martes, 30 de diciembre de 2008

En lugar de ahogarme en mis suspiros, exorcizo las palabras que quería escribir y las hago luciérnagas que pueblan mi habitación y me alumbran cuando más lo necesito. Uso de portal la mordedura licántropa que tengo en la mano derecha y me escabullo de este mundo porque no quiero verlo más desteñido. Allá donde voy encuentro luz, con mis luciérnagas, que no eran otra cosa que palabras doloridas, y me lleno de paz.

Paso el pulgar por la marca de esos dientes y le voy cogiendo el gusto a esto de la magia. Ahora camino sobre la nostalgia del mar y su brisa salada pegada a la piel que me ha recorrido antes, y veo atardecer sentada en la arena y me sigue pareciendo algo sobrenatural. Esa gran bola naranja me sonríe, y le devuelvo la sonrisa. Las estrellas se me unen en este maravilloso estupor y me llevan de paseo sin demora. Me visten con sus ropas brillantes y me veo preciosa. No hay espejos, pero así me siento.

Soy capaz de cualquier cosa en esta calma que ha venido después de la tempestad. Porque me alegro de haber decidido dejar de salpicarme -y salpicaros- con palabras que arden y vencerme a la más pura fantasía, al escapismo que me enseñaron los románticos, a las tierras exóticas y las florituras literarias que me van sanando este dolor que carcome.

Me noto entera, y me tengo a mí y a este mordisco cuyo veneno me resulta peligroso. Normal, clavado debajo de la piel tanto tiempo y sigue expandiéndose, emborrachándome de deseos y visiones futuristas. En realidad, soy también una romántica y me encanta. Miro el reloj y veo que ya es día 30. Que todos duermen, o lo intentan. Que tengo ganas de ver qué me depara el día de mañana, y estaré agradecida si puedo disfrutar de lo que tengo hoy. Me puede esta sensibilidad de mujer que navega y no suele encontrar puerto, pero hace que me sienta viva, que en una madrugada como esta y ya lejos de ese atardecer marino, siempre se agradece. Lo dice Coldplay, Viva la vida.

domingo, 28 de diciembre de 2008

De vez en cuando me veo enloquecida por lo absurdo que albergo yo misma dentro. Y todo se reduce a mi colcha azul, mis piernas cruzadas y el portátil sobre ellas mientras apoyo mal la espalda en la pared. Me veo capaz de deshacer mi alma en minúsculos pedazos que se eleven y se marchen de aquí.

Echo de menos lo que no he tenido nunca. Son como ideas, cuando estoy disfrutando del placer de quedarme dormida, y no sé si vivo o estoy muriendo o amo o pienso o qué, pero estoy ahí, y mil palabras me surcan la mente. Intento tejerlas y me parece maravilloso lo que consigo. Al día siguiente no son más que polvo y me abruma la calidad de mi sinsentido.

Desnuda y con frío avanzo, dolorida e inerme, como a trompicones, venciendo barreras invencibles que estrujan mis pensamientos, que me sacan brillo a pesar del miedo a tener miedo; suspirando cuando me doy cuenta de que en realidad soy yo en pijama, delante de mi espejo, recién levantada. Me creo mundos que no soy capaz de sostener. Que acaban siendo motitas que se mueven dentro del rayo de luz, lentamente, sin levantar sospechas.

Me veo enloquecida al releerme, pero pienso que si temo es que de alguna manera sigo cuerda, porque dicen que miedo es lo que no tienen los locos. Antes disfrutaba, me reinventaba a mí misma, escribiendo. Ahora si temo es por la creatividad que me recorría no hace mucho, por que no vuelva nunca más.

Ahora si escribo acabo por pensar que no escribo, sino que junto palabras que forman frases, pero nada más. No veo ni chispa ni magia ni polvo de estrellas en mis líneas. Y lo curioso es que no siento dolor por esta dejadez austera a la que me abandono cada vez con más frecuencia.

Es como una idea... Que no ha estado nunca ahí, ni la he sentido jamás, ni siquiera la he soñado ni la he hecho resbalar entre mis dedos cuando no sé si vivo o estoy muriendo o qué, pero que de algún modo existe sin que yo lo sepa, y eso provoca que la eche de menos a pesar de que jamás la he tenido.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

