Él ya no sale a fumar. Habrá sucumbido a la presión social o le habrá hecho caso a su hermana, que siempre le hablaba de lo amarillos que se le estaban poniendo los dientes y de que así iba a espantar a los alumnos, o igual se levantó un domingo y dijo A tomar por culo, voy a fingir que los domingos sirven de algo, o tal vez ha conocido a una mujer que puede hacerlo feliz y no quiere darle besos con lengua que le sepan a ceniza. El caso es que ha debido de dejarlo, porque ya no sale a fumar.
Ella ya no puede observarlo en la puerta de la universidad o fingir que se ha dejado algo para volver a entrar al edificio y saludarle con una sonrisa tímida e intento de me-has-pillado-despistada y acto seguido respirar y pensar que aunque odie el tabaco de sus labios el humo parece que sale más limpio. Habrá sido la puta presión social o la pesada de su hermana, no lo sabe, pero todos los días se decía que si al siguiente estaba ahí, fumando, se pararía para hablar con él y achinar los ojos con el humo del cigarro.
Pero ya no está. Ha debido de dejar el vicio, privándola a ella del suyo, porque ya no está en la puerta, como un centinela que se alimenta de nicotina a ratos, más o menos cada dos horas, o tres si tenía dos clases seguidas. Y ella no sabe por qué ha dejado de fumar, si el último día que lo vio pensó que iría hasta él, le pediría un piti y diría Acabo la universidad en dos semanas, vamos a echarnos uno juntos para celebrarlo.
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