Sólo salgo bien en las fotos cuando salgo contigo, decía siempre.
Y tras esa frase sobrevenía una sonrisa, porque le encantaba salir con ella en las fotos. No solían hacerse muchas, pero encontraba que las pocas que se hacían alcanzaban la sencilla y compleja perfección. Dos sonrisas que pasarían desapercibidas para cualquiera pero que para ellos era un sustento. Un modo de vida. Por eso sólo se gustaba en las fotos cuando salía con ella. Cuando salían juntos.
Pero como ocurre con casi siempre la felicidad es corta, aunque en verdad llevara años agotándose. El tiempo se convirtió en una losa que agrietó sus labios y, mientras el alma de ella se iba arrugando, él seguía ensimismando en las sonrisas de las fotos, las del pasado, sin pararse en avivar las del presente.
Cuando te digo que te quiero, porque te quiero, ya no siento que podría morirme con esas palabras en la garganta. He esperado mucho, pero ya no puedo más. He recogido mis cosas. Me voy. Te quiero, de verdad que te quiero. Pero ya no puedo más. Intenta entenderme... Te llamaré en unos días. Cuídate.
Y se marchó dándole un beso fugaz y envenenado en la mejilla. Se marchó y se llevó todas sus cosas, menos las fotos que tenían juntos. Así que él se quedó con las fotos, pero también con la ausencia. Pero en el blanco de los dientes de los rostros de aquellas fotos sólo encontró un vacío oscuro. Se había ido. Podían desaparecer las cámaras de todo el mundo, porque él no iba a volver a hacerse una foto jamás.
A los días, ella lo llamó. Sin respuesta. Volvió a hacerlo, obteniendo el mismo resultado. Preocupada, volvió al piso que compartían aprovechando que aún tenía la llave y esperando encontrarlo ahí. Lo encontró. O al menos creyó encontrarlo, porque no pudo reconocerlo.
Lo que antes había sido su rostro era un amasijo de arañazos sanguinolentos que apenas dejaban adivinar sus rasgos faciales. Horas más tarde, en la autopsia, el forense firmó que el fallecido se los había autoinfligido antes de morir de un disparo en la sien derecha, también autoinfligido. Pero eso ella ya lo sabía. Cuando lo encontró, él agarraba una foto que estaba manchada de sangre de sus propios dedos. En ella salían los dos. Sonriendo. Y por detrás encontró unas palabras en letra temblorosa y dolorida:
Sólo salgo bien en las fotos cuando salgo contigo. Como decía siempre.