lunes, 30 de junio de 2008

Dicen que ha estirado las horas, peligrando en el abismo entre la petición y la exigencia. Cree que ha estirado la esfera del reloj para que le mienta e intentar suavizar la situación. Lo que no ha podido estirar es su semblante; es difícil para ella camuflarlo y presentarlo seco, sin ninguna tormenta bailando detrás del cristal transparente de sus ojos.

Se le han enquistado los gritos y las miradas dentro, muy pegados al alma, y ha intentado esconderlo tiñéndose de rojo y dejándose arder. Palabras impregnadas de veneno que retumban en las paredes. De vez en cuando le sigue doliendo, pero no hay pomadas ni operación común y realizable.

Ha roto la cerradura de su boca para así no tener que tragarse la llave. Engullirla significaría seguir teniéndola abierta. Antes de ello se ha relamido los labios y ha murmurado un par de juramentos entre agua y sal. Ha intentado evitar formularse las mismas preguntas que se acumulan en el bulto incómodo de su garganta. En vano, porque la han golpeado con violencia hasta que la duda se ha adueñado de todo el lado derecho de la cama.

Se ha equivocado y los labios le han sangrado por dentro de palabras que tendría que haber liberado, en lugar de escupirlas a duras penas, de desear unas gafas oscuras que la escusaran de esa chispa en sus pupilas. Ha temido dañar la puerta del mundo que le sirve de refugio, incansable, de duras manos y abrazos que invitan a pasar la noche allí y no volver a pisar este otro mundo. Evita tener que poner la palabra su delante de uno de los dos. Aunque sabe la respuesta.

Ha recogido en silencio los pedazos de la percha que ha roto al colgar su falda. La rabia quiso colgar el rostro serio, las ganas de que esto cambie, su infancia. Pero no pudo.

martes, 24 de junio de 2008

Una de las cosas por las que no me gusta poner orden en mi habitación es porque sé lo que me puedo encontrar. Es una especie de amor extraño... Saber que estoy atada a los vestigios de mi vida que encuentre, porque no son más que partes de mí, y querer reencontrarlos, pero al mismo tiempo evitar ese choque. Ese choque que probablemente desequilibrará mis pasos, arrebatándome los frenos entre tanto estruendo de imágenes pasadas.

He tenido parte de mis dibujos en las manos. Dibujos en páginas sueltas, desde hace unos cuatro años hasta hoy mismo. Me han dolido y no sé por qué. No salen de mi cajón, y no me parece justo. He sentido que en cada uno había volcado una parte de mí que esperaba ver el sol y que los he dejado a oscuras sin más, propiciando que yo me fuera quedando, a su vez, inquietantemente vacía. Me han entrado ganas de ayudarles un poco más a respirar... Y no he sabido cómo.

He pensado en por qué los hice. En todos los viernes desde hace diez años, por qué esa imagen, por qué esos ojos, qué esperaba encontrar en ellos. Me he preguntado si esperaba que alguien me dijera lo bonito que era, que se parecía a la persona en cuestión... Pero no quería eso. No sabía, ni sé, lo que quiero. Y me han dolido, sin saber de nuevo por qué. Me ha dolido observarlos en silencio y ordenarlos para volver a guardarlos en el cajón.

Los he sentido huérfanos, nada míos. Y me han producido una confusión extrema. ¿Qué hago con ellos? ¿Los condeno a ser recuerdos, sin más? ¿Por qué parece que lloran desde sus ojos de carbón, de tinta azulada o polvo de sanguina? Cortándoles las alas, llevando a cabo un asesinato que atenta, a mi juicio, contra el breve fulgor de arte que pudiera albergar dentro. Tal vez era eso. Que ya no siento el arte, salvo en contadas ocasiones. Que los tengo a centenares, viejos o nuevos, en color o en blanco y negro o tonos sepias, unos contra otros, guardados, sin luz.

Sin luz... Quizás he sentido miedo de ser como ellos. De que unas manos gigantescas me guarden sin pedirme permiso, de no salir de entre las sombras. De ser recuerdo y brisa lejana en mentes ajenas, de traer tonos grisáceos a los paisajes de atardeceres o los rostros juveniles... Sólo con mirarlos un instante.

domingo, 22 de junio de 2008

-Necesito salir de aquí.

-Pues nos vamos a dar una vuelta, ¿eh? Tranquila, anda, que ahora nos vamos...

