martes, 24 de septiembre de 2024

Pensaba en ti mientras estaba en la silla del dentista. Así, tumbada boca arriba y con la mandíbula bien abierta, con los ojos cerrados para que no me salpicara ninguna esquirla de la batalla y rodeada de sonidos mecánicos que estaban operando en mis dientes. Pensaba en ti y tenía tu imagen en frente, tu expresión tranquila y seria, la que pones cuando estás observando lo que pasa a tu alrededor y simplemente absorto en tus mecanismos internos. Pensaba en ti y también pensaba en que apenas me permito hacerlo; pensaba en escribir este texto con esa primera frase y ya sabía que no iba a concederme escribir sobre la forma insondable de tus ojos y su forma de clavarse en las personas sin pretenderlo, el par de segundos que pasan antes de que comprendas una ocurrencia y te eches a reír o las líneas que surcan tu piel blanca, las mismas sobre las que a veces bromeas porque no te gusta que revelen tu edad pero que en realidad te hacen ser quien eres. He aprendido a pensar en ti sin escribir sobre ti, sin pensar mucho en ti. Es algo que ha permeado en mis adentros sin apenas fisuras, sin tener que empujarlo ni forzarlo para que tomara forma. Sin embargo hay momentos en los que me gustaría escribir un poco más sobre ti y no dejarte supeditado a apuntes dolorosos en mis cuadernos en los que se colaba tu inicial y de los que nunca sabrás nada, aunque sé que podría contártelo sin problema. A veces orbitas en torno a mí sin acercarte, pero el efecto de esa fuerza gravitatoria me deja queriendo pensar un poco más en ti, pero sin darme el permiso a mí misma para hacerlo. Todo esto pensaba, con timidez y algo de derrotismo, mientras estaba en la silla del dentista.

jueves, 8 de agosto de 2024

Las Intermitencias.

Los táperes de salmorejo y albóndigas están en la nevera. A mis padres les preocupa que no coma, y hoy mi madre y mi tío han venido con la ofrenda alimenticia antes de irnos a pasear por su barrio de niños antes de sentarnos a tomar un café. El gesto me arrulla y me da paz, a pesar de que es un ámbito de mi vida que ya no descuido nunca porque ya lo desatendí demasiado en el pasado. Controlar lo que puedo respecto a mí misma, como me ocurre con la alimentación, se ha convertido en un mantra que repito a diario porque si hay alguna prioridad que puedo seguir ejerciendo es la de esforzarme y seguir sana aunque deba adaptarme a las circunstancias.

Se agolpan los mensajes: "¿Cómo estás hoy?", y yo respondo cuando puedo y pienso en las intermitencias. Comencé a pensar en ellas algunas semanas atrás, cuando volvíamos de Miño de Medinaceli con la mente y el corazón cargados de una convivencia feliz y en armonía. Yo pensaba entonces en mi disociación, en que habría momentos del fin de semana que no sería capaz de recordar, y en la extraña coexistencia de estos tiempos tan turbulentos con los oasis de amor y disfrute que aportan las amigas y la familia. Cómo es posible, me decía, que en un momento así, en el que cada pequeña cosa me supone un esfuerzo titánico, pueda ser capaz de soltar todo el lastre y entregarme al bienestar durante 48 horas. Lo reflexionaba pero no lo negaba, ni me cuestionaba si lo vivido había sido real. Claro que lo había sido, aunque los encajes y las asimilaciones posteriores corrieran a cuenta de cada una.

Intermitencia es una palabra que siempre asocio a Las intermitencias de la muerte, la novela de Saramago que habla de un país en el que, a partir de un 1 de enero, nadie muere. A pesar de que hace años que la leí y mi memoria la habrá desdibujado, recuerdo este hecho tan repentino y cómo los habitantes lo celebran, sintiéndose triunfadores ante la muerte, para después destapar toda una serie de problemáticas que tienen que ver con la interrupción de la naturaleza viva y cómo esto sirve para poner a la lectora de bruces ante su propia humanidad.

