-Y, dime-le preguntó con voz grave-, ¿qué has sentido cuando has colgado el teléfono?
-No sé... -dijo ella.
-Algo te habrá venido a la mente, ¿no? Al menos eso demostrabas. Sí, te estaba mirando-contestó apresuradamente al interrogante de sus ojos.
-Que no podía ser verdad. Ha sido extraño. Como si me hubieran apaleado personas distintas y en sitios distintos.
-¿Dolor?
-En el alma sí. Un montón.
-¿Y por qué crees que te duele tanto?
-No lo sé. La verdad... -. Hablaba muy lentamente, reflexionando-. La verdad es que no consigo entenderlo todavía. Es decir, sé cómo me siento. Pero me cuesta definir el porqué.
-¿Lo hay?
-Tiene que haberlo.
Continuó él, al ver que el silencio se prolongaba después de la última frase. Siguió preguntando. Le encantaba preguntar. De hecho, le sigue gustando.
-¿Qué vas a hacer?
-Qué voy a hacer... No puedo decirlo porque no lo sé-. Se quedó callado, y al segundo, rompió a llorar y siguió hablando a balbuceos, como siempre que se desgarra por dentro para intentar purgar lo que le infecta el corazón. -Sólo sé que cada vez me encuentro con más odio, que creo que sus palabras producen el efecto contrario en mí -. Intercalaba sollozos y palabras, a partes iguales.- Estoy empezando a agradecer estar perdida. En tierra de nadie. ¿Sabes lo que es eso? Tal vez sea una mala persona por ello, pero prefiero ser una mala persona que no ser ningún tipo. Son demasiadas las cosas que me acuden a la mente, demasiadas. Y en todas las que me dan luz no están incluidos ellos. Me da miedo, ¿entiendes? Me da miedo porque cada vez me siento más real y más aislada.
Él se quedó quieto, sin revolverse más. La paz fue absoluta en ese momento. Finalmente se rindió y decidió darle un poco de tregua.
-¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo vamos a seguir encontrándonos en estas condiciones?
-Eso no lo sabemos ni tú ni yo. Te encanta esto. Vienes cada seis días, te quedas, me acribillas a preguntas, me alivias con mis respuestas. Hoy toca, ¿no? Quién sabe cuántos días más. Y tú no puedes decírmelo.
-No, yo sólo pregunto. Ya lo sabes.
-Sí... Por cierto, tienes que irte. Es tarde.
Iban a dar las doce de la noche y, por tanto, él ya no podía estar ahí. Se quedó callado esperando el momento en que debía marcharse, mientras ella pensaba que Lunes traería la tranquilidad artificial de la ignorancia. A diferencia de Domingo, Lunes no decía ni pío porque aún se encontraba desperezándose. Y mucho menos preguntaba nada. Nada de nada.