Ella sonríe, a su pesar. No la entiende. No entiende que lo que de verdad necesita no es abandonar la habitación, ni salir a ver si los árboles de la calle se han acercado más al sol o no. Lo que necesita es irse, ser ella más que nunca, irse de todo, sin preocuparse en volver a la hora que sea, en mirar el reloj. Se deja caer en el sofá y suspira. ¿Tan difícil es? Evita mirarse en el espejo que le queda delante porque justamente es eso lo que quiere evitar. No quiere verse. Quiere dejar sus ojos en esa butaca y volar lejos. Quiere dejarse toda ella, y no depender de su imagen, de las formas que adivina en el cristal del baño cuando va de madrugada a la cocina y pasa por delante. Siente una punzada de dolor en los pies y se enfrenta con el cansancio. Otro motivo para olvidar también sus pies y marcharse. Desea probar las nubes por fin. Algo tan sencillo como volar...

Pero está allí. Y todos creen que lo que quiere es ir a caminar. No comprenden que ya no quiere caminar, ni hablar, ni saborear, ni tocar con las manos. Quiere vencer la jaula de piel y huesos en la que se siente encerrada e irse. Ojalá pudiera dejar su cuerpo ahí sentado y marcharse, toda ella, hermosa, hacia ninguna parte.

miércoles, 18 de junio de 2008

De repente te ves obligado a hacer hoy lo que siempre dejas para mañana. Y no tienes otra opción a la que agarrarte: sin guantes, ni ganas, ni nada, comienzas a escarbar en el pasado.

Vas descubriendo espinitas que siguen arañando la piel desde la distancia, y te sorprendes de que su sabor agrio siga allí. Continúas intentando dejar todo limpio, pero ya vaticinas que te va a vencer la paciencia y no vas a poder. Te topas con el aroma inconfundible del recuerdo, y sus reproches, por mantener una parte de él escondido. ¿A qué juegas?, parece decirte mientras te llenas de gris y polvo de imágenes gastadas. Preparas los puños por si viene, siguiendo maliciosamente a la nostalgia, la melancolía. A esa hoy no la vas a dejar pasar, porque sabes que tu ánimo anda con la guardia bajada, así que te preparas.


Sigues empeñándote en hacer las cosas a derechas, pero cada vez más cansada, con más turbulencias por dentro causadas por la regresión inminente. Acabas por dejarlo todo torcido y no importarte. Te tumbas a la sombra de la desgana y procuras que el recuerdo no te haga demasiado daño cuando pasa por encima tuyo.


Has decidido que te da igual. Que te quedas con el ahora y con lo que venga. Que hay que echarle demasiadas ganas y demasiado empeño para querer entenderse con el recuerdo sin levantar la voz... Al fin y al cabo, os tenéis atrapados, los dos, porque os necesitáis. Los dos. Enrevesado y simple círculo vicioso...

La humedad que encharca ligeramente mis ojos va resbalando poco a poco por las mejillas, yendo a morir en el primer obstáculo, dividiéndose en cachitos apenas visibles que hacen honor al tema del día, al agua. Voy a mancharle la camiseta, pienso. Pero se está tan bien allí metida que no quiero separarme. Y noto que me abraza más fuerte -o tal vez es mi imaginación, que lo desea- y permanezco allí lejos del mundo.

Porque me va transmitiendo la luz que emana, dándome calor por dentro y secándome el rostro, lentamente, desdoblando con dulzura las puntas malheridas de mis alas.

De tanto desconcierto de primeras, impotencia y decepción; para que luego vengan sus brazos que me reconfortan, sus labios posados suavemente en mi pelo que me mantienen de pie, el horizonte cercano de su sonrisa, que está ahí, irradiando luz... Me va a explotar el alma, pienso. Pero sé que si eso ocurre estarán sus manos, grandes y trabajadoras, dispuestas a recoger los fragmentos y recomponerme si hiciera falta.

martes, 10 de junio de 2008

Permanece aún el sabor que el libro le ha dejado rondándole los labios. Se ha cansado de fórmulas físicas y se ha dejado seducir por el placer de la lectura. Apretándose bien el cinturón, se ha dejado ir lejos de las cuatro paredes naranjas de su habitación y se le ha escapado la tarde entre los dedos. Lo más delicioso es que no se arrepiente.

Ha sentido un torrente turbulento de sentimientos al acabarlo, al terminar de devorarlo. Se ha sentido dichosa, y feliz, ha querido irse de allí y echar a volar, se ha creído capaz de todo simplemente por contar con alguien que le espera. Ha leído sobre amor y siguen resonando las voces de los protagonistas en su mente. Ellos se han ido a llenarle el alma a otro, el rostro que ha presidido sus ojos sigue ahí, dándole calor.

