Hace días que te noto pegado a mi espalda. Te sentí a partir de una noche de la semana pasada en la que, entre los recuerdos agitados y frescos de tus ojos extraños por primera vez, me dormí con tu presencia adherida a la piel de mis hombros. Pero no eras una carga, ni me estremecía el peso de nuestros demonios, y ni siquiera sentí la melancolía como piedras. Sentía tus brazos pegados a mí como cuando nos dormíamos en calma y exhaustos después de una pelea de cama o dejábamos que el silencio se mezclara con el agua caliente mientras nos dábamos un baño en tu casa, o en cualquiera de las habitaciones de hotel en las que cincelamos nuestros nombres de una manera pura y honesta. En efecto: es difícil encontrar a alguien con quien se pueden compartir horas sin decir una palabra en voz alta pero sin dejar de amar, de experimentar, de compartir.
Los días siguen pasando y procuro no hacer demasiados altos en el camino para preguntarme qué ha sido de nosotros. ¿De qué sirve? ¿Por qué darle vueltas a un pasado que no es presente, a unas vivencias ajadas, llenas ahora de grietas y en ruinas? Creo que nos veo como una foto en blanco y negro, uno de esos recuerdos que sin esperarlo recuperas y en un primer momento el hallazgo ilumina los ojos pero al segundo se cae en la cuenta de que los rostros que sonríen en el papel desgastado no han vuelto a sonreírse. Que el gris fue comiéndose el color poco a poco, porque así debía ser, porque así pareció decidirse, porque así tuve que aceptarlo aunque no deje de ser contradictorio caer en la cuenta que tal vez lo mejor para la salud es alejarse de la persona que más quieres.
No nos engañemos: no soy tan fuerte. A menudo tengo que forzarme a recordar por qué hemos llegado aquí. Y, entre todas las remembranzas llenas de luz e historias preciosas sobre lo que estaba siendo y lo que iba a ser nuestra vida, me obligo a sacar a flote también todos los golpes que fueron dañando mi piel, esa piel que sigo sintiendo contigo, y que convirtieron nuestros cuerpos en un campo de batalla que ojalá nunca hubiera alojado combatientes. Cuando te conocí fui consciente de que el amor puede acabar doliendo, pero no me arrepiento de no haber pensado jamás que iba a albergar cicatrices con tu nombre.
Por eso la fortaleza autoimpuesta y la calma trabajada segundo a segundo para que no se me desparramen los recuerdos. Por eso intento mantener mis ojos abiertos aunque choquen irremediablemente con los tuyos, perdidos, verdes, marrones, amarillos, líquidos, grandes, temerosos, vacilantes y tuyos, siempre tuyos, y tenga que agarrarme con fuerza al timón y seguir aguantando la tempestad. En el espectro de mi mirada abarco entonces todo lo que puedo: tanto mayo de 2014 como septiembre de 2015, tanto Iván Ferreiro y la electricidad como Warcry y el vapor, tanto la amarga sensación de acabar sabiendo como la sutil felicidad que sentía en esa bañera contigo, con el fuego bailando a nuestro alrededor y un albornoz de Hulk envidiando nuestro contacto.
Pero sobre todo me obligo al silencio, como me dije hace meses. Porque verbalizar más a menudo que en parte sigues aquí sólo provocaría caminar hacia atrás sin rumbo real, sin objetivo presente. Creo que todos nuestros rumbos y objetivos se marcharon, y descansan con nuestras sonrisas en esa foto en blanco y negro en la que todavía brillan nuestros nombres, aquellos que eran sólo nuestros. Que siguen siéndolos, aunque ya no quiera escribir sobre ellos.
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