miércoles, 6 de abril de 2011

Mi madre los llamaba ángeles. Esas pelusas parecidas a un diente de león que sobrevolaban tu mirada unos instantes, subían y bajaban, hasta que el viento se los volvía a llevar. Cuando se plantaban ante mí y se acercaban poco a poco alargaba la mano para intentar cogerlos sin destrozarlos, pero como mucho los rozaba con los dedos. Subían entonces, como si se fueran a ir, pero al segundo volvían a bajar y yo llegaba a pensar que era para que se quedasen conmigo. Pero no. Acababan yéndose lentamente, mecidos por el viento, porque al fin y al cabo no eran míos, y otra persona estaba esperándolos también. Seguramente.

Se iban y yo me quedaba con las manos frías. Lo peor es que incluso yo sabía que no iban a quedarse nunca. Además, si hubiera llegado a agarrarlos, lo más seguro es que hubiera acabado haciéndolos trizas.

5 comentarios:

galmar dijo...

uis cuánta melancolía :) aunque es una escena de primavera, me ha recordado al otoño, y un chocolate caliente, por eso de las manos frías supongo :) un abrazo grannnde :))

Ana dijo...

Precioso el texto

Ogro dijo...

Todo depende de cómo coloques las manos para recibirlos... Antes o después siempre alguno se posa ahí y se agita como si retozase aliviado, como si hubiese llegado a casa.

Buh!

Trid dijo...

Hay que recogerlos y una vez en tu mano, cerrar los ojos y pensar en lo que mas deseas y luego...
Luego tienes que soplar para que vuele, vuele alto y se pueda cumplir tu deseo.
O siempre puedes, de un modo pirómano, pedir tus deseos quemando esas pelusitas... (sí es un modo de destruirla, pero sus cenizas de alguna manera seguiran volando)

Yonseca dijo...

La semana pasada, la universidad estuvo plagada de esas pelusas.

Adorablemente alérgicas. Son como los gatos.


Un saludo, Soñadora