Piensa en el vacío que se le queda, frío y amigo, muy dentro cada vez que se terminan las palabras. Esta vez ha sido distinto. Esta vez llevaba un nombre, un destello ambarino y travieso, un anhelo y una necesidad imperiosa de abandonarse a él rompiendo las esferas de todos los relojes a su alcance. Siente los corazones adolescentes de la realidad irreal de aquel libro como el suyo propio. Quiere dejarse llevar.

Siente unas ganas terriblemente reparadoras de besarle. De irse en zapatillas de estar por casa a buscarlo y encaramarse bien a sus brazos, contándole con su silencio tan habitual lo que acaba de leer. Quiere sentirse de nuevo una niña con sus bromas, perdiéndose entre la sonrisa contagiosa que intenta mirar impasible, odiando con amor esa risa que es capaz de poner en marcha la energía mecánica de sus sentidos.

Ha decidido que en cuanto cierre los ojos irá a buscarlo. Que va a salvar la distancia física que los separa y va a cumplir esas ganas de besarle. Y así poder escribir con la tinta de su lengua una historia para los dos. Y usarla en momentos como éste, en los que sus pies tiemblan rebeldes y su muñeca se voltea una y otra vez para poder ver qué hora es y preguntarse por qué aún es tan pronto.

sábado, 7 de junio de 2008

Es el miedo haciéndose un hueco en mi cama, provocando que quiera ser capaz de levantarme pero, por otro lado, él mismo me haya anclado al colchón con fuerza. Son las palabras que me desordenan el alma por dentro. Como un huracán que me pilla de improviso, aunque en el fondo supiera que tarde o temprano iba a llegar.

Este miedo a que se arranque de raíz la rutina, y cambien las cosas que constituyen los cimientos de mi día a día. No sé si sería capaz de andar sin tropezarme siempre si algo así ocurriera, creo que mi desorientación sería tal que acabaría dando vueltas sin sentido, hacia ninguna parte. Pero en sus semblantes veo la huella implacable de los años, y el cansancio, tan mal compañero de lo que se repite sin descanso una y otra vez y no trae nada bueno...

Y sentirme impotente. Con el agua escurriéndose entre mis dedos, sin poder atraparla para calmar la sed. Y es que este miedo me sigue dejando paralizada, aferrándose con fiereza a mis articulaciones. Lo peor es cuando se mezcla con el aliento de las promesas rotas y ambos se compinchan para erigir castillos en el aire, para envolverme en el qué pasará, en el cómo va a acabar esto.

Son los ojos hinchados y la voz que escucho amortiguada. Fingiendo que no he escuchado nada, mordiéndome los carrillos a ver si así pasa esta sensación de inutilidad. Y el sonido de los pañuelos de papel... Y la puerta cerrada desde dentro mientras los sollozos se intentan apagar en vano desde el baño, también cerrado. Tabiques separados por abismos a miles de kilómetros. El peor silencio que puede habitar esta estancia.

Y todo ello acaba conmigo, acurrucada, arañando el edredón, sintiendo el inconfundible sabor de la sangre que sale sigilosa por mis carrillos, sin creerme con ningún derecho de volcar esto en llanto. Soñando, despierta y con las manos en los oídos, con tiempos de dragones y princesas que olían distinto, no como el olor de esta mañana de sábado que escuece mucho después de haberse quedado tatuada en mi piel.

domingo, 1 de junio de 2008

La encontró contando los cristales rotos que había recogido del suelo. No quería dejarse ni uno, para que nadie se diera cuenta de que había vuelto a ocurrir. A primera vista, el suelo aparecía liso, sin nada que llamara la atención. La observó más detenidamente y se percató de que iba descalza. Le asombró esa manera que tenía siempre de confiarse cuando se rompía, como si quisiera decir que sentía que, después de eso, ya no tenía nada que perder.

-Te has dejado uno. Allí-. Y le señaló con su dedo, fino y elegante, el pedacito de cristal que había pasado desapercibido.

Ella no dijo nada, como siempre. Se limitó a recoger con manos temblorosas el trozo de cristal indicado, andando hasta allí de puntillas, y envolverse en el silencio que se pega a la piel después de las tormentas. La siguió mirando sin pretender parecer sigilosa, sabiendo que ella sabía que estaba fijándose en lo que hacía a cada instante. Como siempre hacía en esos instantes de turbación y agonía.

