Consiguió calentarse las ganas, esconder ese yo que con su oscura timidez tapaba a todos los demás, y comenzó a hablarle. Le dijo que, si ella quería, la ataba a su cama y la dejaba allí, que no se cortaba nunca más las uñas para que sintiera en carne el dolor que le arañaba a él las entrañas cuando sus caderas abandonaban contoneándose el palacio de sus sábanas; que si se lo pedía se arrancaba los ojos y se los daba en plato de postre, parpadeando sólo cuando la lujuria se tomara un respiro; que conseguiría, si lo deseaba, todos los segundos del mundo para dárselos mientras corría descalzo -y desnudo- entre sus piernas. Con la lengua ya despierta, y orgullosa, le prometió mordiscos que vistieran sus labios de escarlata, pero le dijo que no habría más besos, que evitaría cualquier roce suave de sus labios. Le dijo, ante todo, que el odio que se le enroscaba en el torso asfixiándole no le dolía más que amarla.
El alma en combustión inminente cuando ella sonrió. Cuando se quitó las gafas oscuras, esas que le daban un aire tan de mujer fatal que le encantaban pero le herían, y le dijo con los ojos que eso ya lo sabía, sus defensas flaquearon y se preguntó por qué cojones no podía mandarla a paseo, no sucumbir al hechizo venenoso de sus vestidos largos.
Y a lo que quiso darse cuenta ella se alejaba, detrás de sus gafas, vanagloriándose de su triunfo, sabiendo mejor que él mismo incluso la amplitud de su poder, el campo de influjo que alcanzaba el batir de sus pestañas. Con su aire tan de mujer fatal, con sus experiencias de viuda negra.
Él decidió no volverle a dejar ningún hueco en sus días. Conseguir acallar el llanto incansable de las heridas sin cicatrización a la vista con tantas esperanzas que, sin duda, creería falsas. Pero se dijo que lo conseguiría. Que el jodido sol no iba a tener su rostro nunca más. Evitar encontrarse con ella, porque sabía mejor que nadie que no era capaz de mirarla con desdén y escupirle cuatro palabras que no denotaran desconsuelo. Y las noches… Las noches. Ella no tenía por qué saber qué olor tomarían sus sueños, qué nombre gritaría su dolor.
El alma en combustión inminente cuando ella sonrió. Cuando se quitó las gafas oscuras, esas que le daban un aire tan de mujer fatal que le encantaban pero le herían, y le dijo con los ojos que eso ya lo sabía, sus defensas flaquearon y se preguntó por qué cojones no podía mandarla a paseo, no sucumbir al hechizo venenoso de sus vestidos largos.
Y a lo que quiso darse cuenta ella se alejaba, detrás de sus gafas, vanagloriándose de su triunfo, sabiendo mejor que él mismo incluso la amplitud de su poder, el campo de influjo que alcanzaba el batir de sus pestañas. Con su aire tan de mujer fatal, con sus experiencias de viuda negra.
Él decidió no volverle a dejar ningún hueco en sus días. Conseguir acallar el llanto incansable de las heridas sin cicatrización a la vista con tantas esperanzas que, sin duda, creería falsas. Pero se dijo que lo conseguiría. Que el jodido sol no iba a tener su rostro nunca más. Evitar encontrarse con ella, porque sabía mejor que nadie que no era capaz de mirarla con desdén y escupirle cuatro palabras que no denotaran desconsuelo. Y las noches… Las noches. Ella no tenía por qué saber qué olor tomarían sus sueños, qué nombre gritaría su dolor.
5 comentarios:
Esas gafas oscuras bien llevadas por una mujer muy mujer, femme fatale, me suenan.
Buena historia, me ha recordado "Vida Privada".
Mandar a paseo es un bonito palabro muy dificil de realizar
Besetes y gracias.
puffff!!!!
"...qué nombre gritaría su dolor."
Y es que el amor es así y eso es el amor.
Kisses
y el amor a veces es bonito, pero la mayoria doloroso...
No amiga, no se cumplio mi sueño, todo una vez mas se fue a la mierda en menos de 2 segundos... ^^
Pero esta bien todo... De un modo u otro ya sabia que pasaria esto asique... el dolor no fue demasiado grande ^^
besos!
me ha encantado.
Voy a seguir leyendo.
Un beso
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