Pienso en que ahora vivo un poco entre esas intermitencias. Hace no mucho alguien me dijo que al final siempre acababa escribiendo sobre las personas; que retorcía cualquier emoción o sentimiento universal para relacionarlo con aquellas que tengo alrededor. Creo que es así porque no podría ser de otra manera. Ahora mismo, ese salmorejo, un abrazo de mi padre, mi hermano al otro lado del teléfono, Sergio viniendo a casa con un helado, Astrid y Cris escuchándome en silencio, las personas que esta noche cogerán un tren para venir a mi ciudad, todas esas montañas de abrazos virtuales y paciencia calma a través de whatsapp, cada momento que robo observando a desconocidas por la calle... son como mis intermitencias. No tienen nada que ver con un país en el que nadie muere, pero sí con la discontinuidad, con la rotura frecuente de los síntomas más grises que abotonan mi piel estos meses.

Con la humanidad que me rodea y me abraza, ante mis ojos o a distancia, que también forma parte de aquello que sí puedo controlar y me construye a pesar de que en ocasiones la vida te quiera empujar a habitar solo ruinas. Como dice una canción que he vuelto a escuchar mucho desde ayer, hay ahí algo, al fondo, entre las sombras, la luz ha dibujado una frase. Todavía soy capaz de leerla, aunque ahora, hasta que la tormenta deje de querer arrastrarme, quizás me toque confiar en la aparición de esas intermitencias y en cómo impiden que me hunda bajo la arena.

martes, 2 de julio de 2024

Bodas y Velatorios.

Yo pregunté, llevada por el momento: "¿Se tiene que casar uno de nosotros para que nos veamos?". Alguien respondió, con la misma ingenuidad de la que había hecho gala yo misma un segundo antes: "Pues parece que sí". Pero resulta que sí que nos íbamos a ver muy poco después de esa boda, esta vez en un velatorio.

Hoy volvía a preguntarme, mientras mi cabeza se despegaba de las canciones de misa que estaban sonando, si no eran esos pensamientos como los que debe de tener una poeta mucho más joven, una de las que están empezando y entonces escribe sobre la muerte y el amor. Siempre he pensado que eran los temas por excelencia de cualquiera que quiere hacer sentir a otra; esas dos circunstancias que siempre nos generan tantas preguntas y encienden un torrente de emociones que se nos escapa.

Nunca lo había visto tan claro como estos días. Nunca había pensado en la capacidad de convocatoria que tienen dos actos como son que alguien muera y lo que la sociedad tradicional nos ha enseñado que es la celebración más absoluta del amor. Y lo diferentes que son aunque tengas cosas en común. En ambos hay lágrimas -pensaba hoy-, en ambos existen reencuentros y la gente se abraza, en ambos el corazón bombea a un ritmo diferente. A ambos solemos acudir si las circunstancias nos lo permiten; para ambos ponemos esfuerzos que quizás en otros momentos no estamos dispuestas a invertir.

En mi pared ahora se mezclan los ecos del cuadro con la brújula rúnica que me regaló Yago en su boda y las flores secas y blancas que siempre van a hablarme de Pilar. Pienso en los rituales que cumplimos, que nos hacen sentir mejor de alguna manera, y en los puntos de cruce tan extraños que pueden llegar a albergar. Bodas y velatorios. No sé si crecer es reencontrarse con personas del pasado en estos dos marcos, desde luego coincide en el tiempo que hay un momento de la vida en el que ambos se reproducen, en el que ambos se hacen habituales. En ambos acabo acudiendo también a las palabras. Aunque puedan estar viejas y agrietadas, y ya no tengan la misma factura que cuando me creía una poeta mucho más joven, de esas que solo saben escribir sobre el amor y la muerte.

sábado, 13 de abril de 2024

Las fechas.

Podría hablaros de los detalles que recuerdo con una claridad inquietante. Podría deciros: era jueves, eran las once de la noche, yo estaba de pie en mi salón, con A. mirándome desde el sofá. Podría añadir: cuando A. se marchó después de preguntarme si quería que se quedara conmigo y le dije que no, la puerta se cerró y no sabía dónde estaba, así que llamé a mi madre a pesar de las horas intempestivas.

