miércoles, 9 de febrero de 2011

Yo sé que es difícil. Es una tortura asesinar a alguien de esta manera y no tener ni siquiera el atrevimiento de sentirte mal porque eso todavía es peor. Sé lo que es sentir que estás mutilando a alguien sin mancharte las manos de sangre, sentada en la silla, sin hacer nada pero pensando demasiado. Las palabras matan, convirtiéndote en el ser más destructor que salta a tus húmedos ojos en ese momento.

Pero no debemos perdernos de vista. Aunque sea como algo atravesándote el pecho, hay veces que se acaba. Sin más. Que las cosas se agotan y no entiendes por qué antes sí y ahora no. Tampoco entiendes cómo vas a ser capaz de dejar a alguien solo, de torturar así a esa persona que te ha hecho disfrutar tanto, amar tanto. ¿Pero y tú? ¿Disfrutar alargando la agonía, enfrentándote a un día más sin más certeza que la de saber que esto no va a ninguna parte? No es egoísmo, es supervivencia.

Es una putada. Yo lo sé. Sin embargo, aquí y ahora, pocas cosas son eternas. Y ojalá lo fueran. El dolor propio supera millones de veces el dolor que sabes que estás provocando. Tal vez sea una de las decisiones más complicadas de todas a las que nos vamos a enfrentar. Pero es así... hay algunas veces que es una necesidad. Que seguir no tiene sentido, que hay que enfrentarse y luchar de esta manera.

Yo sé que la angustia es insoportable. Y no es que me sea fácil hablar, pues hasta escribir esto me está carcomiendo desde mis adentros más oscuros. No obstante, pase lo que pase, sabes que te tienes a ti misma. Que nos tienes a nosotros. Que tienes los días que te apoyan, algo a lo que agarrarte, saber que tú debes estar bien. Tú. Tú y todo lo que forma para de ti, pero sin olvidar que sin ese tú... eso que forma parte de ti no existe.

domingo, 6 de febrero de 2011

Me cuesta mucho escribir algo que se extienda más de un par de páginas. Por eso casi siempre escribo escenas sueltas que me vienen a la cabeza de repente -suele ser en forma de una frase del diálogo que luego reproduzco- y que no dejan de ser representaciones de algo que siento. Muchas veces me maldigo porque puedo llegar a ser realmente incapaz. No puedo desarrollar adecuadamente una historia.

De todas formas, les acabo de dar vida a Alberto y a Lola. No sé si será una vida que les satisfaga, sobre todo a mi pobre Alberto y a cómo echa de menos a ella, pero sigue teniendo a Lola. Les he dado un final distinto al que tenía pensado, y todo fue porque el jueves después de la universidad me los encontré.

Estoy segura de que eran ellos. Yo estaba esperando al tren y de pronto me encontré con los rizos de Lola. Una Lola diminuta que me miraba de soslayo y muy tímidamente para ver si yo le volvía a sonreír o le sacaba la lengua otra vez. Alberto la cogió en brazos y juntó su nariz con la nariz diminuta de la pequeña Lola, y las risas de ella me hicieron decidir que ese iba a ser mi final. Eran ellos, aunque tuvieran otros nombres y mi hipotético Alberto no tuviera a nadie que echar de menos, pero yo sentí que eran mis personajes, justo delante de mí, de carne y hueso.

Así que les he dado ese final, al fin y al cabo he hecho sufrir mucho a Alberto durante las largas y difíciles páginas. Se merecía un descanso, las risas de Lola. Además, yo no sé decir si creo o no en las señales... pero de vez en cuando me gusta seguirlas.

viernes, 4 de febrero de 2011

Proyectos literarios.

"Las promesas pierden fuerza con el tiempo. La primera vez que las pronuncias vibran en tu boca como las cuerdas de un violín tocado con auténtica pasión, pero luego la melodía pierde poco a poco aliento, y llegan a convertirse en una frase débil bailando en la memoria."

