sentimiento de superioridad-. Qué buena vas a estar cuando des el estirón, Elena.

Y se fue porque le tocaba jugar, mientras le miraba el escote a aquella chica.

A día de hoy, todavía no puedo considerar que haya dado ese estirón que según él iba a trasladarme a ser una chica de 1.65 que pesara 50 kilos, con buen pecho y el vientre plano. Pero al menos ahora me quiero un poco más.

sábado, 31 de mayo de 2014

Suelo intentar ser comedida. Tratar de adquirir el prisma mediante el que se guían los demás y aguardar con paciencia a que pase la tormenta y el tiempo, si así debe ser, me dé la razón. O al menos algo de calma. Sin embargo, ser comedida no implica la ignorancia: de hecho, precisamente por la ausencia de ignorancia las circunstancias me hacen ser comedida. No evito nada; cuando me encuentro con ello y percibo una potencial lesión de mi ánimo hago lo que puedo para no explotar y neutralizar la rabia en mesura (a veces hecha palabras). Hace muchos años aprendí que es mejor el silencio que las contestaciones en caliente o aquellas que determinadas personas buscan.

No obstante, como ocurre con casi todo, cuando el cansancio me ha invadido también me hago más vulnerable a todo esto. A los mensajes pseudocultos, las perlas afiladas... en definitiva todo aquello que se va diseminando por este mundo tan interconectado que permite que lancemos indirectas aunque no tengamos la valentía de ponerles explícitamente un nombre. Cuando llevan el mío las acuso y las guardo. Pero, como decía antes, intento no ceder. Aunque a veces esto se tilde de pasividad, pero nada más lejos de la realidad.

Hace años me enfrenté a las palabras envenenadas que intentaban hacerme caer. A las ofensas a mi honor, a los comentarios hirientes, a los reproches amparados en un hipotético derecho a que los sufriera, a que se trazaran realidades paralelas que dependían de lo que otros decían que era mi vida, a que se hablara con desprecio de lo que yo tenía en la cabeza y por tanto sólo yo podía conocer totalmente. A la mentira, en definitiva. Aprendí que era inútil darse cabezazos contra un muro. Aprendí que era más útil agarrarme a mi realidad y a mi honestidad e intentar quitarle hierro a todas las historias paralelas. Aprendí que siempre iban a existir estas historias, que la historia volvería a repetirse.

Pero el hecho de que yo elija la paciencia y no el estruendo no implica que deba soportarlo. Que sea parte del equilibrio toda la mierda que otros emplean para consolarse cargando a mis espaldas palabras mal formuladas y combinadas. Siempre sostendré que nadie tiene derecho a vengarse emocionalmente de otro alguien, siempre que este último haya sido sincero. ¿Por qué pensamos, entonces, que tenemos ese poder?

El aguante es una elección, no una condición impuesta. Seguirá siendo mi opción, sin duda, pero no puedo negar que en ocasiones me agote y acabe apelando a una falsa justicia. Falsa porque no existe. No existe si hablamos del ser humano y sus pasiones más viscerales para con otros. La justicia siempre dependerá de nosotros, no de lo que queramos hacer con los demás.


jueves, 29 de mayo de 2014

It was death. I chose life.

The Hours

Telón.

Había un regusto amargo en el ambiente. A pesar de que amábamos ese ritual más que a nada en esos tiempos, esa vez era diferente. Era la última. Y nuestras ganas, los meses previos, se habían repartido a partes iguales entre que llegara ese día y que no nos asaltara jamás. ¿Cómo podía terminarse algo que nos había hecho tan felices?

No sólo por la euforia clave de los días señalados. Aprendimos. Dejando el arte a un lado, aprendimos a ser una piña, a apoyarnos, disfrutar juntos y complementarnos de una manera casi perfecta. Nos teníamos los unos a los otros. Tal vez sea que mis recuerdos ahora están nublados, pero no recuerdo una mala palabra, un ápice de envidia o una falta de respeto. Por supuesto que teníamos nuestros momentos. Estrés y nervios que podían acabar con nuestras muecas torcidas, pero siempre sabíamos salir de ahí. Vivimos lo bueno y lo malo juntos, sin imaginarnos por un momento un centímetro por encima del otro. A pesar de que el talento brillaba más en unos que en otros, para nosotros éramos iguales como personas, como compañeros. Sabíamos apreciar ese talento que despuntaba, y también compartíamos la felicidad de sus buenas críticas.

