martes, 15 de septiembre de 2015

Doble graduada.

Cuando, dentro de varios años, me pregunten por mis últimos días de universitaria, ¿de qué les hablaré? ¿Les relataré los madrugones mientras en realidad acuden a mi mente los ojos hinchados? ¿Todavía recordaré las visitas al baño del trabajo, los dedos manchados de rímmel y la sonrisa impuesta y frágil mientras tecleaba con el alma vacía? ¿Vendrán a mí los pinchazos en el pecho y la desorientación cuando me pregunten por si fue duro hacer dos Trabajos de Fin de Grado a la vez?

Les contestaré que algo sí, pero estaré pensando en otras cosas.

En los desayunos de Ikea que ya no comeremos y en los muebles que ya nunca compraremos para un hogar que no existirá. En esta habitación de paredes desnudas que no llegaste a conocer, y en todos los japoneses de mi nuevo barrio en los que nunca entramos. En todas las canciones que descansarán en el cementerio que de vez en cuando activarán nuestra memoria mientras tal vez rememoramos también todas las películas que se quedaron en planes, y todos los viajes que no fueron más que proyectos cuando finalmente se separaron todos los caminos, y las estepas, que pensé que íbamos a recorrer juntos. Pensaré en las sábanas sin arrugas, las almohadas húmedas y la soledad de todas las casas llenas de gente pero vacías porque tú no estabas, en todas las fiestas que di y a las que no viniste y en todas las nevadas que observó sola tu ventana, sin mi nariz y mi cuerpo medio desnudo pegados al cristal. Tal vez no piense en videojuegos, ni en reportajes, ni en tribunales, sino en todos los capítulos de nuestra historia con los que quise llenar todas mis estanterías y que ya no escribiré por respeto, por pérdida, por olvido, por la batalla -finalmente- perdida a pesar de que en este cuerpo todavía quedaban fuerzas y ganas de llenarme las uñas de tierra y las rodillas de magulladuras para no hundirnos, ni que te hundieras.

Pensaré, quizás, en aquella tarde de septiembre, en las que el cielo ya comienza a ser gris y naranja, en la que Carmen me encargó un poemario lleno de desamor y se me encogió el espíritu mientras entre las nubes veía destellos de ojos amarillos y leía, sin poder evitar el torrente salado:

(...)
Pasará el tiempo
y no seremos esa pareja de ancianos
que se dicen día a día sus defectos
pero necesitan el uno del otro
para poder dormir,
vivir
y sobrevivir al terremoto de los años.

Nos olvidaremos,
como se olvida el tacto de los manillares de tu primera bicicleta
o la textura de los labios de tu primer beso.
(...)
LS.

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