Y obsesiones varias...

martes, 1 de febrero de 2011

Cuando empezaba el frío era agradable fregar los platos. Después de llegar al bar con las manos heladas, el agua caliente golpeando las yemas de sus dedos era como un presagio. Como si mantuviera un diálogo con sus dedos. Preparaos, que vamos allá. Así que cuanto más caliente saliera el agua del grifo mejor.

Las piernas comenzaban a temblarle más o menos cuando los camareros anunciaban que ya no quedaban cenas, que esos eran los últimos resquicios de la vajilla empleada esa noche. Entonces sentía de nuevo la ya conocida oleada de desalientos en el estómago, y comenzaban a encenderse las comisuras de sus labios. Allí nadie la entendía. No por el idioma, el cual ya dominaba, sino porque no comprendían que le llenara más esa hora al final de la noche, cuando bajaban las luces del bar y comenzaban a servirse las copas. Claro que lo decían porque por eso no le pagaban. A ella le pagaban por fregar los platos.

Cerraba el grifo. Se secaba bien los dedos, y se quitaba el delantal sin dejar de moverlos. Algunos le sonreían porque conocían sus nervios, y otros ya la esperaban de pie en el bar, para escucharla unos instantes y marcharse, por fin, a descansar. Se pintaba los ojos porque así parecía que marcaba una distancia, que no estaba allí por un favor, sino porque de verdad le habían pedido que los iluminara a todos. En realidad sabía que eran tontadas, que a ella le gustaba verse con esos ojos marcados, y que tampoco le importaba mucho que nadie le hubiera suplicado.

Echaba a andar con sus tímidas botas sin tacón. Subía al pequeño escenario improvisado que el bar ponía a disposición de los nocturnos. Agarraba fuertemente la correa de su guitarra, miraba de soslayo a aquellos que estaban sentados en las mesas y de pie en la barra. Muchos no la miraban, o le prestaban sus pupilas despreocupadas durante unos segundos. Pero ella sabía que en sus oídos estaba, durante una hora, eso, solamente ella. Y con eso le bastaba. No estaba mal ser ella misma una hora de las veinticuatro de un día cualquiera de fregar platos.

jueves, 27 de enero de 2011

Labios cortados. La pintura de los ojos difuminada. El pelo hecho un desastre. Un abrigo horrible que desdibuja la figura pero que sí abriga. El cuello siempre tapado porque si no me muero de frío. Amante en silencio de la Gran Vía de Madrid (es el lugar donde salen a relucir los sueños que se relacionan con escenarios). El corazón lleno de remiendos, como es normal. La sonrisa a punto. Miedo a que me vengan a limpiar y no poder estar en la habitación tranquila. Setenta hojas desparramadas por el suelo mientras subía las escaleras, viniendo de reprografía. Ineptitud con casi todo lo musical, pero disfrute con la gente que sí que son unos artistas en ese sentido. Ganas de no hacer nada. El zierzo casi debajo de las uñas. Las uñas por cortar. Los ojos cansados. Las pupilas, a escondidas, atrevidas. Poca relación con la elegancia. Manías que perjudican casi siempre. Chocolate. Lo acordes de una canción determinada, despertando el mismo sentimiento siempre que suenan. La barbilla en el hueco de la mano izquierda. Ganas locas de escribir algo que haga sentir sin más. La tripa sonando. Pocos minutos para la marcha. Pensamientos. Minutos perdidos que tanta falta hacían. El tictac de siempre, pero de manera distinta. Frases sueltas. Silvio Rodríguez. Cómo me haces hablar en el silencio. La calle y de mis cascos saliendo vida. Envidia de esas películas que me hacen soñar con ser parte de ellas. Sueños. Como siempre. Que un día acabarán conmigo. Pero hasta entonces... Voy a terminar de prepararlo todo, no vaya a ser que me entren a limpiar.

martes, 25 de enero de 2011

En muchas ocasiones fantaseo con la idea de abandonar mi vida al completo. Al principio me parecía algo horrendo, pero ahora he llegado a la conclusión de que todos tenemos la libertad -aunque no la habilidad- de deshacernos de nosotros mismos por unos instantes. A veces es, incluso, necesario para purgarnos por dentro.