El chico no siguió, se quedó callado, pensativo... rememoraba aquel tiempo que pasó con ella, aquellos besos y aquella nueva forma de vivir la vida que ella le había enseñado. Ahora, la tenía delante de sus ojos...tan cerca, pero tan lejos.
-Aquí tiene señor, si no desea nada mas...- dijo la chica dejándole la comida en una mesa. Pero cuando ya estaba desapareciendo el chico gritó:
-¡¿Por qué ya no me miras a los ojos?! ¿Por qué me haces sentir de esta manera?- dijo echando todo lo que llevaba dentro y le martilleaba la mente día y noche desde que sus labios dejaron de rozar los de la chica-¿Acaso por desprecio? ¿Por reproche, quizá?
La chica volvió la cara y lo miró, sus ojos se tocaron y hablaron entre ellos impidiendo a los dueños comprender lo que se decían. Unas finas lágrimas empañaron la mirada de la chica, y estas mismas lágrimas le hicieron decir esto:
-¡NO! ¡Por dios, no! ¡Por temor! ¡Por miedo! ¡Por miedo a ver en tus ojos la indiferencia que me demuestre que tú no me amas como yo te amo a ti!
Las mejillas de la chica tomaron un tono mas rosa de lo habitual, y el chico quedó sin palabras... era lo que quería escuchar pero no sabía que hacer. Cuando empezaban a acercarse la puerta se abrió y apareció Fulano.
-Señor, tenemos noticias del Rey-le dijo Fulano.
-Tiene trabajo- le dijo la chica y el recuerdo de que ella estaba por debajo de todo ese mundo le hizo tragarse las ganas y desapareció por el umbral de la puerta.
El chico atendió a Fulano pero al segundo sus instintos vencieron a su conciencia y fue tras la chica, a la cual encontró en el patio central. Ella estaba tendiendo ropa y él la observaba medio escondido detrás de un muro observándola y se dio cuenta de que su momento ya había pasado, que solo le quedaba amarla en silencio… aunque demostrarle su amor fuese lo que él más quería. El chico siguió observándola un rato más, hasta que lo llamaron para seguir con sus obligaciones, cada uno por su lado. Eso sería lo adecuado, no lo que él quería ni lo mejor, pero sí lo adecuado. El chico volvió a su trabajo y siguió observándola todo el tiempo que podía. Pero lo que el chico no sabía es que la chica había pensado y sentido lo mismo que él cuando estaba escondido tras el muro, y luchaba con todas sus fuerzas para que, día tras día, su voluntad no flaqueara y pudiese seguir aguantando sin su amor…

***

Catorce años recién cumplidos, creo. El comienzo de mi primera historia larga, e incompleta, llena de ilusión. Elisa, Héctor, Zafiro... airf. Luego vinieron Dalia y Carla, Paula, Eloy... Y mi Alberto de ojos grises, el único personaje a cuya historia le di fin. Rebuscando entre todo esto me he dado cuenta de que yo antes creaba. Pero que ahora simplemente no me sale, y sonrío al releer estas historias, la ausencia de tildes en pronombres, la repetición, las erratas. ¿Era ingenua, tal vez? Tal vez. Antes creaba (suspiro).

¿Sabéis una cosa? Me niego a creer que crecer es desengañarse.

martes, 9 de diciembre de 2008

Imagino que es totalmente distinto según la persona y la situación. Hasta aquí, no hay que ser muy inteligente para darse cuenta. Puedo decir también, y decirlo de verdad, que puede variar de ser un huracán que lo arrasa absolutamente todo para luego convertirse en un mar que apenas se mueve y en el que hundes tu pelo sin llegar a ahogarte.

A veces, sin embargo, se torna agujas afiladas que te recorren el cuerpo y establecen campamento justo en tu pecho, al resguardo de la tormenta que comenzará a gestarse en tu mirada de cristal oscuro. Pero hay otras en las que es una mano de dedos ágiles que acarician tu piel y la libran de los restos de sal que se acumulan en las grietas, ayudan con la magia de sus yemas a que dejen de supurar las heridas que sólo tú ves.

Ahora sí, estoy totalmente segura de que es algo que tiene un toque de fascinación porque es común a todas las personas pero irremplazablemente propio. Lo primero porque nacemos con ello, desde la primera lágrima, y lo segundo porque somos nuestros únicos dueños y de vez en cuando ni siquiera las palabras nos ayudan a darle alas para que los demás nos comprendan. Podría describir miles de ejemplos más, del mío propio, de los días y las noches con él y con su poesía y sus canciones grises.

Lo que me duele en serio es que se juegue con él, que se exagere o se le disfrace con cualquier burdo disfraz que lo torne apático y patéticamente hipócrita. Quiero que todos seamos sinceros con él primeramente, y que no nos construyamos castillos en el aire y luego le echemos la culpa a él, porque si eso es así es que anteriormente lo habíamos convertido en un simple vástago de nuestros deseos.

Está ahí, siempre, con nosotros, pase lo que pase, y debemos dejarlo hacer sin más, que nos vaya arropando poco a poco, o helándonos de frío si hace falta. El sentir nos llama y nos espera, a todas horas, pues nosotros mismos lo llamamos y lo esperamos, sin darnos cuenta de que nunca se va. Permanece, cristalino, como debe ser.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Acaba resumiéndose todo en gritos y en no encontrar ninguno lo que buscan. Si pensaron en que a esto se iba a reducir la puta rutina espero no llegar a desear nunca lo que desearon ellos cuando era antes y no ahora, cuando no estaba ni siquiera yo, cuando tal vez soñaban con una hija que se hiciera trenzas e hiciera exhibiciones de gimnasia rítimica. Cuando estaban locos, a lo mejor, de una manera distinta. No lo sé, lo digo por decir. No quiero que me hagan partícipe de su egoísmo ni que me salpique la sangre cuando se sacan las uñas mutuamente y comienzan a arañarse. Se me hace difícil darme cuenta de lo que digo cuando hace diez años esperaba a que se aliviara la tormenta sentada en el baño con los ojos cerrados.

Pero me quema la visión de los recuerdos distorsionados por burbujas de cerveza y balbuceos que no salían de ahí. Metido entre medio el sonido de la puerta que se cerraba a explicaciones, aislándose del resto de la casa. No me atrevo a adornar esa última frase con adverbios acabados en -mente.

