De pequeña me aterraban los silencios. Ahora reflexiono y pienso que tendría más sentido que me aterrara más lo que venía después; sin embargo creo que después el miedo se mezclaba con la alarma, la impotencia y los deseos de que todo eso acabara. Con los años ese pavor por los silencios se ha ido convirtiendo en una aceptación tácita. Los he, los hemos, asimilado como parte del todo: de los días, del hogar, de la vida, que se suele decir. Aparte, ya no suelen sucederlos tormentas. Ahora son signo de resignación y de cansancio, e incluso de exasperación y resentimiento. Ya no son como ese silencio que debe de reinar en el océano cuando va tragando sosegadamente agua hacia adentro y la suelta en una ola devastadora y brutal que puede llegar a ser letal. Ahora son más bien como el sonido de una lluvia fina que cala a pesar de su levedad cuando impacta en la superficie marina. Siguen sin gustarme, pero ya no me aterran. Cuando me paro a meditarlo no puedo evitar preguntarme si es mejor ese miedo trastornado o esta mansedumbre infecta y triste.
No sé contestarme. O tal vez me niegue a hacerlo.
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