A lo largo de todos estos años me atrevo a decir que sólo sigo fiel en un aspecto. En esa tontada enorme de eso, de fantasear constantemente, de tener un archivo de sueños al que raro es el día que no acudo. Hay días en los que me cuestiono si no estaré siendo egoísta. Al fin y al cabo todos tenemos una vida. ¿Es tan difícil conformarse?

Unos en Irlanda, Malta, Portugal, Francia, Bélgica, Holanda, Alemania y yo... Yo aquí. Estornudando en mil partes distintas del mundo, pero sin moverme de la silla de mi cuarto.

Si no encuentra el hueco el corazón se vuelve loco.

sábado, 22 de enero de 2011

El martes cumplí años. A algunos no os veía desde Nochevieja. He ido de propio a ver si os veía pero no ha podido ser, así que nos hemos marchado mientras las manos que me sujetan os decían "os llamamos luego." Os hemos llamado luego. Ya os habíais marchado.

En el Duende ha sonado el cumpleañosfeliz de rigor, el de siempre. Pero el bar estaba vacío. Hugo ha sonreído y Astrid cantaba en bajito. Rubén sonreía pero sé que por dentro seguía encendido de rabia. Porque me había visto llorar de decepción, al comprobar cómo mi mente se había equivocado. Porque pensaba, sin más, que bajo el cúmulo de circunstancias al principio descritas tal vez vosotros también quisiérais pasar la noche conmigo, tanto como yo deseaba pasarla con vosotros. Porque el martes cumplí años. Y a algunos no os veía desde Nochevieja.

Sin embargo, la canción ha sonado fría en el bar. Porque ya os habíais marchado, y lo peor es que ni siquiera os dais cuenta de vuestros actos.

jueves, 20 de enero de 2011

Mientras leo en la abarrotada sala de espera pienso que la vida tiene que antojarse dolorosamente maravillosa cuando sabes que se te escapa poco a poco. Que en ese momento tiene que desaparecer cualquier situación que nos parece trascendente en nuestra rutina. Ya no existen cumpleaños, exámenes, confusiones amorosas o cualquier otro acontecimiento, porque sólo estás tú y el tiempo. El tiempo. Cada segundo que pasa es como un latigazo que te va levantando lentamente la piel de la espalda.

Es eso. La vida. Como una gran llanura que se extiende ante tus pies y de la cual sabes que no vas a poder cubrirla nunca. Es esa rabia, esa rabia tan estúpida, de decir ¿qué hago ahora yo?

Nunca he tenido miedo a la muerte, lo que me aterra de verdad es dejar de existir, dejar de disfrutar de tantas y tantas cosas que me hacen sentirme viva ahora. Dejar huérfanos de mí a los míos, y ni siquiera poder estar presentes para abrazarlos, besarlos en el cuello, e intentar introducir en sus arrugadas almas un segundo de consuelo. Siempre diré que es la situación más injusta de todas cuanto conozco.

Entre estas reflexiones levanto la vista del libro que estoy leyendo -el cual, justamente y de esa manera mágica que tienen la literatura y la música, habla de lo que me asusta, de irse para no volver- y me encuentro con que la sala de espera del hospital se ha ido vaciando poco a poco, y estoy casi sola. Se me encoge el corazón y se me llenan los ojos de lágrimas al ser consciente de qué cerca está siempre, y qué poca cuenta nos damos.

Entonces se abre la puerta, una voz femenina dice mi nombre, y de repente me siento inexplicablemente tranquila. Porque cuando hay cosas que escapan al poder de nuestras manos... ¿qué sentido tiene intentar luchar si la rebelión todavía no depende de ti?

lunes, 17 de enero de 2011

Dormirte la noche anterior a tu cumpleaños con lágrimas en los ojos podría ser un principio maravilloso para una película que hablara del interior de alguien, de su vida gris, y que al final todo acabara bien. Con mucho brillo repentino en la imagen y en la última escena un primer plano de ese alguien sonriendo.

Pero es algo más cotidiano. Más real, más como soy yo, que elijo los mejores momentos para congelarme las facciones. Pero mi cabeza piensa, irremediablemente. Piensa que mañana, por fin, acabo los exámenes y que en Zaragoza, en mi tierra, alguno que otro ni siquiera se ha enterado de que los he empezado.