No puedo evitar rendirme a la libertad única y de cada uno. Por supuesto, no puedo más que asistir al espectáculo como espectadora y seguir sacando las conclusiones para mí misma, que ahí se quedan, y no hay más. Pero en serio que no soporto que me salpique su saliva si se gritan, el eco de sus palabras, que llegue a mí, o al que comparte su sangre y mi sangre y ahora es ajeno a todo. Ya no lo quiero soportar, porque poder sí que puedo.

Y me siento yo, yo misma, el ser más egoísta del mundo por estos pensamientos que se quieren disfrazar de determinación. No quiero ser una errante que se crea que le ha sido cortado el camino. No quiero ser más que su hija, en los buenos y en los malos momentos, y por eso me asusta que mis dedos escupan con rabia todo esto. Dejando abierta la puerta al arrepentimiento posterior, al rostro frío, a las preguntas que hacen cola. Sin silencio alguno.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Acabo siempre en la misma pregunta. ¿Por qué, si antes me calmaba el llanto, me lo desata ahora? Creo que es precisamente por sentirme nada ante su capacidad destructora. Por tener la impresión de que consigue lo que quiere y, lo más importante, que yo me dejo.

Hay batallas que no se pueden vencer, igual que hay luchas que no acaban nunca y que terminan por desplazarse sigilosas de un sitio a otro del campo de batalla, librándose en distintos momentos pero siempre, siempre, dejando tras de sí un rastro de furia y resignación que crece.

No voy a conseguir nada siendo yo la que se arrastra en aguas pantanosas de un lado a otro secándose los ojos, torciendo la cabeza para que nadie la vea. Conseguiré mucho más si me construyo una cabaña a su orilla, y me espero ahí, definitivamente, a que la suciedad vaya bajando. No quiero despertarme dentro de mucho tiempo y sentir punzadas de dolor si pienso, si recuerdo. Prefiero no sentir nada.

Me quedo con mis canciones infinitamente tristes, las miradas de complicidad con mi hermano, las conversaciones que no me importan en absoluto y el temor a que ese sentimiento repugnante que me aflora en determinados momentos se apacigüé, poco a poco, con mi alma erizada. Saber que afuera tengo algo, también, ese rayo de luz que parpadea, las risas sin destapar.

Al fin y al cabo la rabia se calma con la sal de las lágrimas, y cada vez nace más débil. Me voy dando cuenta de que ya queda poco, que si ella acaba escuchando siempre lo que quiere escuchar, me va a dar igual pronunciarme que no. Así que, mi silencio aquí, mis ganas de gritar allá. Donde sé que se me puede calmar y desatar el llanto a partes iguales, sin reproches y sin frases que se repiten en la más absurda de las travesías. Dos no discuten si uno no quiere.

jueves, 27 de noviembre de 2008

La razón que me llevó ayer por la noche a pensar en el aliento cercano de la muerte ha venido a clase cabizbajo y con los ojos nublados de pena. Tal vez fue casualidad que ayer, justo ayer, me empezara a hablar para interesarse por el examen de matemáticas, y acabara contándome que no podía dejar de llorar y de pensar en ella. Me preguntó que por qué. Que por qué pasaba eso. Y no supe más que contestarle que ese porqué no existe, pues si lo averiguáramos el mundo se convertiría en un caos constante y superficial que acabaría por volvernos locos a todos.

Cuando he querido buscarlo, con esa incomodidad extraña en el estómago, no he podido encontrarlo y ha sido saliendo de clase cuando lo he visto. Apoyado en el marco de una puerta. "Hago el examen y me voy. No... no digas nada a los profesores si preguntan, ¿vale?", me dice de repente. Le he preguntado que qué tal estaba y he visto en sus ojos titilar la respuesta. No sabía muy bien cómo actuar... Sentía un vínculo frío que me unía a él porque explotó su monstruo interno en mi cara. Me ha parecido ver a los brazos buscándose, pero no he llegado a abrazarlo. Sintiéndolo casi como un desconocido, no me he atrevido, aunque ya hubiera pasado antes, pero siempre bromeando. "Hago el examen y me voy al entierro... De mi mejor amiga".

martes, 25 de noviembre de 2008

Estoy muerta de sueño. Los párpados me piden un poco de tregua y me exponen su deseo de cubrir de negro a mis negras pupilas. Pero yo, sin embargo, me empeño en darles largas accionando el botón de mis pensamientos.

Y no pienso en el examen de mañana, ni en si podré o no dormir siesta para aguantar mejor la tarde; tampoco pienso siquiera en a qué se debe el silencio esta vez de papá, por qué se ha vuelto a encerrar en sí mismo y no deja entrar a nadie. Me ha dado por pensar en las huellas, y en cómo el mar acaba borrándolas por mucho que se empeñen en ser profundas. En que él, con su lengua salada, borra el camino.

Y otra vez estoy aquí. Hablando de caminos. Con la mesa llena de bolígrafos y apuntes dispares que se me antojan ahora el lenguaje de la esquizofrenia. Si estaré haciendo bien, y por qué estoy tan segura de que me estoy equivocando a cada paso. No obstante, me queda agarrarme a que si hay equivocación habrá lección, algo aprenderé, algo se adherirá a mi piel para tenerlo en cuenta más tarde.