Cuando creyó que ya tenía todos los trozos reunidos de nuevo, miró al frente efímeramente y suspiró, tragándose las ganas de esparcirlos de nuevo por el suelo abaldosado. Los acarició con dulzura mientras la tristeza le estiraba la sonrisa.

Mientras ella se disponía a construirlo de nuevo, su alma se marchó sabiendo que iba a volver a verla muy pronto. En cuanto el cristal de sus ojos volviera a quebrarse.

viernes, 30 de mayo de 2008

Con el chisporroteo callado recorriendo cada rincón a la intemperie. Poco a poco se despereza, despertando los susurros anaranjados, la voz maliciosa que traerá la desgracia de los rincones negros de carbón, borrachos de preguntas. Se va sintiendo ya el calor devorando todo lo que coja de improviso, lo desprotegido.

No quiero entornar la mirada. No quiero entornar la mirada porque sé que va a ver el fuego que se me come por dentro y me llega hasta la lengua, incitándome a escupir las palabras encendidas que van haciendo cola en mi garganta, aumentando la presión, las ganas de clavarle los ojos a ver si también se quema. Como yo. Y es que estas llamas pegadas a mi piel desde dentro van a traspasarla, desatándolo todo, desclavando mis labios, que callan. Ahora todo es caos en mis adentros, un desorden candente y sin sentido que gira en torno a la misma forma de mirar, en la recámara, preparada para encender crispaciones. Sé que si me mira va a ver fuego asediando mis iris castaños, reflejos de la alienación que sufre mi alma con sus palabras, con los ojos acristalados que en mí despiertan admiración.

Pero debo esperar a la calma, al agotamiento de esta revolución que se gesta sin aviso. A las gotas de lluvia nacidas en mis pensamientos, que grisean y se agolpan y alcanzan mayor peso hasta que explotan, justamente, en lluvia salada que me limpia por dentro, que purga las dudas de este corazón encogido. Porque nunca viene mal un incendio interno que caliente esta frialdad que a veces se nos enquista, olvidándonos de ella, aceptándola, sumiéndonos en la terrible equivocación de creernos completos.

Y vuelvo a probar mis ojos, que ya no muerden, a atreverme a mirar al frente y encontrarme con esos otros que van a leer en ellos esta batalla, este fuego que se calma, poco a poco, pero que no cesa. Que se sigue mezclando con el marrón, haciéndolo brillar ligeramente.

lunes, 26 de mayo de 2008

Me pregunto si serán felices. Aunque en muchas ocasiones me da miedo esa cuestión suspendida en el aire, entre suspiro y suspiro, recubierta de temor y dióxido de carbono.

Me da miedo el ambiente que se adueña de la casa vacía cuando dos almas, a distinto tiempo, han salido de ella cerrando con un portazo. Esta sensación que se me mezcla con los recuerdos de tardes largas y tediosas, el volumen del corazón a tope, las lágrimas esperando a liberarse entre las paredes abaldosadas. No quiero volver al estremecimiento del sonido de una lata abriéndose, ni a los ojos rojos, ni a las noches con mi fuerza, inerme, entre la tela de mi almohada. Me atemoriza la realidad contundente, la ausencia de palabras que antes revivían, el renacer de sus cenizas de las mías. Las mías, que parece que van solas, sin guía, sólo con pensar en lo que me abruma y me suelta en el páramo gris de las eternas inquietudes.

Me asusta también no encontrarme entre mi mirada perdida, llegar a un momento en el que no me sepa reconocer, en el que esa extraña del espejo sea más que nunca esa extraña.

Y no sé si tendría que asustarme el estar mirando el reloj una y otra vez, esclava del tiempo y de su rumor que envejece, pendiente de los minutos que faltan para encontrar reposo entre otros brazos. Mientras, me acaricio las heridas yo misma, curadas a base de lluvia, de bálsamos ajenos.

Hay tanto miedo esta noche entre el ambiente enrarecido de mi habitación. Tanto temor irracional que me invita a cerrar los ojos y anima a mi pecho, que galopa, a coger más velocidad. Descorro la ventana y no alcanzo a ver la luna, rebelde entre tanto edificio y árbol semidesnudo. Lo único que alcanzo a ver son unos ojos, tiritando, reflejados en el cristal duro de mi ventana, temiendo la respuesta cuando se preguntan si serán felices.