Aquí he conocido un concepto de amistad diferente. Al fin y al cabo, estamos solos, huérfanos, y el único calor que tenemos es el que nos damos. Vivimos juntos, y eso se nota. Pero yo no puedo evitar pensar en términos, en concepciones, en mil amistades distintas. Y en mi mente se desibuja el Actur, el Duende, la Asociación, la plaza del ambulatorio... esos sitios donde siempre nos vemos, donde siempre nos hemos visto. Sin embargo, es inevitable que me duela. Porque llevo, salvo excepciones, días sin saber de vosotros. Aunque de vez en cuando me salta una ventanita en el messenger, o en algún otro chat, con una pregunta.

¿Estás en Zaragoza o ya en Madrid?

sábado, 15 de enero de 2011

-¿Sabes cuándo supe que te quería?

-¿Cuándo?

-Cuando comencé a echarte de menos.

miércoles, 12 de enero de 2011

Hoy he pensado en él. Tal vez porque al salir de la biblioteca de la universidad y ver a la gente de últimos años y de posgrados me he sentido muy pequeña. Y he pensado que él se debe de sentir así todo el tiempo.

Se siente perdido cuando las temporadas de fútbol descansan, porque no sabe qué hacer. Por las noches suele escuchar la radio a escondidas para que mi madre no le eche la bronca porque no duerme. Siempre, siempre madruga (y nadie sabe, en realidad, cuánto tiempo ha dormido). También a escondidas, y cuando pasea por la tarde, se compra aperitivos y tiembla de la cabeza a los pies si por algún motivo nos encontramos con él por la calle. Sus ojos se llenan enseguida de lágrimas si se frustra, o siente que no entiende algo, pero sobre todo si siente la cercanía de un hospital inminente; fue un hospital el que se llevó a su padre. Tararea canciones por las calles en voz alta, y la gente se gira a mirarlo, pero a él no le importa (mi madre siempre le dice que no lo haga). A veces va con manchas, con la camisa mal puesta o con el gorro de invierno como si fuera un gaitero, pero no le importa. Apenas se fija en esas cosas. Es un fan empedernido de los toros, y cuando son fiestas y tiene corridas todos los días sólo hay que verlo, porque por todos sus poros desborda alegría.

Aunque eso le ocurre casi siempre: la alegría. La alegría de la infancia, sin un ápice de maldad, sin nada que pueda enturbiar su mente. Es una persona totalmente pura, pues en su cabeza es primavera casi siempre, y la rutina no le hace daño porque es lo que más le gusta del mundo. No sabe ser cruel, malintencionado o malvado, ni ninguno de esos adjetivos, porque simplemente no le sale. No está en su naturaleza.

No obstante, los demás sí sabemos ser crueles, por lo general. Su alma pequeñita ha tenido que soportar muchas burlas, muchas malas miradas y también muchos comentarios de gente que cree que lo suyo le debe de causar también sordera. Por suerte él siempre vuelve a su vida de ensueño, a su propia realidad, y recupera la sonrisa, sin costarle apenas. Ni rencor, ni ganas de venganza. Simplemente sonríe.

Tiene 43 años y es mi tío, hermano de mi madre. Vive con nosotros desde que mi abuelo, su padre, murió y lo más curioso es que, conforme mi hermano y yo hemos crecido, él se ha convertido en nuestro hermano pequeño. Ha tenido que oír muchísimas veces cómo lo llamaban subnormal, retrasado y todas esas delicias que no hacen más que describir de manera despectiva una mala suerte que lo marcó a él como nos pudo marcar a cualquiera. Sin embargo, y pocas cosas sé con tanta certeza, puedo asegurar que es de las mejores personas que conozco.

lunes, 10 de enero de 2011

-No puedo...

Y él apenas la escucha con la música estridente de la discoteca. La observa esquivar a la gente y perderse entre las cabezas que se mueven de manera similar. Piensa si es mejor resignarse del todo y quedarse ahí, fingiendo que de verdad está escuchando la canción que suena ahora y que disfruta de ese ambiente pese a estar devastado por dentro, o intentarlo una vez más. Sólo una vez más. De todas formas, intenta recordar cuántas veces ha dicho lo de sólo una vez más.