Inmediatamente otro pensamiento clarea entre la negrura de este otro que pesa tanto en el dolor que tengo desde hace dos días en la parte derecha de la cabeza. Y es el de seguir, seguir con las pequeñas cosas, seguir escribiendo palabras que no me atrevo a enseñar y se quedan en los cuadernos viejos y que casi siempre hablan de él. Pensar en cuánto me gusta el polisíndeton y el asíndeton y en que abuso demasiado de ellos. Lo mismo que la adjetivación seductora. Reír de vez en cuando y reírme de mí misma.

Quedarme con esa luz, que a veces bizquea, pero que otras irrumpe con fuerza y me ayuda a no seguir andando a tientas y con el corazón amordazado. Ese rayo de luz que me da los buenos días, y está aquí conmigo ahora en la noche, y me llena de historias. De besos, de nervios, de miedo, de risas, de aliento.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Me temblaban las rodillas. Porque me he sentido vibrar a cada verso. Con ellos. Me temblaban las rodillas después del mayor espectáculo que estremece mi alma, pero esta vez desde fuera, no desde dentro.

Me he sentido cansada, como si se hubiera desarrollado un frenesí dentro de mí cuando las luces se apagaban, y se iluminaban los torsos de ellos, sintiendo la luz caliente de los focos, la valía confiada a la memoria, volar sin alas siendo otro.

Uno de ellos tenía siempre los ojos llenos de lágrimas. En su voz desgarrada he sentido esas mismas fugas de agua y sal en mis mejillas, y aún las siento, mientras su cuerpo se estremecía, desnudándose para nosotros. Que soy amor, que soy naturaleza. La voz grave del otro te revolvía los cabellos, los míos, de punta a lo largo de los brazos. He sentido la cercanía de ambos, ese beso que moría en el aire antes de llegar a nacer, la impotencia de la pasión cortada. Los he sentido libres y lastrados al mismo tiempo, a los dos, mientras hacían de los tablones de ese escenario su hábitat natural.

Y se me ha ocurrido la locura infinita de ser como ellos. Me he asustado al pensar que quizá no esté siendo sincera conmigo misma, que me dé miedo, precisamente, ser libre. Tremendas ganas de gritar que quiero quedarme sorda de aplausos, y llorar cuando caiga y volverme a levantar mil veces ayudada del escalón que me separa de la realidad cuando me dejo ir con quien me toque en ese momento. Es otro mundo totalmente distinto.

Aunque nadie me escuche y crean que es una ilusión que se desvanecerá con mi alma de niña, a pesar de que piensen que el arte es secundario, que no forma parte de mí. Si nadie quiere escucharme, no importa, tengo la voz entrenada para atronar patios de butacas enteros. Pero no quiero pensar qué será de mí si la desazón se me apodera, si pienso que tienen razón, si no me lanzo como se lanzaron ellos.


De momento tengo el agotador deseo de no ser finita. De mezclarme con ellos, y no ser una más. De que sean ellos, vosotros, los que vibren, vibréis, conmigo. Y no yo la que vibre con ellos a cada verso, a cada frase subrayada en amarillo en el texto. Hoy oigo al teatro, que me llama, que me dice que si creo en él no estaré sola.

Oye mi voz rota en los violines.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Es inmensamente distinto recorrerlo sola. Puede hacer el mismo frío, que se me cuela por la nuca ahora indefensa y me produce cosquilleos en la espalda, o el mismo calor asfixiante, la ropa pegada al cuerpo, la sed en la lengua. La distancia es la misma, igual que el tiempo a consumir, así como los edificios que adornan el tramo.

Parece que todo está más en calma, si voy yo sola. Siento el tiritar de los árboles en mi piel misma, y escucho el crujir de las hojas bajo mis pasos. Es lo mismo, si lo miras desde fuera, pero yo sé que hay algo que cambia.

Tampoco la noche es la misma si nadie me acompaña. A decir verdad, me encanta que ahora anochezca tan pronto. La oscuridad que enseguida se cierne sobre mi escritorio me da un aliento gélido pero esperanzador, como un soplo de intimidad, y sé que en la oscuridad mi mano se va a cerrar más en torno a la suya. Sobre todo si hace frío, si las mías están frías, si niega ya mis ganas de excursionarlas por las laderas de su vientre con una mirada de aviso. Rompe el juego, pero mis dedos siguen planeando recorrer su espalda un día de éstos.

No es el mismo cruce sin semáforo, ni la misma farmacia que hace esquina, ni el mismo banco donde estaba sentado aquel día, con su mochila roja y negra, desorientada yo, también de rojo y negro mis emociones.

Es distinto recorrer el trecho de su casa a la mía sola, sin el objetivo de mis planes y excursiones futuras, sin que le hable a Mirca, ni sonría con esas arrugas en los ojos... Sin que me bese en mi portal, y volverme, arriesgando mi integridad física, un segundo antes de subir las escaleras. Y verlo, casi siempre, al otro lado del cristal. Recordándome por qué es tan distinto llegar a casa si me coge él de la mano...

viernes, 14 de noviembre de 2008

No pensaba en nada en concreto. Se concentraba en la canción que sonaba en sus oídos, en cómo la identificaba con esa persona. Sonreía, pero en realidad seguía notando esa tristeza que se le pegaba en las mejillas, la misma que la hacía estallar y romper a llorar los viernes por la noche. Cuando más sola se sentía.