No todo fue fácil. Seis años dieron para muchos momentos buenos pero también malos. Lágrimas frente al espejo del baño escondidos de las exigencias feroces que a veces nos brindaba la directora. Pero, cuando eso ocurría, cuando alguien abandonaba la sala de ensayo para ir al baño, al minuto exacto alguien aparecía a su lado y lo abrazaba. 

Siempre encontramos comprensión en el otro, siempre contamos con el otro, siempre supimos que nosotros no éramos nada sin el otro. Todos éramos columnas de un mismo proyecto. Podría decir, cuatro años después, que nuestros corazones latían a la vez. O al menos así lo sentí yo.

Los días de función, ese ritual... Juntarnos, desconectar de los estudios, comer juntos sin prisas, que nos entraran las prisas a todos a la vez y de repente, reírnos, sentirnos. Para luego mutar en apenas segundos cuando las luces y la música se apagaban y se abría el telón.

Aquella vez había amargura en el ambiente antes y después del telón. Una hora antes, había gente haciendo fila para vernos. Se colgó el cartel de aforo completo mientras todavía había gente aguardando a entrar. Cuando sonó la última nota de música y explotó en el público un aplauso revitalizador, Claudia rompió a llorar. En la grabación de ese final se ve cómo su rostro cambia en un segundo y llora. Porque era la última. Y todos lo sabíamos. Por eso la sentimos más que nunca y aún hoy lo recordamos con infinito cariño. Mientras escribo todavía noto en mi piel cada vibración, cada nervio, cada milímetro de ilusión que me cubrió entera. Siento en mis entrañas esa nostalgia absoluta y todavía vive en mí el pensamiento que tuve presente durante todo ese día: no puedo estar triste porque ha sido sencillamente maravilloso.

Me es agradable volver la memoria hacia atrás y acabar aquí. Tal vez fue el fervor adolescente, ser una constante en nuestros años más cruciales, los lazos que allí forjamos, las imágenes de preparar las funciones y vivirlas... Sea lo que sea todavía me hace sonreír. Crecí más como persona y amiga que como actriz. Así aprendí a amar el teatro. Pero también a la gente.

lunes, 19 de mayo de 2014

"Viendo que mis compatriotas entraban en la cámara de gas con coraje, con orgullo y resolución, me pregunté sobre el valor de mi existencia, incluso sobre si sucedería un milagro que me haría escapar. ¿Qué podría, a partir de entonces, esperar de la vida si regresara a Sered, mi ciudad natal? Un oficio, una casa, unos negocios; en el fondo, ¿tanta importancia tenía todo aquello? Además, ¿acaso no eran todas esas cosas sustituibles? Mis ancianos padres, mi hermano, toda mi familia exterminada, mis compañeros de colegio, mis amigos, mi profesor, los hombres de nuestra comunidad religiosa que no volvería a ver, nada ni nadie podría remplazarlos jamás. Sin ellos el aspecto de mi ciudad natal, mi río Waag, tan pintoresco, los lugares familiares de mi infancia perderían el alma. ¿Qué iba yo a encontrar en nuestra casa de Sered? ¿A desconocidos? Y en la escuela judía de mi niñez, de la que conocía todos sus rincones, ¡qué silencio debía ahora reinar! Y nuestra sinagoga, que yo frecuentaba tan a menudo con mi abuelo Maximilano el día del sabbat, ¿qué se habría hecho de ella? Seguramente saqueada o profanada y convertida en gimnasio o en cualquier otro establecimiento laico. ¿Qué tipo de pasos habría de volver a ver? No tenía ante mí más que un porvenir vacío de significado y estéril, lo cual me liberaba de la angustia por la muerte, tan a menudo temida. Como yo jamás había sentido especial predilección por el suicidio, me decidí entonces a compartir la suerte de mis compatriotas.
Aprovechando el lamentable tumulto que reinaba en las proximidades de la puerta de la cámara de gas, me mezclé con la gente y me escondí dentro del local, junto a una columna de cemento. Pensaba quedarme así, sin ser advertido, hasta el momento fatídico en el que cerrarían la puerta con llave. Para mí ya nada contaba, ni siquiera la idea de que iba a morir sufriendo, asfixiado por el ciclón B, el gas cuyos efectos había constatado tantas veces al retirar yo mismo los cuerpos. No sentía ni angustia ni miedo y esperaba mi destino con tranquilidad ( ... )"
Entonces una de las mujeres que allí estaban le dijo: 
"Has de quedarte en el campo para un día dar testimonio de nuestros últimos instantes. Tienes que explicarle a todo el mundo que no deben hacerse ninguna ilusión. Tienen que luchar: es inútil morir aquí, impotentes. Y tú, si sobrevives a la tragedia, cuéntale al mundo entero cómo hemos muerto."

