Vivo en un país que se hunde. Hace tiempo que vamos en picado pero gusta más abstraerse celebrando el centenario del hundimiento del Titanic sin pararnos a pensar en que también nosotros vamos a la deriva. Tengo 20 años y estudio una doble carrera. Sin embargo, debo sentirme una chica con suerte si consigo trabajar a 4.5€ la hora promocionando productos en un supermercado. Y mi caso se repite como las vertebras de una generación a quien –dicen- le espera un futuro más negro que el que sus padres vivieron. Y, al igual que el Titanic fue en su tiempo el barco más lujoso y más grande, nosotros somos la generación mejor preparada de la Historia de España; pero eso no excluye que nos estemos sumergiendo en unas aguas desconocidas y oscuras.
Con los tiempos que corren, lo
verdaderamente extraño no es el paro, la angustia vital o que seamos una
generación preparada pero incapaz de demostrar nuestras capacidades en puestos
de trabajo que no existen para nosotros. Lo más chocante es que también somos
una generación dormida, acostumbrada a la comodidad de una educación accesible
desde que somos niños pero incapaces de ver que esos de los que hablan en las
noticias somos nosotros. Pensando que estamos a salvo en las aulas de las
universidades, que actúan como nuestros botes salvavidas ante el paro juvenil y
ese futuro laboral que vaticinan tan crudo y que va a ser el nuestro.
Me pregunto si los pasajeros del
Titanic eran conscientes de que el barco se hundía cuando comenzaron los
primeros atisbos de pánico o decidieron esperar a verse con el agua helada al
cuello para creérselo. Los gritos de los que sabemos que nos estamos ahogando
son acallados por los que prefieren seguir adormecidos en sus camarotes, pero
eso no significa que estemos a bien poco de helarnos en medio del Atlántico. Y,
cuando ocurra, nuestro capitán no se hundirá con nosotros, ni tampoco la mayor
parte de la tripulación porque, en realidad, ellos nunca estuvieron a bordo.