Llegaba tarde, como siempre que tenía que acudir a su academia de dibujo. Ya casi iba a dejar las piscinas atrás cuando vio a aquel pelirrojo y su novia, sonrió con más intensidad al ver cómo estaban agarrados. Casi sintió las ganas de verse que habrían guardado durante toda la semana de clases. Se dijo que no los iba a molestar, que en una hora los iba a ver, así que siguió caminando. Pasó el primer tramo del paso de cebra doble y el semáforo se puso en rojo asaltándola en la mitad. Bufó, fastidiada, porque siempre le pasaba lo mismo. Miró su reloj digital. Las 17:07. Como siempre.

Se sintió ridícula, odiando esa estúpida rutina, queriendo algo que no sabía qué era. O tal vez sí, y lo ocultaba.

Mientras esperaba a que recuperara su supremacía el hombrecillo verde del semáforo, alguien le tocó en el brazo y se quitó un casco. No lo conocía, y se asustó. La calle está llena de gente, tranquila, no puede pasar nada, pensó.

-Todo lo que has vivido hasta este momento ha sido mentira. Así que párate y ponte en marcha de nuevo. Estáte preparada.

No entendió sus palabras y su mirada sonó recelosa. ¿Qué estaba pasando? Las 17:08. ¿Y el semáforo?

-No has sentido, no has hablado, no has descubierto nada. Todo una ilusión.

Y el sujeto en cuestión se fue, soplando levemente hacia el semáforo al mismo tiempo que se ponía en verde. Desconcertada, siguió su camino. Una ilusión... Sin saber por qué sintió un calor extraño. Como un sabor a esperanza.

Llegó a su academia y se centró en el lápiz de carbón y su dibujo. Pensó que esa máscara de mármol la estaba motivando de veras y que debía contárselo a alguien, pero por unas cosas o por otras comprendió que no llegaría a pronunciarlo en voz alta. Una intuición, mientras volvía a notar ese gris en la mirada. No pensó demasiado en aquel hombre, y en sus palabras. Tenía la mente centrada en lo de siempre, en lo que no quería hacer pero iba a hacer, en las obligaciones, en la amargura debajo de la lengua. Siguió dibujando. Intentando no pensar en nada.

Más tarde, en el refugio hirviendo de la ducha, volvió a recordar el hombre de aquella tarde y lo que le había dicho. Se enjabonó, poco a poco, con el ceño medio fruncido. Cuando volvió a poner en marcha el agua y empezó a pasar sus manos por todo su cuerpo, como siempre hacía, se paró en su tripa.

Ese día no pensó en ella como algo desagradable, ni se la estiró hacia arriba para ver cómo quedaría atractivamente plana. No, ese día no. La palpó con suavidad y algo extraño le rozó las yemas de los dos. ¿Qué pasaba? Se llenó la boca con un poco de agua y la escupió un par de veces, aunque le habían dicho que eso era una guarrada. Solía hacerlo.

Y se dio cuenta. En ese momento, acariciando su tripa de nuevo, se percató. Antes, ahí mismo, en el centro, tenía un ombligo. Un ombligo. Pasó sus manos una vez más por ahí y, sintiéndose en paz, pensó en sus clases de religión del colegio, y en Adán y en Eva, y si tendrían ombligo ellos, en ese viernes, en los que vendrían, en los que vinieron pero en realidad no hicieron acto de presencia. Pensó en qué venía ahora, en lo maravillosa que estaba la vida sin empezar, en el sueño tan desequilibrado que había tenido durante dieciséis años... En que, ahora que podía, al despertar, elegiría ser otra persona que no fuera ella.

domingo, 9 de noviembre de 2008

-Eh, ¡espera! ¿Adónde vas, si se puede saber?

Cierto era... Hacia dónde dirigía sus pasos. La última vez que se marchó con el petate al hombro ansiaba encontrarse a sí misma y volvío habiéndose perdido por completo. Y ahora, mientras el Domingo la desarmaba una semana más, no sabía qué contestar. Adónde iba.

-No... no lo sé.

Evitó mirar a nadie, pues odiaba las miradas contemplativas en ese momento. En el momento en que no tenía piel, ni huesos; simplemente era una sombra como cualquier otra, que alimentándose del recuerdo se hacía cada vez más y más etérea. No supo contestar, ya que no sabía adónde iba. Ni siquiera se había marcado un destino. Estuvo meditándolo durante unos minutos, hasta que comprendió que lo que ocurría en realidad era que solamente quería huir. Huir. Y para huir no necesitaba destinos, tan solo dejar de ser una sombra semitransparente.

Cerró los ojos y se miró hacia adentro. Vio muchos deseos, muchas lamentaciones, pocas ganas de ser lo que le habían dicho que fuera. Más perdida que nunca, no sabía a qué agarrarse. Sólo disponía de la soledad que le helaba el alma ahora mismo, sola como estaba, colándose contundente por los pliegues de su pijama.

Sabía que tenía que seguir hacia adelante, pero era la añoranza gris la que la ataba aún aquí. Porque añoraba, y mucho, y añorar solamente conseguía que aumentara esa sensación de vacío, de ser dolorosamente única, y prescindible.

