Sigo atrapada ahí. Y no sé muy bien por qué.
Se lo he dicho hoy a A., después de tararearle (o tatarearle, que digo yo) una canción a través del auricular del teléfono. Que, de alguna manera, sigo un poco con la mente en esa noche en la que todo parecía fluir. Tal vez es por lo que sólo nosotros sabemos de ese día y concretamente de ese concierto, o porque me parece que fue uno de esos recuerdos redondos que no se van a ir. O quizás, no me voy a engañar, un poco por los dos motivos, mezclados, en un torbellino de música y nocturnidad.
Pero nos veo ahí, en la última noche de Viña Rock, apenas unas motas más entre la gente. Me acuerdo de acercarme a As., delante de nosotros más callada y más quieta, preguntarle si estaba bien y seguir bailando. Las letras me hablaban, en esos instantes irrecuperables, de pelea, de seguir peleando a pesar de todo, y de todos. También veo los rizos pelirrojos de S., más apartada y cantando a medias, a E. metiéndose en pogos con el cigarro en la boca y a A., muy pegado a mí, con esa sonrisa que tiene cuando sonríe de verdad, la de enseñar la encía y ser más guapo que nunca, y entre saltitos agarrarle la chaqueta y decirle, en plena euforia: Te quiero un montón, ¡te quiero un montón! Puede que fuera una marquita, una de esas que se resaltan en la línea de tiempo, y que simbolizan algo importante o, al menos, algo que no se quiere olvidar.
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