Podría reconstruir esos días, pararme en cada elemento, hablar de la música que escuché, de todos los momentos y lugares en los que lloré sin consuelo y rota para siempre. Lo primero que escribí en mi cuaderno fue: "El dolor del duelo por perder a alguien es extraño". Las palabras apenas salían. Darle forma era imposible. Sigue siéndolo.

Podría pasarme toda la mañana desgranando los recuerdos, poniéndolos en fila, obsesionarme con todo ello y que este texto no terminara nunca. Pero ninguna de esas acciones te traería de vuelta. Así que miro nuestra foto enmarcada, la única que todavía no he empaquetado, y me concentro en pensar que seguiremos brindando y bailando por ti y por la huella que nos dejaste. Y que yo seguiré aquí, defendiendo este lugar tan adentro que guardo solo para ti, al que a veces me asomo y en el que lucho por no olvidar tu voz, ni el tacto de tus manos, ni todos los días en este último año en el que he deseado que siguieras tú también aquí y pudiéramos abrazarnos con la calma ingenua y natural de quien asume que ese gesto va a volver a repetirse.

lunes, 15 de enero de 2024

We The North.

Yo no necesitaba ninguna sudadera, pero J. me la dio. Creo que la tenía medio preparada; era la sudadera que me había dejado ya alguna vez porque aunque nunca lo admita creo que le encanta que C. y yo nos pongamos su ropa. Que así siente que nos protege, que está de alguna manera presente. Esa noche me tomé ese gesto como una brazada para sacarme a la superficie. Después de un viaje en taxi en el que apenas podía estar sentada del dolor con él mirándome con delicadeza de reojo, y de que le diera la risa floja hablando a las afueras de Atocha porque sé que estaba verdaderamente preocupado ante mis ojos hinchados, creo que darme esa prenda de ropa fue un gesto para cuidarme, para mimarme, para que me dejara cuidar como en ese momento mi espíritu y mi cuerpo totalmente derrotados necesitaban a toda costa.

Cuando Y. me dijo que iba al baño y lo vi desaparecer en la grada, al segundo supe que iba a volver con un litro (un mini, que dicen por allí) de cerveza. Yo había comentado que había mucha fila para pedir y que no quería perderme ninguna canción más del concierto; él simplemente guardó esa información hasta unos minutos después, cuando desapareció. Volvió con la cerveza en la mano, y cuando le eché la bronca me pasó una mano por los hombros y no hizo caso a mi ceño fruncido con dramatismo. No sé cómo es capaz de atesorar tantos detalles y darles forma aunque hayan pasado años, no cabe en mi capacidad de percepción que sea una persona tan observadora y preocupada por las demás, que lo haga todo tan bonito incluso cuando él mismo no se da cuenta de que nos está salvando.

Cenando tequeños ante un resumen del Brooklyn Nets contra los Cleveland Cavaliers (jugado en París, además), o desayunando en ese lugar que a las tres nos hace felices, los observo en silencio y pienso en todos esos dolores, en todas esas aristas que me cubren el pecho y que queman si las rozo. Pienso en lo caprichosa que es la vida, en cómo los vínculos surgen de un mero tuit o un comentario en una web. Pienso en que ningún dolor ocupa tanto espacio como la suerte de saberme parte de ellos y la certeza de que dejaría que me vieran en cualquier estado posible porque en cualquier estado posible necesitaría bajar las barreras y que me cuidaran. Con una sudadera de los Toronto Raptors o con un mini de cerveza en mitad de un concierto de Recycled J. Con una mirada respetuosa pero vigilante o un beso en el pelo en mitad de la euforia de escuchar una canción concreta.

Días después en mis oídos suena Cala Vento y decido sentarme a escribir porque las cosas buenas también merecen que les saquemos brillo y no podría estar más de acuerdo con ellos cuando dicen: Estoy encantado de verte aquí conmigo / porque con la que está cayendo tú me das el equilibrio.

domingo, 24 de diciembre de 2023

El encuentro.