Ella, por otra parte, abre la gran puerta de metal y aspira el aire fresco de la madrugada. El corazón le late de una manera que no debería ser la habitual. No sabe lo que quiere, y lo peor es que debería tenerlo claro. Muchos deberías que se agolpan en su ser y la empujan a sentarse en el bordillo de un portal cualquiera, dejando sin más que pase la noche.

-Oye.
Ella lo mira, un segundo, porque no quiere volver atrás.

-No puedo, de verdad que no puedo, coño.

Y hace ademán de levantarse, para marcharse, para volver a su habitación o a mezclarse con la música; cualquier cosa que les impida estar a solas. Porque, en verdad, apenas han estado a solas. Siempre con más gente, buscándose con la vista, en clase, riéndose de la misma broma, huyendo a veces de ese juego peligroso. Y es que el juego era verdaderamente peligroso.

Ahora o nunca, se dice él.

Impide que se mueva. Coloca su brazo de manera que ella no pueda avanzar, pero sabe que sus tacones se detendrán del todo si se acerca demasiado a su rostro. Eso sí lo sabe. Y así lo hace, de golpe, de manera brusca, de una manera que no es nada suya, pero totalmente desesperado. La calle entera se detiene un instante y ellos se miran a los ojos. Ella en realidad no quiere marcharse, y por eso se siente la peor persona del mundo.

-Déjame, en serio.

Se arma de valor y se intenta zafar de él, que la intenta besar, y por un momento ella nota esos labios por fin, e implora a sus pestañas que sean fuertes, que no se cierren para que el juego continúe. Se va, en el último segundo se va, y la calle se pone en marcha de nuevo para devolverle a él el eco gastado y nervioso de sus tacones. ¿Por qué no, se dice él, si en las bocas de los dos vibra un ? Déjame, en serio, se repite en su cabeza.

Y vuelve a entrar a la discoteca, con un yo es que no puedo atravesado en la garganta.

viernes, 7 de enero de 2011

Quería que recibiera algo especial. Algo diferente. Y como a todos nos gustan que nos hablen de nosotros, en el buen sentido, eso decidí. Porque sé que ha sufrido mucho, al igual que mi padre y que su otro hermano, aunque estos dos últimos lo lleven más en silencio. Porque también sé que no le solemos decir cuánto la apreciamos, porque la mayoría de las veces prima su despiste, ese que le da un aire tan juvenil.

Sabía que se iba a emocionar. Porque la conozco, porque nos parecemos aunque ella sea más sentida y menos de piedra, porque en el fondo tiene mis dieciocho años. Sabía que se iba a emocionar poque todavía notamos la ausencia fresca de su madre, de mi abuela, y en las cenas de estas fiestas al tragar a todos nos dolía ligeramente, porque la verdad más difícil de aceptar es la de la muerte. Porque fue con la primera con quien rompí a llorar cuando me enseñó las pulseras que mi prima y yo le habíamos regalado, porque a pesar de su temblor me intentó consolar y porque también sé cuánto valen a veces las palabras.

Me esperaba sus lágrimas, pero no las de mi padre. Pero hoy, en un desaire más de la biblioteca, he sabido por qué. Porque me he marchado, y en la carta a mi tía, a mi madrina, hablaba precisamente de la familia, de ella, de todos, de la falta que me hacen porque son mi sangre y como tal palpitan dentro de mí. Porque no lo digo nunca, pero los necesito tantísimo como sigo necesitando a mi abuela, o simplemente una situación cotidiana en el salón de mi casa.

Porque son mi familia, y me emociono al pararme a pensar cuánto los echo de menos. Como también me emociono cuando pienso en ti, y en tu padre, después de haberte leído, y cómo me gustaría tener por un instante el poder mágico que te hiciera conocerlo. Que dejara de ser un vago recuerdo infantil de los tres años, y te abrazara, paliando todo el sufrimiento de crecer sin él, sin un padre que apoye tus pasos.