Todos ustedes parecen felices...
...Y sonríen, a veces, cuando hablan.
(Ángel González)

sábado, 24 de mayo de 2008

A veces me creo dolorosamente prescindible. Y es entonces cuando me vuelvo más vulnerable, cuando me doy cuenta de que sigo sola, rodeada de gente, con el ruido de la tele y el mantel sin limpiar, pero sola.

En otras ocasiones creo que pierdo, y no sólo partidos u oportunidades o tiempo, sino que me pierdo a mí, a mí misma. Que pierdo parte de mí entre las aceras mojadas de lluvia de tormenta, que voy dejando un rastro gris que se me lleva, para acabar tal vez en alguna alcantarilla invisitable que probará mi olor, saboreando lo que fui. Y me da miedo esta sensación de perderme y no poder retenerme, porque pienso que pierdo lo que me ata a la gente. Lo que les hace caminar y pararse, un instante, a mirarme.

No rehuyo esta sensación aunque se quede en mi garganta. Sí que animaría a la confusión a marcharse esta noche... Esta confusión de no saber quién escribe ni por qué, de no conocerme a pesar de la condena de estarme siempre dentro de mí. Sensación de que mis palabras no son nada, absolutamente nada, y que no van a salvar la barrera de la incomunicación.

A veces hasta yo prescindiría de mí. Y así comprendo por qué me siento dolorosamente prescindible, por qué sigue la noche en mi pecho, la rebelión en mi garganta, el sueño aguardando impasible a que pase de largo.

miércoles, 21 de mayo de 2008

¿Dónde está el regazo que antaño lo curaba todo? Aquel en el que escondías tu nariz en días turbulentos y de rodillas magulladas. Dónde se esconde ahora la mano fuerte y firme que te guíaba envuelta en palabritas de aliento...

Y temes. Temes porque el 'no' se está alzando cada vez más impertérrito, más constante, más puntual a tus labios que el 'sí' que podías musitar antes. Antes, cuando pasabas las cenas mirando al frente, no a la comida que parece burlarse de ti en el plato, oyendo lejanamente la televisión. Temes porque no lo impides. Porque ahora prefieres callar y seguir mirando hacia abajo; palabras quemando, las manos frías.

Aun así te preguntas qué está ocurriendo. En qué puedes estar fallando para que se haya agotado la reserva de risas e interés. Porque sabes, sin dudarlo, que algo falla. Te empecinas en creer que tú lo estás haciendo bien, pero cada noche la misma sensación, el día agotado que se refleja en el temblequeo acuoso y salado de tus ojos. Si los suspiros calmaran esta guerra silenciosa, esta incertidumbre que no cesa y se sigue haciendo fuerte...

Sigues teniendo miedo. Miedo a lo que va pesando tu alma mientras cada palabra punzante y malintencionada va construyendo un grueso muro de piedra en torno a ella, para que no puedan traspasarlo más frases envenenadas. A ver si así se calma esta tempestad irracional, se alivia la desazón que se aloja en tu garganta cuando te metes en la cama. Tienes miedo. Porque la misma barrera de piedra que te escuda está impidiendo que penetren en ella, en tu alma, las palabras buenas, las balsámicas, las que ayudan. Aquellas que siempre acompañaban a la comodidad se ese regazo medio olvidado... Tienes miedo porque parece no importarte.

Anhelas. Anhelas el vacío que dejaba la ausencia de esta sensación que carcome. Ese vacío que, según el momento, era llenado por un beso, una conversación o una mirada sin parpadeos, de esas que llegaban limpias bien adentro, sin barreras ni muros que tuviera que franquear.

domingo, 18 de mayo de 2008

Tengo razón porque plantas arcoiris en el marrón oscuro austero de mis ojos. Porque mientras mis pupilas se mueven sedientas de izquiera a derecha, cada palabra recorrida se implanta en mi piel y se queda ahí, a la espera de un beso o de un roce suave que se la vuelva a llevar con el viento.

Tengo razón porque yo he estado ahí. He compartido momentos con cada uno de los pequeños que se aventuran por las líneas que salen de tu alma, por esos personajes que exploran el mundo sin saber que ellos mismos están erigiendo otro, al menos en mis entrañas. Y ellos y sus escenarios me han servido de refugio en innumerables ocasiones, ofreciéndome la paz que mi espíritu tanto ansía en esos momentos de flaqueza, desconectándome de la realidad para llevarme de la mano por tierras desconocidas.

