Ellos no acechan. No podemos escapar ni refugiarnos, no sirve ignorarlos o simplemente no acercarte a ellos. Son un peligro constante y asimilado. Nuestros monstruos son nuestros, y como tales habitan en nuestro ánimo como cualquiera otra parte que nos conforma. A veces duermen y otras afilan las uñas contra las paredes de nuestro cuerpo, dejándonos sentir sus gritos hambrientos.
Los monstruos internos acosan siempre al ser humano. El más puro, el más malo, el más inocente... Todos tenemos, todos tenemos que luchar contra ellos tarde o temprano, en repetidas ocasiones y desarmados, apretándonos el pecho como medida de contención pero sabiendo que no servirá de nada. ¿Qué podemos hacer contra ellos? ¿Apaciguarlos, vencerlos -si es posible-, acallarlos, rendirnos hasta que decidan descansar? Aquí, la que escribe, no tiene ni idea. Me da miedo admitir que casi puedo afirmar que somos y seremos incapaces de vencerlos. No como algo negativo, sino porque son inherentes a nuestro espíritu. Como unos ojos castaños o una sonrisa de medio lado, un temperamento calmado o una lascivia apagada. Todo rasgos, características, partículas de alma -por llamarlo de algún modo-. Aspectos etéreos que nos hacen como somos.
¿Contribuirán a ellos nuestros monstruos? Así es. A nuestra fortaleza, integridad y aguante. A conocernos y arriesgarnos a hacerlo hasta límites que a veces no queremos cruzar. Pero, ¿si no los cruzamos nosotros con nosotros mismos quién iba a hacerlo? Valientes o no, habitan en nosotros y es algo que no podemos cambiar. Ni ignorar, a nuestro pesar. Cuando despiertan, despiertan... Y tarde o temprano tenemos que enfrentarlos.
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