No obstante, además de la más difícil la más absoluta verdad es la de la muerte. Al menos a mi parecer. Y sí, en estas fiestas parece que se hace más presente, que nos pesa más en la piel. Pero también pesa más la compañía, el cariño, las risas de aquellas personas que por una suerte involuntaria van a estar siempre contigo. Por eso también yo voy a estar contigo.

domingo, 2 de enero de 2011

-Buenas noches, pequeñita.
La frase sonó atropellada y el gesto fue algo tosco. Le acarició la parte izquierda de la cara como con prisa, huyendo, sin llegar a deternerse en la mejilla para sacarle lustre a las yemas de sus dedos. Como siempre hacía, lentamente, para desafíar de manera leve al tiempo. Ella se revolvió agitada, pero sonrió, porque en los ojos de él había total sinceridad.

Sin embargo, subió las escaleras hasta su casa algo turbada. Sentía una quemazón en la mejilla, que se quejaba porque también estaba asustada. Tonterías, se dijo. Porque ella misma era tan tonta que creía en las señales, en el lenguaje corporal, en las pequeñas pistas que iba dejando el futuro. Se desvistió en silencio y cuando se soltó el pelo frente al espejo de su cuarto se acarició la cara, con sus manos frías, y en su mente resonó esa frase. Buenas noches, pequeñita.

Y se arrebujó en las sábanas, segura de su voz, y atendiendo a su deseo. Buenas noches. Se durmió sin dificultad, pero esa noche sus sueños fueron grises. Temblorosos. Y temió que ese gesto más bruto de lo normal fuera precisamente una de esas señales, un ápice de destino que se torna premonición en su mente adolescente.

Se despertó contrariada, con ganas de besarle y asegurarse de que no iba a escapar. Se propuso llamarlo, taparse con su presencia y así poder soñar en contraposición a los sueños turbios de la noche. Corrió temprano a su casa, para sorprenderlo. Nerviosa aguardó en su portal a recibir una respuesta que acallara todas las malas voces. De manera involuntaria se echó la mano a la mejilla de nuevo y sintió que su estómago desfallecía.

No lo quiso creer, pero en el fondo sabía que era cierto. Él, dándole la razón a la irracionalidad de un gesto mal repetido, se había ido.

viernes, 31 de diciembre de 2010

Libélulas.



Octubre de 2007. Quince años. Poca incertidumbre en el cuerpo y muchas ganas de sentir, de conocer, de probar. El mundo podía estar en mis manos pero yo no me atrevía a mirar dentro de mis puños cerrados. Gran Vía. Atestada de gente que disfruta de las fiestas y busca algún capricho que agenciarse. Me paro ante un puesto porque me llama la atención el cartel: Acero quirúrgico, no da alergia. Y pienso que qué casualidad, voy a mirar a ver si veo algo. Rozo con los dedos muchos colgantes, y de repente me detengo en uno, todavía no sé por qué, y lo compro. Y lo deposito en mi cuello hasta hoy.





A veces pienso en por qué la llevo todavía. Y de alguna manera me contesto que lo importante es lo que simboliza. Porque a partir de ese octubre y de esos quince ha sido un torbellino, una prisa constante para crecer sin perderme nada. Era una niña que comenzaba a trastear en la vida, sin más.

Mi balance de 2010 es ese, libélulas. ¿Por qué? Porque ha sido el año del cambio, del recibir todo aquello para lo que nos estábamos preparando. He tenido que pensar, sin vuelta atrás, en un futuro que me quedara bien, y los dieciocho han comenzado a pesarme en la espalda. La transición, me imagino, a la vida adulta. Y yo con la libélula en el pecho, sintiéndome todavía una niña, sin asimilar que iba a marcharme, que había sido un año lleno de disgustos pero también maravilloso, y que todo eso se iba a quedar atrás, en Zaragoza.

