Es como tener dos rosas de cristal en sendas manos. Una diáfana y de aspecto delicado y otra de cuerpo ahumado, creando un espejismo de rigidez e impasibilidad. No obstante, con apenas un movimiento de cualquiera de las dos manos ambas, frágiles como son, estallarían en mil pedazos contra las baldosas del suelo. Si, por el contrario, las dos manos se acercan e impactan las dos rosas saltarían y fragmentarían así sus cuerpos y los rayos de luz que se reflejaran en el cristal virgen. En la sujeción de ambas de manera simultánea se halla la clave. En no dejar caer ninguna de las dos ni enfrentarlas en un encontronazo letal. En, al fin y al cabo, el aguante sencillo e imperioso de mantener a ambas con vida.
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