Hace ya tiempo escribí un relato para terminar el año en el que me sentaba en una cafetería con un gran ventanal que daba a una playa del norte para tomar un café y charlar brevemente con Mónica, la protagonista de Puente. Me dio algo de calor elevar y traducir en palabras esa fantasía, e imaginarnos a las dos como iguales, conversando con algo de timidez pero con la complicidad absoluta de quienes saben que forman parte la una de la otra de manera irremediable.

Hoy en mi cabeza se dibuja una estampa de calles empedradas y lamidas por una lluvia fina, con las luces decorativas acordes a estos tiempos parpadeando en las esquinas y la noche temprana del invierno abrazando los pasos apresurados de tantas personas que caminan pensándose ya protegidas del frío. Allí nos he visto a los dos, dedicándonos tiempo durante un momento antes de marchar a nuestras respectivas responsabilidades familiares y festivas. Sin impaciencia y con la comodidad de quien puede verse casi cada día, sin la obligación de cuadrar horarios y contar cada moneda y depender de las ventanas que abra la planificación de esa aerolínea de bajo coste que ya casi todas conocemos de sobra. Ha sido bonito pensar que en un mundo paralelo quizás era posible escaparnos diez minutos; lo justo para darnos un abrazo, chocar nuestras narices heladas y besarnos unas cuantas veces con dulzura y calma, como si nuestros labios no llevaran meses sin conocerse y tuvieran complicado conseguir el privilegio de coincidir de manera corriente en tiempo y espacio.

martes, 5 de diciembre de 2023

Quiero que las cosas salgan bien.

Ya no soy capaz de escribir como antes. Ahora ya no vuelco toda la rabia y todo el dolor en este cubículo en un desahogo sin mesuras porque en ese proceso comienzo a sentirme culpable por exteriorizar cómo me siento de esta manera, pienso que no estoy siendo justa con todas las cosas buenas que tengo. Pero siento tanto dolor, tanto agotamiento acumulado. En teoría, no podemos controlar todos los elementos externos que nos determinan, no al menos completamente, y por eso tenemos que centrarnos en nosotras mismas, en limar y trabajar lo que sí está en nuestra mano. Pero estoy tan cansada.

Es curioso que justo hoy, después de acostarme ayer confiando en que al despertarme mi estado habría cambiado un ápice, haya sobrevenido la enfermedad. Otra enfermedad, al menos. Siento que cuando poso mi mano en la frente para comprobar la fiebre solo hay una cosa que anida en este saco de vísceras, dolor y huesos que creo que soy hoy: quiero que las cosas salgan bien.

No alcanzo a comprender del todo por qué me está resultando tan desgarrador esta vez. Hay una parte que sí logro desentrañar, porque es una vieja conocida y no es la primera vez que me enfrento a esto. A sentirme derrotada ante la idea de que quizás ser adulta consiste en conformarme con lo que puedo y no con lo que quiero. Sin embargo siento un rechazo total a volver a extender las cartas que creo que me puedo permitir sobre el suelo y escoger la que piense que me va a dar más seguridad. Que me va a hacer sufrir menos. Aunque haya sufrimiento de todas formas.

He pensado tantas otras veces, en otros contextos, que querer no es suficiente, que el amor no siempre es suficiente, que debería ser sencillo darle otro significado al verbo y asumir que querer se fue, que querer ya no está, que a veces es posible que sea uno de esos naipes pero que debo aceptar que la única salida plausible ahora es poder. Ser capaz. Otra vez. Sé que lo soy, pero estoy tan exhausta de ser capaz.

El otro día le decía a una amiga que en ocasiones hay cosas que nos desestabilizan porque no estamos atravesando un buen momento. Es como darse un golpe con la esquina de una mesa y romper a llorar, aunque otro día ni siquiera lo notaras. Que es normal, que a veces pasa. Pero siento que ya cada golpe me lastima, al menos en el momento en el que se produce. Aunque luego sea capaz de ignorar los moratones, porque siempre he convivido con ellos.

Quiero que las cosas salgan bien. Quiero sentir que las cosas salen bien. Necesito que las cosas puedan salir bien. Y sé que pueden; es un resorte que salta continuamente: el mismo que me impide escribir como solía hacerlo, supongo. El mismo que, irónicamente, me tiene atrapada. Como si no pudiera salir de aquí.