Marcharme. Debía ser consciente de alguna forma que me recordara este paso, este cambio, y también que no me dejara olvidar a la niña de quince años que se moría de frío hace cuatro octubres. No sabía lo que me esperaba, pero sí era consciente de que no quería que toda esta vida tortuosa y llena de zierzo se me escapara entre los dedos. Una determinación, sólo un signo, una señal de esas tontas que me gustan a mí... Y vino a mi cabeza. Libélulas. La semana de mi marcha conseguí atreverme y construí esa señal.

-A mí no me gustan las libélulas. No me mires así, que no es por ti, es que en Argentina cuando va a llover siempre salen, y yo siempre he odiado la lluvia.

Fueron las palabras de aquel que me ayudó a erigir mi marca, mientras escuchaba el inconfundible sonido mecánico. Mi trozo robado al pasado, para que no fuera capaz de marcharse, al menos no enteramente. Así que aquí está. Aquí estamos mis libélulas y yo. Sobre y en mi piel. Recordándome que he cambiado de vida, que he evolucionado mucho, pero que sigue habiendo partes de mí que están intactas. Que este 2010 ha sido importante por tanto cúmulo de responsabilidades y despedidas.

Pero que siempre vuelvo. De una manera o de otra. Como mis ojos a los ojos de ese octubre frío, cuando se posan en mi tobillo, y recuerdan lo que esa marca significa. No me enfado cuando hay gente que me deja ver que es un dibujo tonto que no simboliza nada. Ellos no lo saben, pero yo sí.


Libélulas...


lunes, 27 de diciembre de 2010

Me gustaría que no fuera así pero no puedo evitarlo. De verdad. Es más, esta vez ni siquiera está todo en mi mano. El frío de estos días me está succionando el pequeño resquicio de conciencia que todavía me quedaba. No es que disfrute estudiando y volcando mi tiempo en esa labor, es que no me queda otra alternativa en estos días. No es cuestión de prioridades: es que toca, hoy y mañana y pasado, sin más. Es lo que ahora toca.

Me froto los ojos y se me quejan en silencio porque no puedo dormir bien estos días. Ojalá pudiera, pero el volcán en activo de mi pecho no me deja. Debería aprovechar cada segundo de libertad que me permito, pero llego a él con el alma cansada y los pies sin querer despegarse del suelo. Sólo busco dormir, y que se acabe este frío que mata. Este, y el de fuera también.

Me gustaría que no fuera así... Pero ya he dicho que no puedo evitarlo. Preferir ahora el silencio y la de mí misma la única compañía. Mientras los días pasan y los noto desaprovechados y, sin embargo, no percibo ningún síntoma de arrepentimiento.

viernes, 17 de diciembre de 2010

¿Qué queremos exactamente? ¿Qué es lo que nos mueve a buscar? Buscamos alguien para liberarnos una noche, o alguien para caminar con él de la mano. Buscamos un instante de consuelo etílico o evitar beber para que no podamos decir ni hacer nada de lo que luego podamos arrepentirnos. Buscamos redimirnos e intentar pensar en no salpicar a nadie de dolor o hacer lo que más alivie nuestra angustia, que crece, independientemente de quién esté por medio. Buscamos el hogar de aquí, o el hogar que dejamos reposar hasta Enero, sintiéndonos extraños.

Qué buscamos exactamente. Yo no sé si busco unos labios o los míos propios cortados del cierzo. Busco no hacernos daño y no enturbiar nada de lo vivido. Quitarme esta pesadez de encima y curarme un poco más las ojeras, porque tal vez si me duele menos por fuera también dolerá menos por dentro. Busco un tiempo muerto, una regresión en la memoria, para no tener tantos nombres y tantos rostros que me bailan mezclados con humo y sabor a ron. Busco momentos que ya viví, que se consumieron, y que me están abriendo las cicatrices. Para que no olvide que siguen ahí.

lunes, 13 de diciembre de 2010

La gente vende sus recuerdos. En cada esquina del rastro de Madrid había una mesa plegable mal puesta llena de pequeños detalles que otros disfrutaron y que ahora ofrecían al resto del mundo. ¿Necesidad? No lo creo. Mi sospecha fue, simplemente, que en lugar de acumularlo en un trastero y habilitarle el hogar a las motas de polvo prefieren dejarlo ir, sin más. Porque al fin y al cabo es lo mejor que podemos hacer, dejarlos ir. No son más que recuerdos, y el balance suele ser negativo cuando nos paramos ante ellos: duelen más que traen alegría.

