He tejido en mi mente una melodía suave, hermana del silencio. Ha empezado a sonar como magia llenándome desde dentro, saliendo al exterior a través de mis dedos, los cuales tamborileaban lentamente en la dura superficie de tonos verdes de la mesa. Era preciosa. Sobre todo porque al sonido lo iba acompañando una imagen que tiraba de las comisuras de mis labios, rompiendo la monotonía constante del murmullo del profesor, las risas ahogadas, la mano- invisible- levantada.
Me he visto. A mí. Me estaba viendo a mí, en los pensamientos que estaban danzando en el aire, en una cabeza tan cinematográfica como la mía, día sí, día también. Y bailaba al son de aquella melodía... Tenía cerrados los ojos, y sonreía. Una de las sonrisas más despreocupadas que he podido ver. Una de esas que dicen que el mundo puede pararse, que ella va a seguir allí, apaciguándome el ánimo. Pero no estaba sola, pues la sonrisa rozaba la perfección precisamente porque se encontraba apoyada, entre respiraciones y brumas, en un pecho que acompañaba las notas de la canción con sus latidos. Y la música seguía, en mi cabeza, en mis ojos, en nosotros dos, mientras la pista de baile en penumbra se iba difuminando poco a poco dejándonos en el medio, dueños inequívocos de ese momento. Y, de todo lo demás, también, por qué no.
Bailábamos. He sabido que la melodía emanaba de ti, que tú eras el que la motivaba, mientras me balanceaba en tus brazos. En continuo movimiento, sonriendo constantemente porque no me hacía falta nada más. Ahora no sabría decir qué música era, ponerle nombre a sus acordes. Sólo me saldría el tuyo. Pero tengo la imagen, el recuerdo de tus brazos haciéndome bailar, volar, mientras todo lo demás se apagaba. La vista era preciosa y las nubes... Nunca las había visto tan de cerca.
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