Yo podría llevar mi mejor traje de chaqueta. Uno de los mejores; creo que tendría varios. Uno de esos que una se pone, supongo, si tiene una reunión importante y siente que tiene que afianzar su poder delante de sus compañeros de equipo. Barato, pero elegante y resultón.
Yo misma podría elegir las flores; de colores oscuros, dispuestas de manera más o menos uniforme. A juego con las colinas verdes donde sería la ceremonia, donde impactaría el sol de media tarde, cuando es otoño y la luz se vuelve naranja, y comienza a hacer frío.
Redactar la lista de invitados sería difícil. Ni siquiera sé si los podría llamar así. Preferiría que la noticia se expandiera por diferentes medios, y que todo aquel que se sintiera llamado a venir lo hiciera, para estar conmigo y con la ocasión. Imagino que, del otro lado, vendrían también todos aquellos que lo intentaron con resultados oscuros, y matan su tiempo muertos observando a los que siguen empecinados en llegar a un lugar que no existe. Podrían venir, todos ellos, y acompañarme, aprobaran o no mi decisión. También los que en esta vida lo han conseguido y se sienten satisfechos, aunque sea a ratos cortos, para demostrar que no todo son trajes de chaqueta y oficinas de luces blancas y sin aliento.
Yo, pálida, me miraría las yemas de los dedos y creería ver en todas ellas pinchazos morados, la carne casi en gangrena, la huella de una adicción pasada y, aunque vencida, grabada en mi piel para siempre.
Nadie se atrevería a iniciar la marcha, así que lo haría yo, puede que con una flor entre las manos y con una mueca de tranquilidad en el rostro. Subiría la colina, con mis tacones perfectos, intentando transmitir a los demás que me siguieran sin miedo. Llegaría a lo alto, lenta pero segura, y podría depositar la flor en la lápida, la primera de muchas.
Los demás se acercarían, para apoyarme o para fisgonear, no importa, y en el epitafio se podría leer:
Aquí descansan mis ganas de intentarlo,
mis ganas de pensar que puedo hacerlo,
mis ganas de escribir para sentirme libre.