Por un momento los he envidiado. Por saber desprenderse de todas esas viejas historias, y he recordado un relato del genial Carlos Castán -escritor destrozacorazones donde los haya-, en el que el protagonista narraba cómo cada cierto tiempo debía hacer limpieza de sus cosas antiguas y las metía todas en bolsas de basura negras. Un día, cansado de hacerle el amor a la que no dejaba de ser su exnovia, decidió romper también con ese recuerdo y ella misma acabó en una bolsa de basura negra. Decía que esas bolsas significaban la suciedad de su vida, los resquicios que ya de nada servían.

He pensado en qué pasaría si se rompiera la mía. Si borrara todos mis recuerdos hasta hoy, o no me diera tanto miedo dejarlos marchar. Me he imaginado en el rastro de Madrid, un domingo por la mañana, con mi vida desnuda encima de una mesa plegable.

O al menos una de ellas, porque estoy como perdida. Insegura, hecha un lío entre tanta vida simultánea. Por un momento olvidé Zaragoza y pensé en Carlos Castán, y en toda esa gente que vendía hasta el más mínimo fragmento de su alma este domingo. Porque simplemente querían hallar una nueva.

viernes, 10 de diciembre de 2010

A veces me ocurre, que me pregunto si con los años no estaré yendo hacia atrás en lugar de hacia adelante. En mi idioma personal, ir hacia atrás significa perder esos puntos espontáneos que me surgían antes y que me hacían escribir historias totalmente imaginativas. La verdad es que no quiero anquilosarme, ni sentarme con las piernas cruzadas a esperar a que me consideren una adulta y poder demostrarlo.

Me asusta, y mucho, caer en la rutina absurda de separar imaginación y capacidad de crear. De crear, de escribir, de narrar lo que me toque narrar y ese hecho arrincone otras capacidades. Ya apenas dibujo, pero sigo recordando la satisfacción de encontrarme los dedos llenos de carboncillo y mancharme la nariz -siempre y cuando el resultado fuera bueno-. Muchas veces pienso en comprarme un lienzo, o algo que me impulse, pero se me acaban, y esto es cierto, anquilosando las ganas.

Sonrío con las quinceañeras locas que desprenden ganas de todo. Porque me recuerdan a mí. Y no sabéis, sin más, lo congelada que se me queda la sonrisa en los labios cuando soy consciente, y me siento mayor.

Dios mío, dulces quince años llenos de sueños y de ganas y ganas de escribir...

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Están en silencio. En un silencio absoluto. Tienen todo el aula para ellos pero, aun así, cada uno ocupa una esquina de la estancia. Las persianas están bajadas, aunque todavía se cuelan un par de rayos del sol frío de noviembre. Se miran intermitentemente, como oteándose las curvas del cuerpo. Como si no conocieran el cuerpo del otro lo suficientemente bien como para dibujarlo con los ojos vendados.

Pero ahora se sienten desconocidos. Después de tanto tiempo, se les cuelan en estos momentos los segundos entre los dedos, como si nunca se hubieran tocado o nunca hubieran soñado con tocarse. La mirada de ella es triste, él apenas abre los ojos. No han llorado, porque ya lo hicieron a solas. Apenas han dicho nada tampoco, porque aún sienten que la magia puede existir y puede guardarse en un tarro de cristal. Sin embargo ambos comprenden que ese momento es demasiado doloroso como para querer guardarlo, y esperan con paciencia el momento de marchar y enfrentarse al otoño por caminos separados.

Ella toma la iniciativa. Se mueve, como por un escalofrío, y se baja de la silla donde estaba sentada. Él, acto seguido, piensa que la esperanza existe y que todo se va a arreglar. Pero ella solloza, y la realidad se rompe en pedazos. Qué agujero negro abriéndose en el pecho, piensan.

-Me tengo que ir-dice ella.
-Lo sé.
-Creo que te he dejado de querer.
-También lo sé...