Si a veces precipito las pestañas hacia mis mejillas todavía veo restos de sangre en mis manos. No me he dado cuenta, y me he pasado los dedos por el pelo enredado cubriendo algunos mechones de esa masa carmesí y perturbadora. Dejo también esa marca sanguinolenta alrededor de mi cuello, como huellas de un asesinato que sin duda cometí aunque no esté muy clara todavía la autopsia de las víctimas. Porque hubo más de una, y ambas siguen reviviendo el crimen cada vez que acuden impuntuales -como siempre- los recuerdos a la cita que ellos mismos fijan. Trayendo, como trae la marea a la orilla un objeto perdido días antes, los glóbulos rojos que cubrieron las pieles de nuestras almas cuando estuvieron a punto de rasgarse para siempre. Qué tontería, ¿verdad? Creíamos que nos íbamos a quedar sin alma. Que se iba a escapar nuestro espíritu por la boca y dejar sólo un recipiente caliente e insensible. Que íbamos a sacrificar todo lo demás por todo lo que nos estaba destrozando las entrañas en ese mismo momento. Qué tontería, ¿verdad? Creerlo. Aunque lo creyéramos de verdad.
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