Porque te miro y veo largas colas, con libros en la mano, tu sonrisa ahí, dándole luz a todo, tu mano cansada, tus ojos llenos de ilusión, mi boca dibujando la frase que abre este texto, sonriendo, sin más.

Tengo razón porque creo en ti, porque para mí ya lo eres, porque resoplo cuando discrepas de ello y saco a relucir mis argumentos. ¿No te das cuenta? Eres tú quien los alumbra, eres tú quien le da alas a mis palabras, rebeldes ellas, intentando hacerte ver lo que veo yo. Entre arcoiris que me nublan la visión y ganas de volar con ellas, con tus palabras, con los hilos enredados de un futuro que sé que se terminará cumpliendo.

jueves, 15 de mayo de 2008

MÍRAME DENTRO

Mírame dentro
Rompe la superficie
de cristal.
Y mírame dentro.
Escava, si gustas,
mis entrañas;
hazte un traje con mi piel.
Mientras, mírame dentro.
Descubre qué se desparrama
por mis ojos
cuando sonrío
desde dentro.
¿Aún no? Métete bien. Adentro.
Si lo prefieres, ponle nombre
a lo que me llena.
Escucha sin miedo
que no estoy sola,
siempre que puedas mirarme dentro.

Niego el vacío.
Si me escudriñas lo verás.
A él.
Mirándote desde dentro.
Inundando con su esencia
mi cuerpo.
A él.
Si me miras dentro.

miércoles, 14 de mayo de 2008

El manto gris que se había atrincherado entre el cielo y la tierra se vio iluminado cuando vio la camiseta azul de ella, a lo lejos, abrirse paso entre la gente que salía y entraba apresuradamente del centro comercial. Llevaba días estudiando sus movimientos, sabiendo que esa tarde pasaría por ese paso de cebra doble justo a esa hora, que no lo miraría y que se marcharía mientras su melena ondeaba al viento. Como todos los miércoles desde que empezó a buscarla a tientas. Pero esta vez se había decidido a brillar, a conseguir que ella le mirara y confíar así en una posibilidad loca. ¿Lo recordaría?

No obstante, ahora no le importaba. Ya casi notaba los dos mechones que siempre llevaba tapándole la cara rozando sus manos, casi escuchaba la tierna voz que le recordaba. Había pasado algo de tiempo, eso sí... No sabía si seguiría sonando igual, a primavera y agua fresca, pero quería escucharla de nuevo. Recuperó la sonrisa que tanto le gustaba a ella para la ocasión, a pesar de que le llegó a parecer una provocación indeseada en su momento. Estaba muy cerca.

Ella caminaba presurosa, como siempre, con la vista agazapada en el horizonte, sintiendo la fina lluvia en los brazos descubiertos, escuchando el sonido que producían los bajos mojados de su pantalón contra el suelo una y otra vez. Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en qué pasaría si lo volvía a ver, así que no se esperó para nada esa interrupción en su ensimismamiento, esa sonrisa tan detestable en la actualidad.

-Hasta luego, ¿qué tal?

-Hola. Bien... bien-siguió andando mientras le contestaba al aire. No se dio cuenta de quién era hasta que terminó de hablar. No se atrevió a mirar atrás, no se lo permitió.

Y de pronto, como una ráfaga de cierzo inclemente, los recuerdos azotaron todo su cuerpo, sin esperar ninguna petición de piedad. De súbito volvió de nuevo sus ojos castaños hacia dentro y se encontró en una adolescencia, la suya, recién estrenada; se vio delante de la pantalla del ordenador sonriendo inútilmente y mordiéndose los labios, visualizó los sueños que llevaban el nombre de aquel ser mientras le dolían otra vez. Saboreó, a su pesar, el veneno de las cicatrices. Maldijo aquel hasta luego escueto y malintencionado que había abierto esa caja de Pandora. Su caja de Pandora.

Aceleró el paso y se alejó lo más rápido posible del centro comercial, deseando no volverse a cruzar jamás con él. Ni en una tarde como aquella ni en sus recuerdos, aunque eso último iba a estar muy difícil.

Él la vio alejarse con la sonrisa en los labios. Había cambiado lo suficiente como para avivar en su interior el deseo de seguir con el juego, de tenerla aquí y luego allá, decirle las palabras indicadas, observar su reacción. Echó de menos los tiempos en los que ella habría hecho cualquier cosa por estar con él.