Finalmente, no le contestó. Echó a andar despacio sin petate y sin destino. Aceptó que quería huir y aceptó también que no iba a volver a encontrarse consigo misma. Y, mientras andaba, pequeñita como era, pensaba en esas palabras, esa pregunta, ese frío, esas ganas que se enquistan, arrugadas, debajo de la cama.

martes, 4 de noviembre de 2008

Es estar divagando un buen rato. Y acabar borrando todo lo que habías escrito. Porque si estás triste estás triste, días malos tenemos todos. Y no quiero escribir que la monstruosidad está tapiando las ventanas de mi alma -o eso intenta-, y que mira a las demás antojándoseles hermosas todas y metiéndose con mis ojeras y mi pelo despeinado.

Para qué construir oscuros laberintos de palabras que acaben diciendo lo mismo, lo de tantos otros días. Pero, eso sí, añadiendo el puntito de luz veraz. El que te dan ellos con sus abrazos temerosos. El que te da él, aunque ya no quieras ni decírselo, porque crees que al final se acabará cansando. Ese puntito de luz. Y la canción. La canción. Esa que dice que ha visto días grises en días soleados.

lunes, 27 de octubre de 2008

No sé si sabes que te quiero, de verdad, que lo que tú me das no me lo da nadie más. Aunque todos te vean frío a mí me gusta cuando me lo calmas, lentamente, y en la desnudez que provocas encuentro un refugio. Y el asfalto cubierto de ropa y delirios, haciendo chas chas cuando la pisas, alfombra solamente tuya.

No sé si sabes, Otoño, que agradezco tu vuelta. Siempre que vuelves. Y es que a pesar de que haya veces en los que me diga que no te necesito, te echo de menos por testaruda, y no sé si es buena esta dependencia que de vez en cuando me asalta y este humor variable que me provoca tu falta. Hay veces que no sé dónde estoy ni quién soy, que soy toda sentimientos dispares y desordenados, que me ahogan. Pero vienes, siempre vienes, y en tus brazos encuentro la calma que precisa mi cabeza, y desaparece el dolor porque tu bálsamo es milagroso. Totalmente magnífico cuando las heridas escuecen con la sal de las lágrimas. Estás tú, con tus labios a veces secos, para besarme en silencio y hacerme reír con el viento que me apaga el fuego de las mejillas.

Las noches son duras contigo, porque me encuentro sola y en casi todas deseando que me soples un poquito más en las manos y me llenes por dentro. Pero sé que hay limitaciones, que yo no lo soy todo y ese equilibrio es el que me mantiene todavía viva. Viva porque despierto sabiendo que puedo sentirte, otra vez.

Suelo tener la necesidad imperiosa de decirte que amándote me paso las horas, en silencio, porque tengo la sensación de que nadie va a comprender cómo lo hago. Tal vez tú, cuando me miras a los ojos, o tal vez no. Quizás es que te quiero sólo para mí. Y no la digo en voz alta, ni siquiera a ti, puede que por miedo, o por tu sonrisa burlona.

Aquí en las calles de mi alma suele ser Otoño siempre. Porque estás tú llenándolas de pasos y de hojas secas que ansían volver a nacer para caer de nuevo. Y así como los árboles te espero, Otoño mío, a medio desnudar. En la locura que me transmites y en el nudo en la garganta que a veces siento. Siempre estás tú, con tus ojos de vidrio otoñal rodeados de pecas tostadas, tus manos enormes y mitológicas. Tu ceño fruncido y tu sonrisa joven, enigmática incluso. Mi Otoño perpetuo, mi paz y mi caos, mi niño.

lunes, 20 de octubre de 2008

Totalmente dispersa mi mente se extiende hasta llenar toda la habitación, chocando en las esquinas, arañando el cristal de la ventana con las uñas. No voy a abrirla, pues el escaso viento que entre me va a traer su nombre, una vez más, y debo alejarlo, por el momento, porque los trazos firmes de las letras que lo componen no me dejan ver más allá.

Idéntico a las mañanas, con las frases que resbalan en mi imaginación y se transforman, traviesas, alejándome de la lección de ese día, de las preocupaciones de la tarde y las ganas de las vueltas del reloj. Y se tornan en una palabra, y me dice ven, y voy sin pensarlo, y acabo chocando con el metacrilato de sus ojos en mi memoria, justo al atardecer de un sol naranja en el cielo gris, brillando. Luego se torna en ilusa y me incorporo, pero no sirve de nada. Hace demasiado viento. Sus dientes me gritan demasiado.

Sucesivamente pasan las horas, y las palabras, yendo de una a más, a muchas más, que forman frases, y recuerdos, y atrevidas fantasías que aceleran los minutos, los latidos, la sonrisa por dentro. Decido que no tengo remedio y me quedo en dos palabras, extrañamente sola en ese momento.

Con los relojes en mi contra y el ánimo caminando de rodillas, las ganas olvidadas en casa, lo ojos entreabiertos, una palabra suya me basta. Le dice ven a la quietud de mi mente, y me dejo ir, para volver dentro de un rato a por más realidad fría, a por más palabras flotando en el aire.

sábado, 18 de octubre de 2008

Lo que me hace falta ahora, después de dos horas entre líneas de palabras alejadas de cualquier tipo de literatura, son los gritos de siempre. No dejo de preguntarme en este mismo momento por qué nos empeñamos tanto en hacernos tanto daño. Qué ansiamos conseguir con este individualismo brutal que me hace ver esta jodida casa como un campo de batalla. No en qué tipo de guerra nos hemos metido, pero sólo sé que el último que se duerme es el coronado más fuerte.

