lunes, 28 de noviembre de 2011

Tan preocupada como estaba en convencerme, no me he dado cuenta del miedo. No sé si son secuelas de la última historia, pero lo noto. Lo noto porque ya estuve ahí. Es una ligera inquietud, un agitamiento leve, que torna la mirada distraída y el espíritu ausente. Y yo lo noto. Lo siento. Y no quiero enfrentarme a ello.

Debería dar más de mí, pero mi alma se niega, se mantiene dormida, porque sólo así sabe que permanecerá en calma. Después de todo el hielo, todavía le quedan témpanos que la atraviesan. Lo más duro no es tener que calmarme yo misma los temblores, sino volver a salir ahí fuera. Salir. Salir con una esencia desilusionada que se niega a ilusionarse. No nos engañemos, a veces estoy hasta los huevos de este ridículo escudo de autoprotección del que no me puedo deshacer.

De eso, y de la desconfianza. De que me he vuelto tan mía que de todo sospecho, nada me convence, cualquier cosa ajena me tuerce la sonrisa y por cualquier circunstancia me molesto y quiero dejarlo todo. Me he aferrado de tal manera a mis propias entrañas que muy fuera de ellas estoy perdida. Sobre todo si me sobreviene esa sensación, que emana de alguien que no soy yo, de ese alguien clave, y pienso que sería y es totalmente normal. Porque cuando el corazón no se despereza después de tantos meses, es normal que aquel que espera decida seguir su camino.

No dejo de repetírmelo: yo no soy así. Yo me ilusionaba, yo estaba llena de ganas, yo soñaba con hacer el amor a todas horas, yo daba mucho más de mí, yo no era tan hosca, yo no dudaba tanto, yo hacía a las personas mucho más felices. Pero después de tanto tiempo... Después de tanto tiempo, tal vez toque replantearme que he cambiado. Total y definitivamente. Aunque en lo más hondo de mi ser haya una voz que grite que no. Que jamás.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Siempre es duro darte cuenta de cosas amargas. Pero es mucho más dura la reiteración. Caer en el mismo agujero una y otra vez, y sufrir el ridículo de pensar que la siguiente vez va a ser diferente.

No conozco el concepto de amistad de otra persona que no sea yo misma. Y en el mío no entran la inactividad, la pereza, la espera estática y egoísta, y tampoco el silencio en aspectos que de verdad, al menos para mi loca mente, sí que importan. No entiendo cómo en otras actitudes sí pueden reflejarse, y de nuevo la incomprensión me lleva al pensamiento de que tal vez la pieza que falla soy únicamente yo.

Pero se acabó. Lo más doloroso es que su inactividad contagia a mi actividad, que acaba marchita, bizqueante, pensando que sola no va a ninguna parte. No, no voy a ninguna parte. Y no puedo con más desesperaciones porque la gente no colabora, porque no quiero que mis ojos se llenen de rabia y de lágrimas así. No puedo más. Por eso debo optar por callar yo también, por actuar para mí. Se tendría que haber acabado hace mucho tiempo, pero soy tan tozuda que era incapaz de conseguirlo.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Estar enferma y con las defensas por los suelos no se combina bien con pensamientos en exceso. Toda mi vida, desde que recuerdo, he sido juzgada por mi apariencia física a los pocos segundos de que alguien me conociera. Luego vendrían los insultos y las peripecias personales que transformaron mi cuerpo por fuera y por dentro, sin pensar en ese momento que jamás iba a poder remediarlo. No es que los niños y adolescentes sean más crueles, es que la crueldad se recibe más duramente cuando eres niño o adolescente.

Por este motivo uno de mis propósitos vitales ha sido siempre no ser prejuiciosa. Tener la mente abierta, tolerar, intentar comprender lo más descabellado si viene de un humano como yo. Esto a veces me conduce a hablar de más, pues hay veces que el consejo no debe venir de otros, sino de mí misma.

Toda mi vida he luchado contra el impulso de prejuzgar y darme al insulto fácil, y a veces, creedme, resulta agotador. He llegado a estar en el abismo de ¿si no lo hicieron conmigo, por qué debería hacerlo yo? Pero pensar en esto me lleva inmediatamente al puro dolor de sufrir lo que sufrí, y no quiero que ese sufrimiento sea traspasado a nadie. Prefiero que se quede en mí, en mis recuerdos y en mi inseguridad irreversible. Por eso lo intento cada segundo de mi vida.

Pero estos días estoy oyendo todos sus gritos en mis oídos y vuelvo a dudar sobre lo que sería considerado prejuzgar. Oigo los gritos de tantas y tantas víctimas que, mereciéndolo o no, murieron o perdieron sus sueños para siempre. Viene a mí la voz de mi madre hablando del miedo que sentía ella y toda su familia, siendo muy pequeña. Viene a mí la percepción de demasiada injusticia, y siempre acabo en la misma pregunta. ¿Qué habría sido de mí si, con mi mentalidad actual, me planto en esos turbulentos tiempos?

Habría muerto mi cuerpo, o mi alma. Estoy segura. Podría haber sido una de las mujeres que expiraron junto a la tapia de cualquier cementerio, o una de aquellas que tuvieron que esperar cuarenta años para cumplir un sueño, sin querer ver que entonces, cuando todo acabara, iba a ser demasiado tarde.

Son tan diferentes las percepciones... El hambre, lo que tenían, lo que sufrieron. Creo que en cualquier investigación medianamente seria y neutral, una cosa está clara: el Franquismo no trajo paz. El silencio y la represión no son sinónimos de paz. Unos dicen que no pasaron hambre, otros cuentan que la autarquía económica, del año 45 al 57, no pudo sostener decenas de vida que murieron de inanición.