Deseó con todas sus fuerzas volverla a ver, intimidarla si había suerte. Volverla a ver tan niña y tan inexperta. Lanzó su deseo al aire para que se mezclara con la lluvia que caía, otra vez, del cielo gris. Sabiendo perfectamente que iba a chocar con la aversión de ella, con su miedo a otro encuentro. Sonrió de nuevo. Eso le divertía todavía más.

martes, 6 de mayo de 2008

Las luces recién nacidas del amanecer se van reflejando en cada una de las lágrimas que encharcan los momentos pasados, los adioses fugaces y entre abrazos que se colaron en aquel rincón blanco y sin nombre, hogar postizo y sentido durante pocos días.

Y es entonces, como si el sol quisiera lamer las ausencias que se han marchado para coger un tren y llegar lejos de nosotros, cuando me doy cuenta de que es el primer amanecer que recuerdo, en un momento así, en un día así. Poco a poco van luciendo las olas, propulsoras de ese sonido que me calma y me hace anhelarlas aquí y ahora, escondida, queriendo esconderme de todo y de todos, volver allí, con la arena fría, el alma solitaria y llena, conmigo. Se escuchan los sollozos ahogados que darán paso a las risas sin sentido y a los comentarios nostálgicos de imágenes grises.

La velocidad de mis pensamientos en estos momentos es casi nula, ya que se han parado para que -ellos también, añorando- se queden mirando a esos recuerdos que siguen allí, debajo de mi almohada y entre los pliegues de mi ropa. Casi siento el amanecer fulgurando breve, efímero, único, ahora, en esta noche que es como tantas otras, tan amarga y tan poco dulce en estos minutos que ahora malgasto. Veo el sol luciendo, chocar contra el mar y alumbrarnos sentados en esos viejos bancos verdes, oliendo a sal y a despedida. Lo noto como si fuera ahora, y no entonces, el nacimiento hermoso y naranja del astro rey.

Sin embargo, no entiendo por qué esta oscuridad tan cerrada que sí me deja ver, por qué las palabras no me saben bien, por qué sigo buscando ese sol que me abría los ojos perezosamente días atrás. Amanece en mis recuerdos, sólo en mis recuerdos; aquí todo es noche perpetua.

domingo, 27 de abril de 2008

De nuevo me marcho con la sensación de dejarme mil cosas. De nuevo me dicen que recordaré esto toda mi vida. De nuevo escucho el verbo aprovechar por todos lados, rebotando contra las finas paredes de mi mente.

Yo sólo sé que quiero volver con el alma más ancha, con la sensación de que no pasó nada por dejarme esas mil cosas. Llena de visiones y calores desconocidos. Pero esta vez es distinta, pues noto que me voy a quedar aquí a pesar de los kilómetros a la espalda, que no voy a acabar de salir de mi habitación. Es extraño este sentir amargo, este no saber a qué viene la mirada perdida más allá de las cortinas.

De todas formas, ya se verá. Tengo al sol que me alumbra hasta por la noche, cuando cierre los ojos para estar con él y tocarlo, para fijarnos los dos juntos en el viento del sur, tan pacífico él, o en la noche interminable si no soy capaz de dormir.

jueves, 24 de abril de 2008

Creo que todo lo que estamos haciendo no va a servir de nada. Que nos vamos a quedar igual, es decir, igual de mal que antes. Sonrío a mi pesar, entre estos temblequeos de voz. Ya me disculparéis, pero no puedo evitar que mi garganta se rebele. Quiero que sigamos. Que sigáis. Pero es esta desazón que me incita a abandonarlo todo... ¿Y si es verdad? Si todo lo que estamos haciendo no sirve de nada, ¿qué va a pasar?

Pulsó el botón de stop y dio una larga calada a su cigarrillo. La grabación acababa ahí. No sabía siquiera si ella había seguido hablando, desnudándose desde dentro, pero pensó que no le importaba. Se mintió de nuevo.

La primera vez que escuchó esas palabras se enfureció de una manera sobrehumana. Sintió cómo sus adentros ardían de rabia. Pero lo que más le dolió fue escuchar su propia voz vencida, acuchillada, diciendo que tenía razón. Que ella tenía razón. Jamás habría imaginado en ese momento, mientras los ojos le lloraban odio y confusión, que se arrepentiría tanto de haber decidido encerrarse en casa aquella noche y darle la espalda. Le había dolido tanto eso que dijo que... No quiso verla. Por un lado quería escupirle sus ganas de salir adelante, de sacarlos a todos adelante, pero por otro temía que el miedo a tirar la toalla se hiciera patente delante de sus ojos y abandonara. Él, también, abandonara.