Está el soldado que renquea y decide hacerse a un lado mientras todo lo demás sigue el curso marcado. Y bosteza, incluso, y habla del tiempo que hace y se guarece en la certeza de que dentro de poco saldrá de aquí, de nuevo, para volver en su ciclo de vida y aparentar que las cosas van con calma.

Luego el silencioso, el callado, que va de un lado a otro del campo de batalla y observa, y hace apuntes con la vista y de vez en cuando me da aliento. Pero que se ve tan lejano también, pero tan dispuesto a entregarse a la violencia de la lucha, que me impone una línea de respeto que no cruzo. A pesar de que en mi fuero interno guardo sentimientos hacia él que no voy a gritarle nunca.

Y finalmente el que está siempre a punto con rapidez, el mártir, el que más tarde me reprocha mi quietud a gritos. El mismo del que desecho sus lágrimas porque ya tengo suficientes con las mías. Porque tal vez fuimos amigos antes de todo, pero ahora sólo consigue lanzarme bien lejos, creyéndome a salvo en el camino que no hayan marcado sus pasos.

Por más que lo intento no le encuentro sentido a este instinto de supervivencia. Si lo pienso me sobran demasiadas cosas. Así que después de la irrupción en mi tienda del último soldado descrito, manchado de barro y queriendo más, y su Ya veo cómo estudias, el único deseo que me baila en el ánimo es el de abrir la puerta después de cerrarla de nuevo y encontrarme en otro sitio, otro mundo diferente, sin guerras estúpidas como ésta, en la que nadie habla claro y en la que el dolor se guarda dentro para sintetizarlo en rencor.

Y los mismos versos de siempre, delante de mí.

Todos ustedes parecen felices...
...y sonríen, a veces, cuando hablan.
Y se dicen, incluso,
palabras
de amor. Pero
se aman
de dos en dos
para
odiar de mil
en mil. Y guardan
toneladas de asco
por cada
milímetro de dicha.
Y parecen -nada
más que parecen- felices,
y hablan
con el fin de ocultar esa amargura
inevitable, y cuántas
veces no lo consiguen...
(...)

La próxima vez será mejor dirigir mis pasos a la biblioteca del barrio.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Se ganaba la vida narrando historias donde podía y siempre que alguien estaba dispuesto a escucharla. Por ello apreciaba su voz sobre todas las cosas; dulce y todavía niña, suavizando los oídos de aquellos que la buscaban o, con suerte, se topaban con ella un día cualquiera. Sin embargo, y para escozor de todos sus admiradores, jamás revelaba sus fuentes. De dónde venían sus cuentos, si eran suyos o prestados, o qué. No porque no quisiera celosamente, sino porque ella tampoco lo sabía.

Por eso el día que se quedó sin voz rozó la muerte con los dedos. Se creyó desfallecer mientras se peinaba el pelo sin descanso y nerviosamente. Estaba muda, completamente muda. Lloró. Estuvo llorando días y días con la esperanza de que alguna lágrima perezosa dejara de quemarle y le trajera algún sollozo en voz alta. ¿Qué podía hacer sin gritar siquiera? Para ella, ya no valía nada.

Un atardecer alguien atendió a las quejas de los que echaban de menos sus historias y la anhelaban indirectamente a ella. Alguien dijo que no se preocuparan, que él iba a arreglarlo. Era una persona fuerte, de voz grave, que imponía respeto y resultaba atractiva y misteriosa a la vista, con unos ojos brillantes en un destello infantil que se encendía si sonreía, alumbrando las calles grises y las pupilas descoloridas. Lo que las gentes no sabían es que ese hombre podría haberles dado de comer versos si hubiese querido.

Mientras ella seguía llorando y probando a articular palabras rotas, unos labios se le acercaron al oído y le dijeron que le daban su voz. Que no se alarmara por el tono, ya que en su garganta se tornaría grácil y transparente como siempre. En la penumbra ya marcada ella intentó mirarlo a los ojos y él le dijo que no necesitaba voz, que él rasgaba los silencios de otra manera. Por fin pudo sollozar y la chica le dio las gracias. Sin percatarse en ese momento de euforia y cansancio que volvía a hablar y que era él, el hombre fuerte y sin voz, el autor de los cuentos que ella contaba.

sábado, 4 de octubre de 2008

Haciendo peligrar el equilibrio térmico de tu cuerpo, mientras envidias al agua que resbala por él por ser simplemente agua, y tener un camino fijo, y no tener que preocuparse, aparentemente, por nada más.

Agua hirviendo que queme tus ideas, ahora mismo, en este momento. Y así disfrutar de la burbuja de vapor que has creado ajena a todo. El calor empieza a ser deliciosamente insoportable.

Pero cierras los ojos mientras recorres con los dedos los puntos que se enderezan de frío en tu tripa debajo del agua que quema. Y entonces piensas que deben de ser ellos las cuchillas afiladas que a veces notas que se extienden por tu cuerpo para evitar que nadie más se acerque y dañen su carne. Tu piel manda. O al menos transmite las órdenes caóticas de un interior pantanoso, bizqueando sus farolas, intentando guarecerse de los témpanos de hielo de este mes de octubre.

Evitas atender a las voces que te esperan fuera, cuando la burbuja no sea más que una mezcla de temperaturas que hará encoger tu corazón. Te aterra pensar que si no sales de ahí nunca más nadie va a percatarse de que falta algo de frío. Pues así te sientes. Viento gélido, frío peligroso.