Yo sé que somos muchos. Y de cada uno de nosotros surge una idea, una perspectiva. Pero me he esforzado toda mi vida en ser tolerante, por eso duelen cosas como negada de mente. Por eso duele que no quiera recordar las palabras de una persona a la que quiero tanto y con la que quiero hacer tantas cosas. Porque si las recuerdo todos esos deseos de hacer mil cosas se disipan. Se van y sólo me queda una incomprensión profunda e hiriente, porque aunque me esfuerzo en comprender cómo una persona puede afirmar tal cosa, mi esfuerzo sólo me lleva a una tristeza que me asola entera. No lo entiendo, y cada vez que lo intento duele más. No lo entiendo, y esto no se me presenta como un obstáculo... Sino como un vacío.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Nunca me he parado demasiado a pensarlo, porque siempre acabo concluyendo que hay demasiados problemas estando vivos como para preocuparnos por lo que pasará cuando no sea así. Pero esta noche he deseado que existiera el cielo. El cielo, el paraíso, o cualquier trozo de espacio en el que se concentren aquellos que nos dejan desgarrados de dolor. A aquellos que esperamos, en vano, pues sabemos que sólo vamos a poder tocarlos en el aire etéreo de los sueños.

Lo he deseado de verdad, con todo mi encogido corazón, mientras sollozaba sin poder evitarlo abrazada a ti. Me has gritado desesperada que quieres que vuelva, que no aguantas más, que debe volver. Y desde el temblor de mis huesos he podido afirmarte que si, como has dicho, te deshaces en trozos, nosotros los recogeremos. Por un instante -puede que el único en toda mi vida- te he creído cuando me has dicho que, cuando dejes tú este mundo, lo verás. Verás a tu padre, a tu Jefe, a tu Señor, a la sangre que te mantiene brava, en pie aunque por dentro sólo haya ruinas.

Y que el reencuentro será amargo porque liberarás todas esas broncas que le guardas desde hace seis noviembres. Por iros. Por dejaros y dejarte. Por convertirte en la mujer férrea que eres ahora, a ratos niña y a ratos una femme fatale.

He sentido desde el tuétano que es cierto, y esa verdad ha llegado desde tus ojos a los míos, y he notado la sangre un poco más tibia. Nunca me he parado a pensarlo, pero en verdad... Si tú lo ves, yo te creo. Como también creo que aunque duela y pese siempre, y los brazos de tu padre nunca dejen ya de ser etéreos, tú seguirás en pie. Porque las promesas que haces las cumples, y esta... Esta es la que más parte de ti se lleva.

Juro que lo he sentido, he creído en eso por un instante. He sabido que había algo tras expirar, un lugar donde reencontrarse. Un cielo azul, soleado, libre de nubes, libre de reglas naturales y del paso del tiempo. Un espacio de justicia y esperanza. Donde volverás a estar junto a él.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Una de las tareas más duras a las que se enfrenta el ser humano, he aprendido, es a la tarea de saber estar solo cuando te has acostumbrado a la presencia de alguien. Es algo que algunos no consiguen, y es entonces cuando se esconden tras una máscara y dejan aflorar el egoísmo y la manipulación más pueril. Si algo he conseguido yo es fortalecer mi espíritu. Ese animal herido que era mi espíritu, a punto de expirar, apenas sin piel y ensangrentado.

Hoy camina parcialmente derecho y, lo más importante, mi animal camina hacia adelante. Lo he conseguido sin perder el corazón, el cual ahora está revestido de orgullo. Orgullo por no haber huido, por no haber apostado por vendar mis ojos ante una ridiculez como puede ser la vida que muestra la plataforma internáutica. He llegado al respeto y a la calma, y eso es lo que me reviste de orgullo. Cuando terminaron mis temblores supe que estaba repuesta. Cuando supe comprenderte y saber lo que pasaba por tu mente... Accioné los botones adecuados, nunca acercándome demasiado, pues eso era algo que me juré no volver a hacer nunca. Me di cuenta de que se trataba ya sólo de mí, y por eso corté el circuito que te permitía pisotearme, hacerme pagar por algo que no formé ni inventé, sino que simplemente ocurrió.

Ya es noviembre y eso me empuja a no vivir los noviembres de los dos años más recientes que llevo a la espalda. Desesperados, vacíos, intentando llenar algo que se fue hace tres años, con mi ingenuidad y mi desconocimiento de valores fundamentales de la vida que aprendí demasiado tarde. Este otoño me ha despertado fuerte, y puedo notarlo cuando ya no vacilo, cuando se acelera mi corazón pero no me tiemblan las manos, cuando te leo y mi cuerpo se mantiene impasible. En calma. Dueño de sí mismo. Hemos perdido demasiado en el camino, pero ahora se trata de que vayamos ganando propia e individualmente.

A menudo pienso en aquel hombre que dibujé un día en mis pensamientos. El primer hombre sobre la faz de la tierra. ¿Cómo podía sentirse libre si no conocía lo que era no serlo? ¿Cómo podía sentir la soledad acosándolo si todavía no sabía lo que era escuchar otra voz que no fuera la propia y tocar otra piel en otro cuerpo? ¿Confuso? ¿Íntegramente humano? Yo he sido ese hombre, en parte. Empezando de cero, como si la Tierra estuviera vacía, como mi cuerpo, y fuera poco a poco conociendo...

Hasta que mi animal comenzó a caminar fuerte. Se llenó de vida, desde mis propias venas, porque esta vez era una cuestión inalienable. Además... puedes apoyarte en alguien, pero el camino debe ser descubierto por uno mismo. Y aquí me hallo, con mi animal. Íntegra, presumiendo de no haberme dejado avasallar por el veneno ni de haber huido irresoluta. Fortalecida, con el espíritu renovado, dispuesta a llenarme de este otoño y de todos los que tengan que venir.