No pudo. No pudo darse cuenta de que había que cambiar de lucha, intentar dar el brazo a torcer. Él no quería. Prometió que dejaría de lado la resignación y que podría con todo. Con todo. Aunque también prometió que ningún beso de los que le regalaba a ella sería el último y que sus manos seguirían descansando, agotadas, sobre su piel.

Más tarde, cuando se enteró de lo ocurrido, se maldijo mil veces. Sus pensamientos se nublaron de golpe. Se dijo que no podía ser posible. Volvió a escuchar la grabación entonces y advirtió nuevos matices en la voz de ella que se le habían escapado. Se la imaginó en penumbra, con el suave resplandor de las lágrimas prófugas sobre sus mejillas, intentando controlarse para que sus palabras tomaran claridad.

Se le resquebrajó el mundo. Sus pulmones le pidieron el alivio de la nicotina a pesar de que estuvieran faltos de oxígeno. Se sintió extraño mientras supo que acababa de morir. Pero, sin embargo, aún cargaba con la maldición de estar viviendo.

Había escuchado esa grabación miles de veces. Una y otra vez, alimentándose de ella mientras su alma desgarraba la noche a gritos hambrientos. Seguía sin poder creérselo. Si hubiera salido esa noche... ¡No! No podía ser capaz de pensar qué hubiera pasado si no se hubiese encerrado en lo superficial de las palabras de ella. Lloró. Lloró entonces y lloraba ahora. De miedo. De miedo a sentirse preso en apenas un minuto de grabación... Cogió aire pero no alcanzó fuerza alguna. No lo comprendió y no quería hacerlo ahora. Tan solo deseó una respuesta. Una sola respuesta.

¿Y ella? ¿Dónde estaba ella?


Apagó el cigarrillo mientras suspiraba largamente y apretaba el botón de play.

[15·o3·08]

miércoles, 23 de abril de 2008

-Entonces, ¿te vienes?
-Bueno, vale.
-Antes cierra los ojos. Y escúchame.

Y le dijo que iba a cogerlo de la mano y, juntos, contarían todas las estrellas que parpadearan a su paso. Le contó también que no quedaría rincón sin recorrer, tierra que no probaran las suelas de sus desgastados zapatos. Le prometió mil mares, mil amaneceres distintos naciendo de la espuma de las olas. Y ellos, allí, saborearían cada rayo de sol naciente, compartiéndolo finalmente a través de sus bocas, comprobando así si el sabor era similar al de la muerte inminente y rosada del atardecer. Le susurró con voz suave y leve, para que las nubes no se pusieran celosas, que pondrían sus nombres a todas las aceras y que las gotas de lluvia llevarían sus rostros de un lado a otro del mundo. Le aseguró que no quedaría pedazo de universo sin su presencia, y que le otorgaría al brillo de sus ojos luces de todos los colores, paisajes vírgenes esperando a ser descubiertos, primaveras infinitas ribeteadas de tiempo de tranquilidad. Terminó diciéndole, sin dudarlo, que saldrían ahora mismo.

-Ya. Ábrelos.

Él la miró a los ojos y sintió una sacudida, lenta y ácida, en el estómago. Algo le hizo cosquillas en las comisuras de los labios. Comprendió que ya habían llegado a su destino.

lunes, 21 de abril de 2008

Miró el hueco vacío preguntándose qué habría pasado esta vez. El cierre totalmente hermético del ausente no ayudaba para nada a esclarecer las dudas que, rebeldes, trepaban por las paredes del alma. Saboreaba poco a poco la comida, intentando que no todo le supiera a incertidumbre. En vano, no obstante. Cerraba los ojos y tragaba, directo el bolo alimenticio y plagado de interrogantes al estómago, ahí, a anudarse, a hacer bulto con todos los demás nervios que bailaban ajenos a todo. Observaba que no se nota tanto que las palabras carezcan de sentido con el sonido de la televisión de fondo. Y así, masticando automáticamente, bebiendo agua de vez en cuando y procurando no derramar ninguna gota, pasaron los minutos, y el informe metereológico, y los parpadeos, y el vello erizado si se escuchaba movimiento en el pasillo.

La cena ya había acabado, seguía el asiento vacío, la comida intacta. Seguía la tensión presidiendo la mesa, enseñando los dientes impolutos, sin probar bocado.