Trois ans dans une chambre à gaz
Filip Müller
(superviviente del Sonderkommando de Auschwitz).

domingo, 18 de mayo de 2014

Quiero pensar que hay más de mí en esa chica que ayer volvía sobre sus pasos para seguir agradeciendo a un público sus aplausos y posaba su mano tímidamente bajo su pecho en señal de respeto ante ese motor que hace que meses de trabajo y días de dolor y rabia merezcan la pena 

que en esa otra chica que nota sobre sus hombros la presión de tiempos pasados y debe recordarse por qué debió corregir su comportamiento y su implicación con los demás mientras intenta ignorar el cansancio y el malestar en la boca del estómago y piensa que el ser humano, a pesar de todo, al final acaba reaccionando de manera similar ante circunstancias parecidas.

Quiero pensar que hay más de mí en la primera que en la segunda. Aunque sé que será en vano: soy ambas, a veces con una balanza equilibrada y otras... Otras es mejor pararme a respirar y frotarme la espalda, desgastada. Ya sea de entusiasmo o de agotamiento. Ya sea porque soy la primera, o porque me he convertido de nuevo en la segunda.
TINA: ¿Por qué no hablamos mañana, Tony? Estoy muy cansada...
TONY: ¿No crees lo que estoy diciendo?
TINA: Comprendo lo que estás diciendo.

jueves, 15 de mayo de 2014

Habían pasado muchos días. Demasiados. Adriana y Pascual, su cámara, llevaban días con las botas llenas de barro pero el problema eran los días con el corazón y el alma también cubiertos de polvo. Habían estado en muchos sitios, sitios como ese, o que en teoría eran como ese, pero Adriana nunca se había sentido tan agotada, tan desesperanzada. Tan derrotada. Tal vez es la edad, pensó.

Tal vez no, resonaba su voz en un recoveco mucho más escondido en su cabeza.

Cuando llegaron al lugar vieron a lo lejos cómo salía humo de un edificio que ya estaba en ruinas. Estaban quemando algo. Con una mirada, Adriana y Pascual se entendieron y este último se colocó la cámara al hombro y ajustó el visor mientras empezaba a hacer foco. Grabaron algunos planos recurso del humo y las escasas llamas que se vislumbraban, así como de la gente que estaba alrededor. Trabajando, observando o sencillamente sufriendo.

- Vaya sitio -dijo Pascual.
- Vamos a acercarnos un poco, anda. Creo que no hay peligro.

Ambos se acercaron y mientras lo hacían iban notando el olor acre en el ambiente. El aire se iba haciendo pesado. Adriana empezó a preguntar en inglés a algunos de los que allí se encontraban mientras Pascual intentaba encontrar el plano que lo distinguiera de todo. El plano que lo ayudara a mostrar lo que él mismo estaba viviendo de una manera clara, que pudiera llegar a todo el mundo. Incluso a aquel que dormitaba después de comer, con el telediario encendido, en el cómodo sofá de su casa.

Mientras lo intentaba, Adriana se acercó a él y le hizo una seña. Pascual la siguió con su cámara.

- ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué están quemando?