Te quedarías, no obstante, una eternidad allí dentro. Intentando ocultarte que, en realidad, esperas que alguien haga explotar tu burbuja y te guarde del aliento helado de tu lado solitario, de la Soledad personificada en tus monosílabos y la ausencia de sonrisas. Te asusta la ventisca violenta de tus adentros.

miércoles, 1 de octubre de 2008

No había habido mucho movimiento en toda la noche. Charlábamos distraídamente mientras mi compañero conducía y poco más. Un par de alarmas de poca importancia. Para ser viernes estaba yendo la cosa muy tranquila. Tan tranquila que me estaba entrando un acojone extraño, sin saber por qué, simplemente porque sí. Y no me gustaba nada.

Entré en el bar porque mi vejiga ya no aguantaba más. Madre mía, qué descansada pude quedarme. Cuando salí vi que mi compañero había cambiado su expresión. Bueeeeno, me dije, ya tenemos juerga.

-Tenemos un aviso.
-Ya imagino, ya...

Me puso al día mientras llegábamos al lugar del aviso por radio. Creo que éramos los más cercanos, aparte de la patrulla que ya estaba ahí. Cuando llegamos, a pesar de que la noche ya estaba bien cerrada, todo era un hervidero de gente. Vecinas en bata, las que más. Mi conductor particular me miró en silencio diciéndome que ya sabía lo que me tocaba. Por eso de que tú eres tía y las entiendes mejor... Ya sabes. Qué morro tenía siempre, joder.

La agredida estaba siendo atendida por los servicios médicos. Los chalecos amarillos se me antojaron fantasmagóricos en todo ese espectáculo macabro al que no acababa de acostumbrarme. Uno me indicó con un gesto que me acercara. Se separó de los demás y me habló.

-Una de las vecinas ha dicho que su ex tenía una orden de alejamiento.
-¿Cómo está?
-Hecha un cisco... Pero aún puede hablar. Creo que debes escuchar lo que dice.

Me acerqué. En ese momento sí que estaba acojonada. Me agaché al lado de tanta vía, y maletines, y gasas y tubos que siempre me han dado un pavor maravilloso. Me atreví a mirarla a la cara y se me vino como un sabor rancio a la boca. Como si estuviera saboreando la rabia justo en ese momento. Casi no podía hablar. Adiviné que los ojos debían estar en su sitio por el flequillo despeinado, pero la hinchazón que sufría por toda la cara me impedía encontrárselos. Lo lamentable es que no dejaba de sangrar por el abdomen. Y aun así quería hablar, gritar su verdad. Se me clavaron las miradas de los médicos y asistentes. Todavía lo pienso y tiemblo.

Tuve que escuchar cómo musitaba con infinito esfuerzo que el hijo de puta que le había hecho aquello había compartido su cama durante años. Su cama y la sangre de sus puños con la de sus pómulos, día tras día, hasta que todo acababa ahí. Dijo que sabía que iba a morir. Y no pude decirle que no dijera eso porque tenía un jodido nudo en la garganta enorme. Dejó de hablar de súbito y pareció como si su alma se le escapara en la última frase. Lo siento. Si es que no me voy a olvidar nunca de esa voz, joder... Me retiré un poco cuando empezaron a reanimarla. Todo lo que veía estaba en gris, excepto la sangre que manchaba la calzada. Ni los gritos de los vecinos, ni los juramentos del médico que le pedía por la virgen que aguantara, ni nada.

Seguí allí cuando la reanimación se suavizó. Ahora sólo había que seguir bombeando sangre al corazón, engañando al resto de su cuerpo, para ver si algún órgano era salvable.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Creo que ya ha vivido lo suficiente para pintarle los labios de carmín. Que se ha asomado al mundo con cautela y ha madurado en parte, de mano en mano, de mente en mente, siempre titilando la ilusión. Podemos adornarla con el rojo de la adolescencia que está a punto de expandirse. Y así corregir sus imperfecciones y resaltar la magia de su boca, para que las palabras que cante tengan un regusto más dulce, la historia que nos tatúe nos encienda el recuerdo en tonos de otoño.

No sé si está de acuerdo, pero ya lo he hecho. Y la veo más hermosa, más mayor. Con su grosor encantador sin más, y ligeramente abultada porque me he dejado el lápiz de labios dentro, para que le dé calor y no deje de escribir sobre ella una sola sílaba.

Me invade una fría sensación de estar metiéndome demasiado en territorio vedado, pero me ha otorgado una paz maravillosa que me va a hacer soñar esta noche de una manera distinta y tenía que escribirlo. Intentar desgranar la esperanza que ha ido creciendo justo en mi estómago, mientras todos ellos me contaban sus historias.

La veo preciosa. Con su recién estrenado rojo pasión, brutalmente provocativa. Está creciendo, aunque pensáramos que ya lo había hecho del todo... Puede disponer aún de cosas por aprender, hacerse más elegante, alcanzar su propósito mientras sonríe con timidez, ya con un tono de labios más discreto. Tal vez resulte extraño, tratándose de la corrección de una novela, del cachito de vida del escritor convertido en papel, de párrafos de sueños y sensaciones dispuestas a ser descubiertas. Esperando, paciente, a que el mundo la haga crecer.