El soldado la miró detrás de toda la ceniza de su rostro. Boqueó como para comenzar una frase pero se quedó callado. Adriana sintió en todo su ser que el polvo de las botas de él también lo había acabado cubriendo por entero.

- Ustedes no pueden estar aquí, no deberían estar aquí -chapurreó en un inglés algo difícil.
- ¿Por qué están aquí? ¿Qué ha ocurrido?

En lugar de mirarla y marcharse sabiendo que no iba a seguirlo, como ocurría casi siempre, el soldado la miró y en su expresión Adriana vio el cansancio que también notaba en todo su cuerpo. Y en su espíritu. Vio en sus ojos que estaba exhausto hasta de decirles a los periodistas que se fueran. Que todo había acabado. Que sólo quería volver al hogar, o al menos encontrar algo a lo que pudiera llamar hogar.

- Ustedes...
- ¿Qué ha ocurrido? Dígame -Adriana insistió. Firme pero amable. En su interior se creyó comprensiva. 

¿Comprensiva? ¿Comprensiva en qué?

- Estamos quemando los cadáveres. Había demasiados. Es la única manera.

Y se marchó.

A su derecha, Pascual lo había grabado todo.

martes, 6 de mayo de 2014

Nos vendieron la vida adulta como el abandono de las pasiones mal medidas de la adolescencia y el paso a una madurez que nos convertía en mejores seres humanos.

Era mentira.

La vida adulta no es más que una prolongación de los errores y malentendidos de la adolescencia. Aquel que disfrutaba desollando a los demás con palabras envenenadas cuando no estaban delante en el patio del instituto, lo seguirá haciendo cuando está fumándose un cigarro en la puerta de la oficina con treinta años más. Por otra parte, aquel que se ofrecía a ayudar a un compañero o no le importaba que dieran un bocado a su bocata de tortilla en los recreos, con veinte años más seguramente seguirá siendo mucho mejor persona que los que rabiaban si alguien les pedía bocadillo.

Sin duda, es una de las mayores decepciones que se van asimilando cuando uno crece. Que esa responsabilidad inherente teóricamente a la vida adulta que apagaba las hipocresías y las puñaladas traperas era falsa. Que no existe. Que quien es honesto lo es desde que tiene consciencia; y quien cuando la adquiere decide usarla para torcerse... sigue torcido. Por muchos años que cumpla.

viernes, 25 de abril de 2014

Hay una idea peligrosa que cruza muy de vez en cuando por mi mente. ¿Puede sobrevivir el ser humano sin pasión? No como una cuestión de carne, sino de espíritu. La supervivencia está asegurada para todo tipo de humanos autómatas que han desterrado de su ser cualquier arrebato de entusiasmo, ya sea o no por voluntad propia. Pero, aún hoy, quiero que sobrevivir tenga para mí más relación con resistir y menos con la mera subsistencia. Ahí es cuando entra en juego la pasión.

Sin embargo conforme pasa el tiempo los días se hacen más planos y lo que antaño despertaba ese arrebato va convirtiéndose en un elemento más de la apatía. ¿De dónde viene? Me torturo a veces con que no proviene más que de mí, de esta reticencia extraña que he sufrido en el último año a la intensidad. Pero cómo he podido volverme reticente. Y, más importante aún, cómo podré dejar de serlo. En el fondo, sí, soy consciente: proviene de mí, porque no tengo fe en fuerzas externas que condicionen nuestro ánimo en lo más visceral, en todo aquello que procede de lo más profundo del pecho y de lo más recóndito de la mente. Todo aquello a lo que los demás no tienen acceso, esos recovecos que apenas se alcanzan a ver desde el exterior de ninguna ventana.

Califico la idea de peligrosa porque se obtiene una tranquilidad mucho más falsa pero también más sencilla alejándose uno de estas cuestiones. Para debatir internamente sobre un potencial vacío primero debe localizarse ese agujero, y no siempre es agradable percatarse de ese tipo de carencias. Al mismo tiempo, tener esta duda presente también empuja a superarla, porque si algo he aprendido es que las contrariedades sobrevienen para superarse y no para usarse de excusa para un abandono absoluto a la autocompasión. Pienso, también, que tendré tiempo de sobra para la clemencia, pero no ahora. Todavía soy capaz de resistirme.

No obstante, la parte de mí que todavía sigue fuerte cree en la existencia de la pasión, así como en -su a veces triste- necesidad. Si aquellos autómatas de los que hablaba antes nacieran así y no fuera una condición elegida, si fueran creados de manera aséptica a la pasión y a los anhelos, estoy segura de que su comportamiento acabaría tornándose diferente y suscitarían aquella pregunta que ya nos lanzó de una manera magistral Philip K. Dick:

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Entonces dije: la suerte me encuentra cuando no puedo dejarla pasar. Y en parte no me equivocaba.

lunes, 14 de abril de 2014

A las 20:53 estaba a tres minutos de la farmacia. A las 20:57 la llamó su madre para que cenara con ellos y tuvo que explicarle, como siempre, que esa noche estaba de guardia y que no podía. A las 20:59 estaba ya en la farmacia, un minuto después se había puesto la bata, y cuando pasaban dos minutos de las nueve de la noche se despidió de sus compañeros y se preparó para la que sería una larga noche. A las 21:03 bajó la persiana del comercio y se metió en el despacho a ver un capítulo de una serie. Su infección de oído había remitido en la última semana, pero todavía conservaba un pequeño dolor amortiguado y una pérdida de audición nimia pero presente. Se sentó más cerca de la puerta, por miedo a no escuchar a alguien que llamara con timidez.

Desde las 21:03 hasta las 1:00 de la madrugada, vendió una caja de paracetamol, tres paquetes 3x1 de condones, dos cajas de antibióticos y un bote de antiestamínicos. No estaba mal. También en ese lapso de tiempo vino a verla su madre con un tupper con torrijas, un par de amigos que pasaban por allí antes de irse de fiesta y una vecina de unos setenta años que, viuda desde hacía veinte, se aburría a menudo y casi siempre que la farmacia de la esquina estaba de guardia se acercaba a pasar revista y a ponerles al corriente de su vida.

Se aburría. Se aburría mucho. Quería aprovechar para estudiar inglés pero le daba pereza abrir el cuaderno, así que iba de un lado para otro reponiendo cremas anti-edad y champús balsámicos hasta que las estanterías estuvieron perfectas y volvió a verse otro capítulo.

A las 2:37 sonaron unos golpes en la persiana. Se acercó cerrándose la bata porque hacía frío.

- ¿Sí? ¿Qué deseaba?

Cuando su compañero se quedaba de guardia no tenía problemas, porque medía un metro y ochenta y seis centímetros, pero normalmente ella no llegaba a la abertura en lo alto de la persiana y tenía que subirse encima de una pequeña banqueta para poder ver a los clientes. Estaba oscuro, y no encontró la banqueta, pero aun así habló para que la persona que esperaba al otro lado no pensara que no había nadie.

- ¿Sí? -repitió.

Por unas milésimas de segundo, se asustó. Sintió el tacto frío de su teléfono móvil en el bolsillo de la bata. Era una persona asustadiza. Por eso no le gustaban las guardias. Por eso, y porque se aburría.

- Eh... Buenas.
- ¡Hola! - la voz le era familiar, así que se tranquilizó-. Estoy aquí, estoy aquí, disculpe que no pueda verla. ¿Qué desea? Dígame.
- Quería... - la voz, masculina, se paró, como expectante. A los segundo siguió hablando, con cierto tono de decepción-: Quería una caja de condones.
- ¿De qué marca?
- De la más cara -. Aquella voz parecía irritada.
- Está bien... ¿De seis, de doce, o de veinticuatro?
- Hostia, de la que te dé la gana.
- Muy bien, pero no hace falta ser grosero.

Se metió para dentro con esa voz buscándole algo en la mente. Antes de coger la caja de condones más cara que tenían en la farmacia, buscó la banqueta para poder verle el rostro cuando fuera a entregárselos. Pero no llegó al armario de los profilácticos. Cuando estaba a medio camino se paró en seco, respiró un par de veces y avanzó a zancadas hasta la persiana tropezándose con la banqueta, dándole una patada después y yendo finalmente a por ella cuando la localizó con el pie dolorido. La agarró rápidamente, la puso delante de la ventanilla y se subió.

- ¿David?
- Hombre, ya pensaba que te habías olvidado hasta de mi voz.
- Pero...
- ¿Qué tal estás, Erika? -. La voz había recuperado el tono amable, casi burlón, mientras por el cambio en el tono se intuyó que al pronunciar el nombre de ella había sonreído. 
- ¿Pero cómo eres tan hijo de puta, David?
- ¿Qué?
- ¿Qué haces aquí? ¿Comprar condones? Pues bien.

Erika se bajó de la banqueta zumbando y David sólo escuchó sus pasos y el leve sonido de su bata mientras caminaba deprisa. Cuando volvió y fue a retomar la conversación una caja de condones salió por la ventanilla directo a su ojo y tuvo que agacharse para esquivar el golpe.

- Hala, para ti. Invita la casa.

Y Erika se fue. Otra vez.

A las 2:45 seguía nerviosa.

A las 2:58 sintió ganas de llorar pero se contuvo porque pensó que no se lo merecía.

A las 3:06 sonaron golpes en la persiana. Fue a abrir hasta que escuchó la voz de David. Entonces no fue.

A las 3:31 estaba delante del estante de los condones.

A las 3:32 lloraba desconsoladamente.

A las 3:35, a las 3:36, a las 3:40 y a las 3:51 David volvió. Resultaba que no quería los condones, sino solamente ver a Erika y hacerla sufrir un poco. Se quedó sentado con la espalda apoyada en la persiana de la farmacia hasta las 5:52. Entonces se dio por vencido y se fue.

A las 6:59 Erika se quitaba la bata y a las 7:00 salía de la farmacia. Todavía le temblaban las manos cuando bajó la persiana. Desde la esquina opuesta David la observaba. Estaba preciosa; estaba preciosa siempre que estaba triste, era algo gris pero era así. La observó marcharse.

A las 7:01 se cagaba en sus propios muertos por ser un pobre imbécil.

A las 7:03 no soportaba el nudo en la garganta.

A las 7:05 se fue a casa, y en la primera papelera que vio tiró la caja de condones sin desprecintar siquiera.

sábado, 12 de abril de 2014

Basado en hechos reales

Eran cinco hermanos y murieron tres. Sí... De cinco hijos esos padres se quedaron sin tres de ellos. A uno se lo llevó el sida en los noventa, creo. Otro murió del puro desgaste y el otro... Recuerdo que un día el camarero del bar donde siempre estábamos me contó que Luis se pinchaba. Yo lo negué; varias veces, además. Luis era demasiado sensato, tenía una vida cojonuda, trabajaba, mujer, un hijo... Me dijo que Luis se pinchaba y que lo sabía porque a veces le dejaba toda su mierda en el lavabo. A mí me pareció una gilipollez. Pensé que seguramente Luis le dejara a pagar unas cañas y por eso el camarero estaba contando todo eso. El hermano de Luis, Damián, tenía fama de chico sensato y la verdad es que así era. Se me pasó por la cabeza hablar con él pero seguía sin creer al puto camarero, así que no hice nada. Una noche iba con mi novia y nos encontramos a Luis por la calle. Estuvimos hablando un rato, todo normal, y cuando nos despedimos me acuerdo que mi novia me preguntó por qué cuando yo dije que era cierto, que Luis se pinchaba. "Tenía las pupilas dilatadas", le dije. Y así fue... Resulta que Luis también se picaba, que ya no sólo le daba a los porros. Luis fue el que murió de sida. Un par de años después murió Damián, el hermano sensato. Resulta que él también estaba enganchado a la heroína.


miércoles, 9 de abril de 2014

Brunettino

En la alcobita, silencio y penumbra. En el silencio, el alentar de Brunettino ya dormido; en la penumbra, el nácar de su carita. Y, gozando ese mundo, el viejo sentado sobre la moqueta. Guardando ese sueño como guardaba sus rebaños: solitaria plenitud, lenta sucesión de momentos infinitos. "Siento pasar la vida", pensaría si lo pensase.
JL Sampedro 
Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre
y eso es lo que realmente
somos.

(JS)